martes, 12 de enero de 2016

MAÍLLO: ALEGORÍAS DE UN FRACASO ILEGIBLE


MAÍLLO: ENHANCED EMPTYING
GALERÍA PONCE+ROBLES: hasta 15/01/16

Entre los rasgos más característicos de esta postmodernidad diluida en la que nos encontramos es el carácter escritural de toda práctica estética. Sumidas en un doble giro –el lingüístico y el alegórico– las estrategias artísticas se someten a un proceso de licuado por el cual su lenguaje, hasta entonces orgánico en el sentido de que significado y significante mantenían al menos una armoniosa relación, es ahora dislocado de toda función representacional y simbólica.
Escritura, por tanto, para referenciar a medida que se avanza, para atender tanto a su presencia como a su ausencia; escritura, sobre todo, porque el código solo será decodificado a través del propio código, de los propios signos diseminados por la superficie de cada medio. No hay ya reglas generales sino un manual al uso útil solo para cada obra. Es decir: cada obra se escribe a sí misma y, escribiéndose, ofrece las reglas para un intento de significación que será siempre y en cada caso un intento de traducción imposible.
Hablando de la alegoría, Brea (releído una y otra vez) señala como Duchamp fue el primero en apostar por un alfabeto enteramente nuevo, un alfabeto que “no será ya fonético, sino solamente visual; se le podrá comprender con los ojos, pero no se le podrá leer ni en silencio ni en voz alta”. Y es que ese es, sin duda, uno de los rasgos definitorios de nuestra epocalidad: una presentabilidad ilegible, una inmanencia flotante sin agarre ninguno. Todo está ahí, dado sin preaviso, recortando un espacio de sensibilidad a través de unas reglas de las que parece faltar siempre algún dato, una consigna precisa, un manuscrito que nos asegure una traducción como válida.


A este respecto, el propio Brea en el ensayo Noli me legere señala las cuatro estrategias artísticas que, según Craig Owens, más claramente están en sintonía con el impulso alegórico de la postmodernidad: la apropiación de imágenes (alegoría como estructura de repetición diferida), los site specific (emblema de lo efímero y lo transitorio), las estrategias de acumulación (alegoría como metáfora individual introducida en secuencias continuas) y, por último, la reciprocidad entre lo visual y lo verbal (imágenes visuales que se ofrecen como texto escrito a descifrar).
Si decimos todo esto es porque, a nuestro entender, es desde este impulso alegórico desde donde puede comprenderse la obra de Maíllo de manera más profunda. Maíllo se apropia de imágenes y, más aún, de modos de visualidad como los grafiti, cartoons, series de televisión, etc; apuesta en su disposición por la acumulación e, incluso a veces, por la instalación (¿quién no recuerda Detroit, su última serie en la galería?) y, por último, la consigna que mueve su obra no es representar sino darnos un texto como una traducción ilegible de un mundo exterior en expansión continua.
Porque si en definitiva “en la alegoría la imagen es un jeroglífico” (Owens), ¿no es así como mejor se puede interpretar la obra del pintor madrileño?, ¿cómo un denso jeroglífico donde apropiación, vaciamiento de contenidos, fragmentación, yuxtaposición y separación de significado y significante son los modus operandi de este proceso escritural?, ¿no son sus lienzos dispositivos de repotenciación de significado y no producción cerrada de sentido?
En suma, sus obras no son representaciones de una realidad poliédrica y evasiva como la nuestra, no son intentos de significar ningún mundo: sus lienzos son palimpsestos, ejercicios de lectura oblicua que precisan de otro texto, intentos fracasados de una traducción para la que no hay ya diccionario.


  Pero sin duda donde el joven pintor más alegórico se muestra es a la hora de –desde su adscripción obvia a las estéticas del pop– no dejar de ver todo objeto como una mercancía y saberse habitante de un mundo donde la banalización icónica de una realidad construida a golpes de consumo informacional a través de los mass media a sustituido a cualquier otra postulación de mundo como horizonte significativo capaz de representación.
Pintar en un mundo que se mueve a impulsos sobrecargados de una sensibilidad cercana a lo compulsivo lacrimógeno, pintar en un mundo suspendido en un marasmo de redes informativas que degluten el poso óntico de cualquier ente para reducirlo a mercancía lista para embalar, pintar en un mundo donde la ideología ha conseguido invertir las seguridades (falsas pero seguridades al fin y al cabo) que filtraba en hegemónico o no hegemónico las clases, las ideas o los gustos, solo puede hacerse  desde un lenguaje que dé carpetazo a todo juego de significancia, representación y simbolismo.
Es necesario, por el contrario, un lenguaje que apueste por obras de arte donde nos ejercitemos en el acontecimiento fundante de nuestra contemporaneidad: que no hay ya modo de leer qué sucede, qué todo texto es ya una traducción de un texto que lo más seguro hemos perdido en alguna mudanza, en alguno de nuestros variados exilios, que vivimos un tiempo infinito que aunque vacío ya de acontecimientos con capacidad narrativa simplemente dura, se desarrolla en una onda expansiva en la que la gran alegoría sería aquella que dicta que nada nos cabe ya esperar. 

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