martes, 11 de octubre de 2016

ANDRÉS MONTEAGUDO: REPETICIÓN NEURÓTICA COMO VÍA DE ESCAPE


ANDRÉS MONTEAGUDO: RETROCESO-EL SUEÑO DORMIDO 
GALERÍA HERRERO DE TEJADA: hasta 22/11/16

Josef K. decía que “el despertar es el momento más peligroso. Si uno consigue superarlo sin ser arrastrado de su posición, puede estar tranquilo para el resto de la jornada”. Con “no ser arrastrado” se refería a que, al abrir los ojos, podamos reaparecer en el mismo punto en el que lo dejamos la noche anterior. A este respecto, si lo rápido que nos dejamos insertar de nuevo en la vorágine de gestos repetidos mañana tras mañana nos alerta de que ese terror (por mucho que lo anestesiemos en vocingleros tertulianos repitiendo –también ellos– lo mismo) está siempre presente, lo sucedido con Gregorio Samsa nos debería poner alerta y advertir de que la cosa es más seria de lo que parece. Basta un mal sueño para que la cosa, y nunca mejor dicho, tome tintes kafkianos.
Claro está que los terrores nocturnos que nos asaltan han crecido en los últimos tiempos hasta el límite de no poder dormir si no es con la cabeza tapada. Tanto es así y tanto se ha implementado la incertidumbre alrededor de unas vidas, las nuestras, que ya parecen meros artefactos de disuasión, que nuestra fantasía más recurrente, es el meternos en la cama, enfundarnos en el edredón y pasar olímpicamente de todo el mundo. Dicha fantasía junto al pasarnos la noche pegados a la pantalla esperando la irrupción de la imagen total –aquella que como señala Zizek rasgue nuestra realidad– son las dos fantasías que, sin riesgo a equivocarnos, pueden ser tildadas de “ideológicas”.
O muy pegado a la emergencia de lo Real o muy despegados: el caso es hacer como si estuviésemos muy interesados en descubrir el truco donde reposa la realidad o, al contrario, simular como que con nosotros no va el tema. ¿Sería eso posible?, ¿desaparecer?, ¿no ser nadie? Obviamente que no. Al final, lo mismo que hemos de parpadear ante la pantalla que refulge imágenes sin cesar, hemos de levantarnos aunque solo sea para miccionar.
En cualquier caso, la cama ha pasado de ser un catre donde descansar o folgar en la ociosidad de los amantes, a ser el último de los búnkeres, ahí donde guarecernos cuando la cosa, como ahora, está sacada de quicio. Así la cama –como por ejemplo la que aquí nos presenta Andrés Monteagudo– pareciera ser un último y recóndito escondite para un ejercicio de escapismo nada simulado: meternos dentro y esperar a que amaine la tormenta.

 
Pero, sobre todo, meternos entre sus sábanas para, como decimos y a pesar de su imposibilidad, tratar de no ser nadie: es decir, para mantenernos en una duermevela constante, que si bien no nos suma en un sueño castigado a perpetuidad, si nos permita mantenernos alejados, a un palmo del epicentro donde todo sucede pero sin la necesidad de cargar con un nombre. Y es que, quien sabe, eso es todo lo que nos queda en la letanía de nuestras vidas cortadas todas por el mismo patrón: ese momento donde estamos a punto de dormir o a punto de despertar. ¿Serán ambos momentos lo único verdadero de una vida que por lo demás no se caracteriza sino por una expropiación a manos llenas? No ya el sueño frente a la vigilia –como cantaban los románticos– sino el diluirse de dos instantes que son en tanto que umbral y penumbra, en cuanto que perpetua virtualidad de otros tiempos y otros estados a los que uno puede calificar, sin riesgo al desengaño, de vida.
En este sentido, lo que Monteagudo nos muestra es la preeminencia de estos dos instantes de duermevela frente al potencial utópico del sueño y frente al consenso estipulado de la realidad ya-dada. Para ello –y esto es lo que le interesa– crea una superficie parecida a aquella donde, en un origen inmemorial, se accedió al secreto del símbolo: el instante donde el hombre descubrió la potencia reveladora de lo simbólico, ahí donde a través del rito –por ejemplo el arte– se dota a la realidad de un fermento mistérico, de un aliento numinoso. Quizá –lo más seguro– fue solo un rasguño, una línea horizontal que, de repente, adquiría nuevas dimensiones en connivencia con ese instante donde el humano se percata que yace secreta su verdadera vida: en el umbral, en el intersticio, en la duermevela.
En suma: en un diferir de la diferencia que solo puede ser pensado como la identidad en la repetición.
La obsesión del artista por la geometría y la repetición cuentan con esta vis abismática: el intento de rememorar el rito iniciático a partir del cual una traza se recarga simbólicamente, una huella alude a otra cosa, un surco abre la topografía de lo posible a nuevas alteridades. Y todo, repetimos, acontece en el ínterin, en esos dos instantes más allá de la vigilia y más acá del sueño: en el trance de pasar de una cosa a la otra.  


Pasar del punto, a la recta y de ahí al plano: todo se basa en una pulsión de repetición llevada al límite de lo enfermiza y que colinda, como señaló Freud, con la pulsión de muerte y la vuelta al origen. Es decir: no hay más allá que los límites de una geometría, todo está ya germinado en una retícula, en una línea.
En definitiva, la cama de Monteagudo –y con ello la serie de trabajos que forman esta exposición– aluden a un juego de escapismo que, pese a que sabemos que no hay escapatoria –pese a que sabemos que no hay origen al que retroceder–, hemos de postular como salida ante la decepción que nos provoca la realidad y el terror de que, tras el sueño, hayamos perdido nuestra identidad. Vivimos sumidos en una atroz melancolía ante esta realidad diezmada o en las pesadillas de nuestros terrores nocturnos. Ante ello: de acuerdo, no hay afuera ninguno; pero lo que nos toca es responder a ese tintineo que nos llama a volverlo a intentar. 
            Para concluir un apunte: Adorno, no muy dado a ver con buenos ojos esta forma de arte de sesgo psicológico, refiriéndose a este tipo de artista señalaba que “la imago del artista queda distorsionada en la de alguien tolerado, en la de un neurótico integrado en la sociedad de la división del trabajo”. No voy a ser yo quien diga si Monteagudo es un neurótico o no: pero lo que sí que es cierto es que alguien debe seguir proponiendo vías alternativas de escape. Quizá el arte ya no salve, quizá no haya ya resquicio por el que huir despavorido ni bunker donde desaparecer: pero, pese a todo, se ha de seguir intentando.

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