lunes, 30 de marzo de 2015

FIN DE PARTIDA: DESPEDIDA Y CIERRE


Cerrar un blog como este es algo que, como quien dice, ocurre todos los días. Pero como un poco de egolatría –aun en monodosis– no viene nada mal, una despedida con  cierta grandeza puede dar el pego.
Después de 6 años y 3 meses, después de un total de 416 textos que supone la friolera de 5,54 escritos al mes, tomamos la resolución de cerrar el blog. Diría que para siempre pero el miedo a no saber si podré superar el subidón que da el escribir me impide hacerlo: quizá no tarde en volver… quizá.
He de decir que desde hace año y medio han sido muchas las veces en que se ha intentado echar el cierre. Pero siempre, por una u otra razón, hemos abogado por un poquito más, un estirón más… una última intentona. Decir algo que no está dicho, escribir una última idea, completar algo leído, etc: siempre sin duda queda algo por hacer, algo por decir y, sobre todo, algo por escribir. La mejor exposición es siempre la que está por venir.
Pero la razón para irnos no es tanto el cansancio como la necesidad de reciclaje. Y es que si no me lo han notado lo digo yo, que no tengo reparos: llevo más o menos ese mismo año y medio dando vueltas al mismo par de ideas sin salirme de un guion establecido que ya fatiga. Cierto que son sazonadas con casi maestría, que quizá sean más de un par de ideas, que una vez ponemos el acento en un aspecto para luego ponerlo en el otro… Pero lo cierto es que una vez alcanzado el punto álgido, una vez que conseguimos pensar por encima de nuestras posibilidades, lo demás no está siendo más que una caída, digna, pero una caída al fin y al cabo.
Otra razón, que aunque nadie me pida la doy, es que no me convence mucho el devenir online de muchas experiencias estéticas. Habría que matizar y profundizar, pero lo dejo ahí.
Pero el camino deja sin dudas al menos un par de hitos más que notables: una vez me publicaron en salonkritik un texto y, casi al instante, subieron uno de José Luis Brea…con lo que deduzco que, con altas probabilidades, aunque fuese de refilón, algo leyó del mío; otra vez escribí un libro y ni más ni menos que Miguel Ángel Hernández Navarro tuvo el gran detalle de escribirme el prólogo; y, por último, otra vez tuvimos la presentación del libro en cuestión y, entre otros protagonistas del ámbito del arte y de la crítica, apareció ni más ni menos que Fernando Castro, ídolo juvenil e inigualable maestro.    
Y, eso sí, entre intento e intento, confieso que algún texto bueno sí que hemos escrito... alguna buena jugada en el tablero de ajedrez duchampiano que es el arte contemporáneo sí que hemos realizado.
Quisiera dar las gracias a todos los que se han pasado por aquí (el contador pone 210764 personas aunque el internet miente más que habla). Pero sobre todo a quienes me han empujado, a veces un poquito, a veces un muchito: a Sara y Tiago de la ya fenecida Revista Claves de Arte, a Jorge Tarazona de arte10 (aunque espero seguir escribiendo allí), al antiguo Salonkritik que también pilló alguno de mis textos, a críticos como Miguel Ángel Hernández Navarro o Andrés Isaac Santana, a todos los galeristas que me han facilitado mi trabajo, sobre todo a Francesco Giaveri, José Robles y Raquel Ponce, Oliva Arauna, Juan Curto, Borja Díaz, Isabel y Victoria de Marta Cervera, a inolvidables profesores como José Otero y Carlos Tejeda, a la editorial Eutelequia, a Jesús Rubio de Ciudad Real y a muchos muchos artistas que me agradecieron lo escrito.
Seguiremos viendo arte y sobre todo escribiendo: tengo un libro ya casi acabado y por lo menos dos en mente (aunque ya sabemos todos que la mente funciona muy rápido…). Así que nada, no nos olvidemos nadie de nadie porque si soy publicado necesitaré lectores, y si no lo soy pues por lo menos seguro nos vemos en alguna exposición.

                Abrazos y gracias por el tiempo perdido.

miércoles, 25 de marzo de 2015

CABAÑAS PARA PENSAR: PENSAR, ESCRIBIR, LEER, CASARSE

Cabaña de Mahler
CABAÑAS PARA PENSAR
CÍRCULO BELLAS ARTES MADRID: 12/03/15-31/05/15

Las obras completas de Goethe, Kant y, como no, las partituras de toda la música de Bach. Eso era todo lo que tenía Mahler en la estantería de su “cabaña para pensar”. Eso y silencio. Mucho silencio. Un silencio que se condensaba en la imposibilidad de ser interrumpido.
Y la elección de esas lecturas no es en modo alguno circunstancial ni atiende a una estúpida erudición. Podría haber sido Schopenhauer y su mundo como representación, o Nietzsche con su voluntad creadora de poder y, quizá también mejor, Mozart o Beethoven. Pero las cosas son como son y Mahler se sabía, como Bach, epígono y síntesis de muchas cosas y, como subrayaban las tesis programáticas de Kant, genio capaz de dar forma y contenido a toda regla.
Pero si algo desesperadamente sabía Mahler era que, para ser con todas las de la ley un “yo” como síntesis creadora, como producción donde entendimiento e imaginación trabajasen sin límite bajo el auspicio de una absoluta libertad creadora, la obediencia debía de ser máxima. Eso que actualmente tanto cuesta entender, que no hay libertad sin obediencia, es lo que separa al melancólico geniecillo romántico de la rotundidad abismática del genio.
Obedecer al ser vocado, obedecer sin límite alguno. Y es que para que la libertad creadora dé los mejores frutos, no queda otra que claudicar en cualquier otra meta y finalidad y atreverse a esperar lo inimaginable. Lo fundamental es, en esto como en todo, el momento de la decisión: ahí donde no solo una colonia, sino el “yo” entero se la juega. .
Es en este sentido que, para que la obediencia sea máxima, para que el dejar toda una vida prendada de una vocación como la de acceder a que la libertad creadora habite en uno, no ha de interponerse nada ni nadie. Ha de vivirse en la intemporalidad de un tiempo infinito, de una espera infinita. Porque una cosa es retirarse para dárselas de importante, de sujeto a quien las ideas le bullen y encuentra paz y sosiego en un retiro esporádico, y otra bien diferente es quien únicamente obedece y acepta, sin condiciones, el envite.

Cabaña de Heidegger
Y es que esa es la angustia existencial del creador: ser interrumpido, ser molestado, no poder obedecer sin condiciones. La soledad no ha de ser solo buscada o deseada: ha de ser provocada, ha de ser la decisión que vertebre una vida entera en el sentido de que puede ser, a cada instante, voluntaria o involuntariamente, revocada. En definitiva, la cabaña para pensar es el límite, incluso paranoico en gran medida, de un sujeto que toma la decisión de enfrentarse a un poder creativo que le llama y al que no puede dejar de responder sí.
Pero, ¿por qué todos aquellos que tomaron la decisión pertenecen a una época bien precisa y concreta? Sin duda el delinear estas razones es lo más sugerente que nos depara esta exposición. ¿Por qué el genio romántico no tuvo necesidad de cabaña ni retiro alguno?, ¿por qué hoy en día ya solo el nominativo creador está de capa caída?
Sin duda que, no siendo la Modernidad otra cosa que un estado de ánimo, el pesimismo –pathos existencial de la propia Modernidad– tiene mucho que ver. Porque es justo en ese ínterin, el que va desde el saber que la pose tétrica del romanticismo no basta hasta el ser superado ya todo emplazamiento creador por un capitalismo desaforada, donde la decisión del apartarse del mundanal ruido tiene su sentido. En concreto, y excluyendo de la lista al más avezado Henry David Thoreau (1817-1862) y al último de los mohicanos, el cineasta Derek Jarman, (1942-1994), la fecha de nacimiento y muerte de aquellos que tomaron la decisión va de 1843 como fecha de nacimiento del compositor Edvard Grieg a 1976 como fecha de defunción del filósofo Martin Heidegger.

Cabaña de Shaw
Poco más de un siglo para darnos de bruces con lo que ya intuíamos: que a día de hoy no hay ya cabaña que nos salve, no solo porque la soledad sea solo un triunfo a manos de los herederos del Carmelo, sino porque pensar es ya una actividad fenecida y feneciente. Hoy lo que más nos mola es el trasunto ocioso de estas cabañas y que toman la forma de la bunkerización: hoy, el sueño pequeño burgués no es otro que el atrincherarse en casa, en esa cocina, barbacoa o simulacro de barra de bar y crear el espejismo que somos algo más que peleles en manos de los intereses ideológicos del capital. Una bunkerización que sin duda da el pego: yo también he tomado la decisión, yo también tengo mi reducto donde simular que me encuentro a mí mismo.
Pero, si hemos aludido al sentido, al tener sentido, bien podríamos referirnos a otra cuestión: se dieron las posibilidades para el abandonarse en una cabaña para pensar porque este “yo” creador no tiene ya necesidad de implicarse en el seno de ninguna comunidad. Es decir: ya no es necesario que el sujeto creador habite en el centro de una comunidad: el sentido, si bien emana del montante de sensibilidad que vertebra la comunidad, puede ser extrapolada a la intimidad subjetiva de un único “yo”.
El todo está ya en cualquier parte. El mundo, si bien como señala Wittgenstein es la totalidad de los hechos, puede ser circunscrito a una única mónada creadora: no hay fuera de texto, diría Derrida, porque cualquier otra nueva tirada de dados no es sino un ejercicio de traducción imposible. Cualquier mirada, desde cualquier punto, como en El Aleph de Borges, es capaz de verlo todo: no porque la visión sea absoluta sino porque todo está conectado, la “totalidad de los hechos” no es sino un conjunto exponencial de traducciones, de intentos de decir el origen, de escrituras que viene y van. Cada escritura, cada creación, lo dice todo, todo texto está conectado en esa red que forma el mundo.
Cualquiera puede no solo decir cualquier cosa sino, sobre todo, decirlo todo. Solo –de nuevo– hace falta atreverse a ello, atreverse a fracasar en tal descomunal ejercicio. Y, para atreverse a tal magna empresa, para atreverse con esa destinación que late  en el corazón de cada subjetividad, es necesario tiempo, un tiempo que como la propia misión sea infinito.
Cabaña de Dylan Thomas
Pero a esta exposición le faltan dos anexos. Uno: el lector. ¿No es el leer una actividad de semejante calado emancipatorio que el escribir? Leer es la actividad que une, separa, pega y corta los textos para crear una posibilidad novedosa, una narración como imagen de otro hecho, de otro mundo. Y, para ello, leer también necesita de una radical soledad. En este sentido, dicen que Kafka se encerraba en un sótano para leer durante horas dejando dicho que le dejasen la comida en la puerta para, así, caminar un poco pero no ver a nadie.
Y siempre, en el leer, más importante que lo que se está leyendo, es lo que sabemos nunca leeremos, esa cantidad ingente de textos que nunca serán leídos pero que, como huella invisible, están ahí, en la construcción de mundo que leamos.
Y, segundo anexo: el casado, o la casada. Porque, ¿no va de esto todo este intento de recluirse para escribir o leer?, ¿no es el casarse la decisión última que hay que tomar?, ¿no era eso lo que Virginia Wolf pedía, una habitación propia para no ser interrumpida? Casarse es saber que la interrupción, de forma radical, puede suceder en cualquier momento. Eso fue, sin duda, lo que le hizo a Kafka replantearse su relación con Felice Bauer. Derrida en su libro Dar (el) tiempo lo dice de manera esplendorosa: “Escribir o casarse, esa es la alternativa, pero asimismo escribir para no volverse loco al casarse. A menos que uno se case para no volverse loco al escribir”.
Total y resumiendo: aunque la exposición, magnífica en todos sus aspectos, se centre en esos refugios donde grandes creadores se recluyeron para llevar a cabo sus obras, el asunto no es otro que el de la decisión: qué decisión tomar, cuál es la decisión llamada a descubrir nuestra vocación creadora, bajo qué condiciones podemos hoy en día decidir… decidir si pensar, escribir, leer, casarse, …

lunes, 23 de marzo de 2015

JOSÉ DÁVILA: POÉTICA, DISFUNCIONALIDAD Y MONUMENTO



JOSE DÁVILA: ACTOS TECTÓNICOS DE DUDA Y DESEO
GALERÍA TRAVESÍA 4: 27/02/15-30/04/15
(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=456)

Recién galardonado en la última edición de ARCO con el Premio Hoteles NH Collection, y para celebrar los diez años de trabajo de la galería Travesía 4 con el artista mexicano José Dávila (Guadalajara, 1974), se expone en estos días lo último de su producción. Arquitecto de formación, el interés de Dávila es situarse en la red de antagonismos que vertebran la historia reciente del arte para proponer una lectura alternativa. Así, entre la arquitectura y la escultura, entre lo que fueron los sueños utópico del constructivismo y su confianza en la máquina, entre las diferentes corrientes ajenas a su contexto (minimalismo) y el participar del legado del neo-concretismo, Dávila desarrolla una lectura donde más que los éxitos lo que se canta son los fracasos del pasado. Y es que solo desde ahí, desde la certeza absoluta de que cada logro esconde su propia violencia, puede ser repensada la labor estética.

       Al principio de su libro “Esto no es música”, José Luis Pardo alude a Simon Rodia, inmigrante italiano que empleó treinta y tres años en construir nueve torres cerca de Los Ángeles a las que puso el nombre de Nuestro Pueblo. Las torres, de las que destacan tres de ellas, están hechas de “una ingente masa de acero, cemento, baldosas de cerámica, cascotes, conchas marinas, cristales rotos y la más variada gama de materiales de hecho y de desecho” que fue acumulando.
      Si traemos esta cita a colación es porque el conjunto de esculturas, junto con lo sintomático de su nombre, son el anverso perfecto de ese constructivismo que tan atareado tuvo a buena parte de las vanguardias a principios de siglo XX. Si las esculturas y/o arquitecturas constructivistas señalan la utopía de un mundo emancipado moviendo para ello grandes dosis de conceptualización, grandiosidad y novedad, Rodia, habiendo sufrido en sus carnes la realidad de un mundo para el que nunca dejará de ser un inmigrante (un nadie), sabe que la verdad está en otra parte: que la libertad no es más que un fantasma y que toda intento de apresarla en discursos estético-políticos solo recalca el fracaso de su propio intento.


        Y esto precisamente, lo mismo de que hizo Rodia a su manera, es lo que vertebra el trabajo de José Dávila: monumentalizar los resquicios por los que el sueño dorado se fracturó en pedazos. Si el primero se pasó media vida acumulando desechos para enarbolar la bandera de los que no son nadie, de los que no pueden referir su esperanza a ninguno de esos monumentos con que las grandes ideas políticas y estéticas ponían nombre –incluso fecha y hora– a la emancipación, el segundo erige otras esculturas para, esta vez, reinterpretar las motivaciones, y sobre todo las conclusiones, del primer modernismos y así comprender mejor quienes somos.
José Dávila se sitúa en el centro de los antagonismos para desplegar una obra que cabe comprender de acertada reinterpretación. Sus monumentos condensan varias tradiciones: no solo remiten a las primeras vanguardias y su carácter constructivista, sino que Minimalismo y Povera, conjugado con el neo-concretismo y la arquitectura emocional de Lygia Clark, son sin duda pilares de su estrategia.
Como punto axial, y ahí donde su formación como arquitecto sale a la palestra, es aquel que vertebra nuestra modernidad: la paradoja de que los intentos de utopía social llevados a cabo por las vanguardias depositasen en la máquina (fuerza de producción hipereficiente) todos sus anhelos y deseos. Es esta extraña afinidad, de la que el arte fue más que cómplice, la que Dávila rastrea y representa de varias maneras.
Entre ellas, la tensión y el equilibrio resultan catalizadores de primer orden. Tensión que remite a un equilibrio inestable que, a su vez, atraviesa la materialidad corpórea de la obra para referirse a la propia historia del arte. Y es que esta historia, la del arte, si pivota sobre algún núcleo, éste sería, sin duda, el de la interrelación de antagonismos que van diseminando una red de paradojas, un conjunto de contradicciones sobre la que la propia historia del arte es tejida y destejida.


Si la arquitectura se alió con los deseos utópicos de emancipación, es su propia materialidad, el efecto de gravedad, lo que en las piezas de Dávila hacen las veces de tensores socio-políticos inmunes a todo cambio. El deseo vuela pero toda forma de ponerlo en claro cae, nunca mejor dicho, por su propio peso.
En este sentido, lo que parece vertebrar el trabajo de Dávila es el hecho de que la única representación megalómana hoy en día posible es la que remite a un extraño equilibrio por el cual el punto de máxima optimización es ahí donde parece que la catástrofe es inminente. De hecho, muchos teóricos afirman que vivimos en la sociedad del riesgo: ahí donde la relación entre probabilidad y consecuencias son totalmente desproporcionales. Es decir, una probabilidad casi nula para unas consecuencias devastadoras.
Sus piezas por lo tanto pueden comprenderse más que como esculturas como monumentos: la monumentalización de una espera, de un ya-sido que ha de apuntar al futuro. Por muchos que hayan sido los desafueros, por muchas que hayan sido las decepciones, habrá que seguir acogiendo la posibilidad de que, de una vez por todas, ocurra lo imposible. Monumento, por tanto, a una desespera que, aun con todo, debe acoger una esperanza. Así, aunque a punto de la eclosión, sus piezas son profecías abiertas a la posibilidad de que, de una vez por todas, y aunque sea de forma mínima, ocurra lo imposible. Sus piezas, en definitiva, están hechas como nuestros sueños: de noble material de desecho, de los restos del embalaje que pudimos salvar del naufragio.
En esta indecisa decisión por la que no sabemos si las obras señalan a la catástrofe futura o si, optimistamente, apuestan por, aun en extremis, salvar los muebles, lo que está claro es que la destrucción no es sino un momento más en el proceso de construcción. La larga sombra de Matta-Clark y el deseo de usar la arquitectura como modelo para cortar puede percibirse sin ninguna ambigüedad.
Y es que toda arquitectura, en el sentido de crear nuevos emplazamientos para la monumentalización, solo pueden pasar ya por el cortar, pulverizar, romper, etc. Igual que Rimbaud trazó su alquimia del verbo, la arquitectura ha de apostar por otra alquimia como motor del desajuste, otra alquimia donde los materiales, una vez perdida su funcionalidad, quedan como ejercicios poéticos de monumentalización.


Esta idea de corte como estrategia de crear la duda ahí donde la historia parecía cerrada –de alimentar el deseo ahí donde todo parecía gastado por la tropelía de la razón moderna– remite a otra de las estrategias preferidas del artista mexicano: la intervención en libros de historia del arte para, de la misma manera que en sus “monumentos” –y más allá del gesto de invitar al espectador a rellenar los huecos–, crear con los cortes y recortes una distorsión en la linealidad con la que creemos opera la historia del arte. Entre la memoria colectiva y la historia como producción hay una serie de imposiciones, de visibilidades, de nombres dados, que conforman una idea de la historia del arte pero que, como mucho, puede ser tan cierta como cualquier otra posible concatenación de narraciones. En este caso la “víctima” es el libro La infancia del arte de H.G. Spearing, publicado en 1913 y cuyo tema es el progreso, tema de moda en aquellos primeros años del siglo XX.
En definitiva, la obra de José Dávila, sus monumentos escultóricos, sus arquitecturas del riesgo, sus intervenciones en la historia del arte, aglutinan toda una serie de antagonismos que, como en el caso de Rodia, son liberados para dejar a la duda y al deseo (cómo señala el título de la exposición) avanzar sin límites.

lunes, 16 de marzo de 2015

EL BARCO DE TESEO: ERGONOMÍAS DEL YO O PIEZAS PARA UN MISMO BARCO

María Platero, Los múltiples
EL BARCO DE TESEO
SALA AMADÍS: 05/03/15-01/05/15

Desde que la impronta cartesiana se hiciese notar, la verdad es que el “yo” ha pasado a ser desde lugar para la emancipación colectiva hasta campo de batalla donde los poderes tectónicos del capital tienen campo abonado para ejercer su hegemonía.
Pero, como acontecimiento en el núcleo de semejante antagonismo, ese “yo”, instancia donde el saber despliega su propio poder, no es sino el espejismo desde donde la identidad ejerce su dominio. Y es que la brecha es sellada solo aparentemente: ese “yo”, capado en su vis relacional, solo puede comprenderse como imagen en el espejo que más nos guste. Así, o racionalismo o idealismo, ambas son lógicas regulativas que simulan sellar la brecha, entre el yo teórico y el práctico, entre el en sí y el para sí.
Ya sea como pantalla, dispositivo o tecnología, el “yo” es siempre una inscripción espectral llamada a llenar el vacío, a escapar al solipsismo como destino más que probable, a realizar el salto imposible de concebir entre el saber y lo sabido, la teoría y la práctica, el significado y el significante. En definitiva, si hay un concepto operacional desde donde cierta ideología ha encontrado semillero de adoctrinamiento, ese es el “yo”: un “yo” como máquina escópica, como núcleo de un ocular-centrismo que deglute parcelas de realidad a través de una mirada que, en su traer a la presencia, construye realidades bien precisas y calculadas.
De esta manera, se comprende que el arte contemporáneo, ocupado y preocupado en las cosas de la política, tenga con semejante concepto campo abonado donde trabajar a sus anchas. El “yo”, como pantalla ideológica donde el sujeto se reconoce como sí mismo, como lugar propio de las lógicas de poder implícitas en el reparto de sensibilidades con el que opera la ideología de turno, se descubre como material estético de primer orden.

Solimán López, Identidad
Nerea Ubieto, comisaria de la exposición, se hace eco de la paradoja de Teseo para dar cuenta de este “yo” que es solo un conglomerado cuasi artesanal, una adición de estrategias llamadas a silenciar el síntoma, ese tic que, sospechamos, señala que nada es como parece. Porque, y en definitiva, ¿dónde el “yo”?, ¿qué es?, ¿cuánto de profundo hurgar hasta toparnos, en caso de que lo hubiere, con el origen?, ¿no será acaso una latencia, una vis, uno voluntad de existencia y de extasiarse?
Y la paradoja es sumamente acertada. Porque lo mismo que del barco, en el remplazar piezas a lo largo de los siglos, bien puede decirse que aunque esté ahí presente, nada queda de él, ¿qué queda de nuestro “yo” si todo son ya remiendos ideológicos, suma de tecnologías con las que ampliar nuestro dominio?, ¿no será que, como en el barco, ahora que cada vez con mayor seguridad acentuamos nuestra radical individualidad en un “yo” que es pura diferencia, no es cuando menos queda de nosotros?,
Porque, ¿hasta qué punto no somos sino respuestas a una pegunta ideológica que, cual superyó, nos obliga a tomar como nuestras ciertas pautas, ciertos comportamientos, ciertas personalidades? O, por el contrario, ¿tenemos la posibilidad de metamorfosear nuestra identidad de modo que seamos instancias de oposición y resistencia?
Olalla Gómez, Segundo ciclo
De estas premisas, como digo muy bien tejidas, la exposición se despliega según tres direcciones temáticas: piezas de un mismo barco, el barco original y construyendo un nuevo barco. La primera remite a las capas, huellas, recuerdos etc, que nos van conformando; la segunda a las conductas que separan la persona del personaje, aquellos adiciones llamadas a adecuarnos a la norma imperante; la tercera a la necesidad de crear nuevas identidades, a la facilidad cibernética que tenemos para ello, para crearnos un identidad acorde a las circunstancias.
De estos tres viajes iniciáticos, el que sin duda más nos ha interesado es el tercero. Porque, si hemos referido el “yo” como campo de batalla, ¿qué identidades, qué modos de producción son ejercicios disruptivos y cuales otros no son sino rémoras que, con toda la inocencia del mundo, simulan una reelaboración para, ni más ni menos, acertar en aquello que el poder desea? Porque, por muy camaleónicos que nos volvamos, lo cierto es que, mejorando el microrelato de Monterrosa, el capital ya estaba ahí.
Es decir: teniendo claro que el que nuestra identidad fluya a tanta velocidad como el capital no tiene que ser algo bueno por sí mismo, ¿qué fluídicas, qué estrategias convienen para hacer del “yo” un emplazamiento de resistencia?
Rancière, por citar uno de los teóricos que en la última década más ha reflexionado sobre esta dificultad, remite a la identidad imposible como lugar donde la subjetividad es capaz de sortear el poder ideológico. Esta identidad toma forma según tres determinaciones de la alteridad: en primer lugar, nunca es la simple afirmación de una identidad sino más bien la negación de una identidad impuesta por el otro; en segundo lugar, es una demostración y, como tal, siempre supone otro a la que dirigirse; y en tercer lugar, la lógica de la subjetivización siempre admite una identificación imposible, una identificación que no puede encarnarse en aquellos o aquellas que la enuncian.

Javier Chozas, Autoretrato
Si, por ejemplo, Pachi Santiago (Copying Claudia) en un divertidísimo vídeo que aúna lo cómico con lo irónico –¿hay forma de segirle los pasos a esa Claudia tan irreal como deseada?– y Dalila Virgolini (Mis fotos de perfil) señalan a los dispositivos mediáticos como lugares de construcción de la identidad, piezas más críticas como las de Javier Chozas (Autorretrato) y la de Olalla Gómez (Segundo ciclo) apuntan que la reconstrucción disensual –la identidad imposible– no es tan sencilla como un simple mutar las apariencias.
Javier Chozas propone lo que quizá sea la mejor pieza de la exposición: un “lienzo” abstracto donde cada cuadrado es la inscripción de un tweet enviado en tiempo real con la palabra “yo”, “mi”, “mío” o “conmigo”. La obra se comprende como un rastreador libidinal que da forma a cada uno de los yoes que forma el cibermundo, nuestra comunidad global. Verdadero mapeo de nuestra realidad panconsensuada, los impulsos que aparecen y desaparecen en el “lienzo” quizá testimonien de nuestra tétrica realidad: solo somos alguien en cuanto respondemos afirmativamente a una ideología que nos invita a pulsar el interruptor, a sabernos como mónadas alumbradas solo en cuanto que ejercemos la violencia de un “yo” que se autoconoce como identidad.
¿No es el resultado, cambiante y fluídico, del “lienzo” el rastro fugaz de la red de impulsos que el Gran Otro nos ofrece como momentánea satisfacción?, ¿no es cada cuadrado la pleitesía con que nos rendimos a esa Ideología que nos ofrece –aunque como simulación perfecta- lo que más deseamos, el conocernos a nosotros mismos? La obra se concibe como un gran oráculo de Delfos donde el “conócete a ti mismo” adquiere, quizá por primera vez en la historia, una respuesta tan verdadera como espectral: somos el obediente fogonazo con que damos satisfacción al Otro, somos la identidad con la que el Otro se alimenta.
Juan Zamora, Shadow hands (a bird)
Si el arte contemporáneo en general, y esta exposición en particular, tienen en el reino del “yo” un campo de reflexión inmenso es porque el arte es capaz de abrir la brecha entre el yo que creemos ser y el que somos, insertarse dentro y echar una ojeada tanto en una como en otra dirección. Así, lo que logra ver el arte, lo que se logra ver en el conjunto de esta exposición, es como los tiempos no están sincronizados, como nuestras creencias son aparentes, mediadas por una distancia donde la memoria, la proyección, los deseos, las imágenes que nos han golpeado, nos juegan una mala pasada haciéndonos creer que somos identidades.
En este sentido, la pequeñísima pieza de Juan Zamora se resuelve, como siempre en su obra, como sintomática: es ese ínterin, ese lapso que media entre el yo real estático y el yo aparente que se desplaza, donde el sujeto tiene que hacer lo posible –y, sobre todo, lo imposible– por hacer emerger una conciencia, un sustrato, un algo al que agarrarse.
Pero por mucho que lo intentemos, por mucho que sustituyamos unas piezas por otras, nunca hay cierre: nunca hay destino alguno, nunca hay lugar al que llegar, nunca hay yo…. 

lunes, 9 de marzo de 2015

GENERACIONES’15: DE LO CONOCIDO Y LO DESCONOCIDO, DE LO BUENO Y DE LO MALO

Cristina Garrido
GENERACIONES’15
LA CASA ENCENDIDA: 13/02/14-05/04/15

Como cada año por estas fechas La Casa Encendida de Madrid nos muestra los 10 trabajos seleccionados como ganadores del Proyecto Generaciones convocado por la Fundación Caja Madrid (creo que ahora llamada Montemadrid).
Lo más reseñable, al menos en un primer momento, es lo poco pertinente que resulta las salas escogidas para tal exhibición. Si ya el año anterior el diseño expositivo de la muestra nos dejó un pelín tocados, en esta ocasión –y quizá sobre todo por esa reiteración– la cosa no nos gustó nada de nada. Ese dejar a uno fuera, a otro en el intermedio, arrejuntar en un sitio para desplazar en el otro, no nos convenció nada de nada.
En la página web, incluso, se refieren a que detrás de todo el montaje hay una motivación temática pero creemos que, como muchas otras cosas que suceden en este mundo, es simplemente una broma pesada. Y es que parece ser que a falta de un hilo argumental, por otra parte algo normal ya que se trata de obras que no tienen nada en común unas con otras, han tirado de eso tan indecidible del caminar al azar como leitmotiv de la exhibición. Esa da, como poco, para citar al dios omnipotente de todo comisariado que se precie: Walter Benjamin.
En todo caso puedo estar confundido: no me duelen prendas en reconocer que no soy muy ducho en la cosa comisarial. Es más: me interesa lo justito y solo porque para estar más o menos informado de las motivaciones con que se rige la cosa artística es más necesario que el respirar. El comisariado es sin duda el pequeño y oscuro objeto del deseo de la cosa artística, el ámbito predilecto donde los palabros más en boga para nuestra pseudo cultura encuentra su justo acomodo.

Nadia y Laila Hotait
Dejando estos dislates a un lado, las obras seleccionadas son todo lo que pueden llegar a ser aunque ni de lejos son lo mejor de algunos de los artistas que ya conocemos. Solo se salva de la hipotética quema la figura majestuosa  de Cristina Garrido que presenta una obra de la que estamos íntimamente enamorados.
La pieza se titula, sin ninguna inocencia, #JWIITMTESDSA? (Just what it is that make today’s exhibitions so different, so appealing?) y traza un perfecto retrato robot de la situación de la cosa estética: la repetición exhaustiva de unos mismos patrones estilísticos y normativos, unidos a una experiencia estética reconvertida en imagen, deja al arte –su capacidad de vivencia e incidencia social- bajo mínimos. Su instalación recoge, de forma irónica y hasta burlesca, todos y cada uno de los tics de los que adolece un arte imbuido por el todopoderoso reino del comisariado y que, sin duda, hacen al arte tal atractivo y sexy.
Las obras presentadas por Pep Vidal (Louis21), Oriol Vilanova (Parra & Romero), Daniel Jacoby (Maisterravalbuena), Fermín Jiménez Landa (Bacelos) y Karlos Gil (actualmente presente en García Galería), aun con su indubitable potencial, se nos antojan de menor calado que las que han ido presentado en las galerías citadas entre paréntesis y que hemos tenido el lujo y privilegio de ir paladeando en estos últimos años –e incluso escribir de algunas  de ellas en este blog.
Cierto es que una obra por si sola difícilmente puede plantarle cara a una exposición trabada y ejecutada con maestría –e incluso que como la de Pep Vidal es el germen de otros devaneos estético (dice que va a ir al polo en busca de ese polo magnético inencontrable)– pero no por eso deja de ser reseñable este hecho.

Pep Vidal
            De los artistas que para nosotros eran desconocidos Elena Aitzkoa,  Karlos Martinez. B, Nadia y Laila Hotait, Lucía Simón nos apetece señalar el trabajo de las dos últimas. Las hermanas Hotait hacen un ejercicio de memoria colectiva (en este caso paterno-filial) para recrear lo que fue el asalto del 18 de octubre de 1973 al Banco de América en Beirut por un grupo de cinco hombres del Movimiento Socialista Revolucionario Libanés. El acontecimiento se comprende como detonante definitivo para que dos años después se diese inicio a la guerra civil libanesa
La trama no sigue ninguna lógica lineal y causal sino que remite antes que nada a esa memoria fraternal de lo que fue un último gesto antes de la barbarie. Al final de la obra, asaltantes y rehenes terminan bailando juntos un dabke (danza popular característica de Líbano) en un gesto romántico pero que, en el proceso de investigación llevado a cabo por las artistas, se constata como bastante probable.
Por su parte Lucía Simón ejecuta con magistral solvencia una pieza de alto contenido conceptual donde sencillez y profundidad se conjugan para ofrecernos una gran obra. Son cuarenta y dos libretos que en vez de notas musicales están rellenos con las series numéricas de los primeros siete números primos y donde, ahí donde tocase ser escrito un número primo, se deja el espacio en blanco.

Lucía Simón
Con esto la artista remite al proceso de generación del pensamiento y a la interrelación entre disciplinas: en todo pensamiento hay siempre una génesis, un detonante que quizá poco tenga de racional y que, aun menos, es susceptible de ser fielmente representado por esta racionalidad nuestra tan opaca y miope. Llegar ahí, tocar lo intangible de lo irrepresentable es lo que logra Lucía Simón con tan escasos medios.
En definitiva, una muestra que es lo que es, de la que hay que resaltar los fogonazos de descubrimiento hallados en sus salas y criticar más, sin duda, la forma que el contenido.