viernes, 29 de abril de 2016

RUINAS/PAISAJES/PERIFERIA: HABITANTES DE LAS POSTRIMERÍA



FOD, MAÍLLO, KEKE VILABELDA: RUINAS/PAISAJES/PERIFERIA
GALERÍA HERRERO DE TEJADA: 14/04/16-28/05/16

Somos ya una caterva de indocumentados, una pléyade de circunspectos meapilas que se la han clavado doblada. No somos ya sino habitantes del páramo, funcionarios de la senectud anticipada de un mundo en demolición. Habitamos en masa aunque cada drama es personal e intransferible. Somos excluidos uno a uno, sin prisa pero con la pasmosa frialdad del que sabe que antes o después la frase quedará perfecta en el felpudo de la entrada: hasta aquí hemos llegado. Sin otra bienvenida que dar, lo mejor es quedarnos todos en el umbral; es decir, en el limbo.
Y ante este panorama que se nos pinta, y habida cuenta de que lo liminar es solo un momento de tránsito, ¿qué más hacer?, ¿hacia dónde dirigirnos? Hemos entrado en barrena y estamos desfondados: desfundamentados, suspendidos en un abgrund abismático. Lo difícil entonces es no sufrir de vértigo y tener la valentía de, ante la falta de acontecimientos, atrevernos a clamar afirmativamente por nuestro presente. Pero, ¿cómo desear nuestro destino, un destino de excluido?
            No sabríamos decir con certeza, pero habitantes de un paisaje aterritorial la disyuntiva se cierne sobre nosotros a cada instante: o dotarnos de unas coordenadas que nos hagan simular que aún hay un mundo del que formar parte o atrevernos –una vez más– a clamar en nuestro desierto, aferrarnos a las condiciones distópicas que nos ofrece nuestra reciente situación. O lo que es lo mismo, partir de la única toma radical que nos queda: la del presente, la de ese aquí y ahora que se bambolea sobre el abismo.


                Sea como fuere, tal indeterminación es la que estipula ese abgrund al que nos referimos: la intuición de que no tenemos ya donde caernos muertos, la seguridad de que, como señala David Harvey, “reivindicar el derecho a la ciudad supone de hecho reclamar un derecho a algo que ya no existe (si es que alguna vez existió en realidad)”. Y es que, y según escribe un poco antes, “el llamado ‘precariado’ ha desplazado al ‘proletariado’ tradicional”. La ciudad no es más que un  campo de batalla habitado ya por perdedores, por excluidos que trajinan una remota reconexión, una sinapsis que les haga ingresar en el selecto club de los elegidos. La ciudad es el detritus fanganoso de la Modernidad donde, en el mejor de los casos, turbas de turistas se encargan de hacer creíble cada mañana el sueño de que aún queda algo que hacer ahí sin percatarse de que lo nuestro es ya vérnoslas con las postrimerías.
            Esta exposición, a nuestro modo de ver, ejemplifica tres formas relacionadas entre sí de cogerse el petate e ir ahí donde, ya por derecho propio, pertenecemos. Sin melancolía ni duelo, sin crítica –eso vendrá después– ni malos rollos. Porque, quien sabe, quizá de ahí se alumbren nuevas posibilidades. Ruina, paisaje y periferia: tres nódulos que disponen la antítesis de una estructura, de un grund, desde donde, quien sabe, hacer avanzar la historia por recovecos nunca antes efectuados
Y es que aunque la exclusión de lo social está, aunque avanzada, solo en proceso, hay síntomas que mostrar, lapsus en la sincronicidad, fallos en el sistema libidinal que nos indica que estamos cada vez más cerca de una certeza a la que desde aquí, desde el arte, queremos –quieren estos tres artistas– hacer frente: el tiempo está no solo desquiciado sino que ha entrado en barrena.
Para empezar, quizá la ruina: síntoma de un tiempo que descarrila de la senda iniciada por la Modernidad es que la ruina no alude ya a los vestigios de un pasado glorioso sino más bien a un futuro decapitado. Esos grandes esqueletos urbanísticos que pueblan las afueras de las ciudades son en sí mismo ruina de un futuro que nunca acontecerá ya que, por ello mismo, cortan su natural relación con el centro reconvirtiéndolos en periferia. Y lo periférico, construido como anticipación inmobiliaria a una expansión de la ciudad que –vía reventón de la burbuja– nunca terminó de darse, permanece ahora como no-lugar, como esqueleto inmemorial de un tiempo que, hemos de concluir, nunca pasó por ahí.


Ruina y periferia, por lo tanto, remiten a un mismo momento fundacional: ahí donde el capital incrementó su velocidad de crucero sabedor de que el excluido puede ser una forma perfecta de ciudadanía, una distopía social con capacidad exponencial de crear vínculos aunque sea en el psicodrama que nos asola. Porque, de una u otra forma, cuando la exclusión sea ya la única raigambre que nos vincule con el sistema-mundo, lo periférico será nuestro hábitat natural, la ruina será nuestro destino más claro.
            Pero, claro está, de alguna forma hemos de hallar cobijo, algo hemos de construir: en la radicalidad de ese aquí y ahora del que hay que partir, la necesidad de ocupar un espacio y habitar un lugar debe ser destino principal. Crear paisaje, en tales condiciones de penuria, solo puede aludir a sortear el imperio de una historia que ya no nos quiere y empezar a enseñar nuevas formas de habitar, de sociabilidad y de comunidad. Formas que a pesar de estar grabadas en nuestro ADN han sido negadas por formas antinaturales de construir. Apostar quizá por una desarquitectura que, volviendo de nuevo al principio, nos emplace en ese abgrund en el que, si  no queremos que nuestro exilio forzoso sirva a las lógicas del capital, hemos de permanecer.
Podríamos hablar aquí de una deconstrucción de la arquitectura, de una reterritorialización de flujos sistémicos, podríamos hablar de un habitar existencial, de un mapa y un territorio. Pero, en suma, estamos hablando de lo que nos queda a todos los que, en este discurrir de la epopeya llamada Modernidad, no somos nadie, esa larga retahíla de nombres en pila y que Maíllo recita de maravilla:  “ninis, paletos, subempleados, artistas precarios, jóvenes de clase baja enganchados al porro y la Play, youtubers… cuerpos que ya no tienen donde agarrarse a ese viejo cascarón que conocíamos como “cultura” y que quién sabe si están/estamos (me incluyo en el subgrupo que queráis) en regresión o en progresión”. Ciudadanos de la periferia, habitantes de ruinas piranesianas, constructores de paisajes distópicos: pero esa es nuestra nueva sociedad y por mucho que cerremos los ojos no va a dejar de seguir sucediendo.
            Para concluir: no digo con que ámbito, si ruina, paisaje o periferia, se relaciona cada artista –Maíllo, FOD y Keke Vilabelda– porque cada uno es solo en la medida en que anticipa y pospone al siguiente. No hay secuencia lógica porque eso sería lo que más gustaría al sistema-mundo, no hay ilación de contenidos porque eso supondría que lo nuestro es una simple sustitución: no hay fundamento porque eso supondría salir del abgrud.
Hay solo un vibrar, un sentir en el epicentro de todas estas tectónicas se sensibilidades en las que el espectador debe situarse para descubrir un destino que, si no reconoce como algo que le espera de aquí a poco, haría muy bien en planteárselo. Porque por muy bonito que sea el nombre con que el sistema nos reconoce, es solo cuestión de tiempo que nuestras satisfacciones libidinales no le sean rentables y nos empuje a una vida en ruina, al paisaje de una desolación, a la periferia de un sueño del que solo quedan cenizas. 

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