miércoles, 8 de junio de 2016

AIRE, TIEMPO Y MULTIPLICIDAD EN LA SALA AMADÍS: A PROPÓSITO DE LAS RELACIONES ARTISTA/COMISARIO


           
AIRE Y TIEMPO: LA DANZA DE LAS MULTIPLICIDADES
SALA AMADÍS: 12/05/16-02/07/16

Quien nos siga sabe que, en un ejercicio de tirarnos piedras contra nuestro propio tejado, no solemos empezar dando demasiadas pistas al lector. Pero esta vez, sin embargo, vamos a dejar las cosas claritas desde el principio. Porque si por algún lugar queremos empezar en esta ocasión es diciendo que el continente de la exposición supera, destroza, rasga y derrumba el triste y desolado contenedor donde se dispone. Y es que lo de la sala Amadís es un poco de penita.
Ni cubo blanco ni negro ni de ninguno de los colores, es un descenso a un sitio minúsculo donde las obras, por mucha maña que tenga el comisario en el diseño expositivo, se solapan unas a otras luchando por lograr cierta visibilidad en un plano de sala que podría ser cualquier cosa menos un lugar donde disponer y exhibir arte. Así las cosas, no es necesario decir que las obras más que dialogar entre ellas, más que servirse de las posibilidades de la sala para subrayar sus méritos, bastante tienen con no verse silenciadas y comidas por lo raquítico del espacio.
Si añadimos que el video de Avelino Sala no funcionaba y que dos piedras de la obra de Iñaki Chávarri estaban caídas en el suelo la cosa toma tintes casi circenses. Pero en fin, no digamos mucho que bastante tenemos con que sigamos teniendo una sala dedicada al arte contemporáneo en estos tiempos que corren.  
Todo esto, que ya intuimos en un par de muestras que visitamos, adquiere carácter propio dado la profundidad del proyecto curatorial que nos ocupa: el debilitamiento de los fuertes soportes que sujetaban nuestros sistemas de creencias, el diluido de las estructuras fijas y estáticas sobre las que se levantaba nuestra realidad. Haciendo pie en el pensamiento débil de Vattimo, Sur Noir (así se llama el colectivo curatorial formado por Miguel Fernández Campón (Cáceres, 1981) y José Delgado Periñán (Madrid,1982)) nos ofrece un recorrido por todos y cada uno de los ámbitos donde se ha pasado de un sentido fuerte, de un andamiaje sostenido en una metafísica que sabía muy donde ir a buscar al ser, a una nebulosa de sentido, a un enjambre de tachones, a un conjunto de voladuras de estructuras donde lo más que queda es el vacío de un estar a la espera, el claro de un bosque donde acudir para, al menos, consolarnos en comunidad. Igual que como hemos comenzado, quien nos siga sabe lo encantados que podemos estar con este tipo de propuestas.

Ahora bien: quien espere que dado el material filosófico de la exposición me vea ya desparramando y saliéndome del marco teórico-crítico para irme, con inmenso gozo, por los cerros de Úbeda, lo tiene negro. Y es que, entre otras muchas cosas, el texto del catálogo es anormalmente bueno, pródigo en explicaciones, capaz de rastrear varias de las huellas post-metafísicas que anidan en cada pieza, un escrito cargado con sus Verwindung, Welt, Ab-grund, Andenken y demás palabros heideggerianos. Seguro, viendo ya por donde suele moverse el personal, que a más de uno se le hace bola, no por lo académico del texto sino porque piensan que el arte sale mal parado, casi anulado, en esta utilización que la filosofía hace del arte.
Quizá sea este, y dado que todo lo que podríamos nosotros decir acerca de las obras está –repetimos– referido en el catálogo, un punto por el que sí que valdría la pena dejarnos deslizar: ¿queda el arte –en concreto las obras de Vanneraud, Silvo, Lobera, Fuster, Cuadra, etc– depotenciadas o traicionadas en el ejercicio comisarial de Sur Noir o, todo lo contrario, alcanzan su verdadera cima dialéctica? 
Porque si es claro que el arte tal y como lo conocemos hoy en día surge, allá a mediados del siglo XVIII, a partir de la reflexión filosófica, de la capacidad que atesoró el arte de pensar sobre sí mismo bajo el nombre genérico de estética, por otra parte no es menos cierto que la senda dialéctica que la reflexión le proponía y sigue proponiendo al arte –en cuanto que logro de su autonomía– queda cortada de raíz por esa misma reflexión, que carga y sobrecarga a la obra de arte de sentidos y significados que le vienen de fuera. Como la pescadilla que se muerde la cola, como la paradoja fundacional que anima al arte, el arte solo puede ya seguir con vida como cosa del pasado: es decir, si se le reconduce a una sala de vigilancia constante –autonomía– donde se le enchufen a diario la capacidad de sentido que ya no tiene por sí mismo.
Dicho de otra manera: si al arte, por una parte, se le deja a albor de su pretendida absoluta libertad, a recaudo de su bien ganada autonomía, no tarda en discurrir por la senda de la inoperancia y de lo insustancial debido a la incapacidad de la imagen de exhibirse a sí misma. Pero por otra parte, toda explicación o justificación con que se la hace cargar a una obra de arte atenta contra el carácter autónomo y soberano de la libertad artística que el arte modernista aspiraba a ganar. Es decir: si la libertad del artista siempre es relativa pues necesita de una extrínseca justificación que lo haga reingresar en el sistema-arte como obra de arte, también es cierto que esa plus justificativo arruina de golpe y porrazo las expectativas con que quedaba cifrada la Modernidad. Es en este sentido que Boris Groys señala que “la función curatorial –o la crítica, añado yo– es un suplemento en el sentido del pharmakon derridiano: cura la imagen y a la vez contribuye a su enfermedad”.


Dicho todo esto, la pregunta solo puede ser una: ¿existe algún punto medio?, ¿algún lugar en el discurso expositivo donde la necesidad de justificación expositiva no arruine la libertad absoluta del arte?, ¿existe algún modo de conjugar la libertad institucional, condicionada y públicamente responsable del curador con la libertad de producción estética, soberana, incondicionada y sin responsabilidad pública del artista? Estas serían las preguntas que a diario deberíamos hacernos a cerca del papel protagonista del comisario, acerca de la forma que tiene el arte de dotar de justificación y sentido a obras de arte que, incardinadas dentro de la Modernidad, solo pueden estar ya sujetas a una libertad absoluta.
 Si estas preguntas han surgido aquí es por la preponderancia del calado filosófico que el equipo curatorial Sur Noir han dado a la exhibición; y si nos preguntamos si existe algún punto medio, la respuesta solo puede venir dada en relación al discurso articulado que finalmente se logre, el potencial de comunicación que la exposición destile.
Y, en este caso como cualquier otro, no hay solución posible: cada cual debe ingresar armado como pueda en el territorio expositivo para sacar sus propias conclusiones. Yo tampoco quiero dar demasiadas pistas, más que nada porque no lo tengo claro: ¿sirve la tesis original de Vattimo para subrayar el sentido y significado de cada obra juntas y por separado, o es por el contrario un intento de teledirigir el discurso estético hacia un sentido que, además, debe de estar ya implícito pues toda obra de arte es ya por sí misma una encarnación del mundo? Toda obra de arte ha de guardar un cierto y meritorio silencio acerca de sí misma: ¿logra la labor curatorial arrancar una palabra silenciada al arte o por el contrario lo fuerza a decir cosas que no había necesidad de hacer explícitas?
Son problemas, estos, que animan la producción y exhibición de arte, la praxis curatorial, y la necesidad o no de crítica. Quizá –lo más seguro– que los tres ámbitos estén comunicados y que sus fronteras sean difusas y que pensar el arte en la actualidad tenga mucho que ver con la definición de cada una de estas figuras.
Por el momento, y a la espera de más y mejores clarificaciones, decir que esta exposición está muy bien.  

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