lunes, 23 de febrero de 2015

THE BASEMENT TAPES: BOB DYLAN REVELADO


El misterio, aunque conocido por todos, ha terminado por revelarse. Igual que Jesucristo es el único fundador de religiones que primero fundó la religión y después se marchó al desierto, Dylan hizo lo propio con la música. Primero la dio plenitud y, después, se retiró a ser tentado, a rumiar en silencio un descubrimiento que cambió para siempre la historia de la música popular.
Primero se reveló como el mesías y después, cuando hubo dado cuenta de a qué nos teníamos que convertir, se escondió, cuarenta días y cuarenta noches, en un desierto muy especial y muy concreto: Big Pink.
Allí, sin focos ni cámaras, sin necesidad alguna de cubrir expectativas, dio alas a su libertad. Una libertad que supera con mucho la pose pseudo adolescente del “hacer lo que le dio la gana”. Porque de ninguna manera fue así. Fue, si cabe, todo lo contrario: fue, una vez dicho todo lo que tenía que decir –¿cabe decir algo más que todo lo dicho en Blonde on Blonde?–, obedecer al mandato de la tradición, ese mandato que dicta que “lo que no es tradición es plagio”. Tuvo que hacerlo para descubrir todo el poso revelado, toda la profundidad de un mensaje que caló hasta los huesos. Tuvo que hacerlo para, en definitiva, conocerse y verse reflejado en su obra.
Tuvo que hacerlo porque, además, nadie le escuchaba, nadie le comprendía: de tanto ya dorarle la píldora, el mensaje dylaniano se estaba quedando hueco. Las rueda de prensa en la gira del 66 dan fe de esta involución que han sufrido todos los enviados: de tanto oírle, de tanta genta a la que llega y que le escucha, su mensaje era confundido o malinterpretado.


Tuvo que hacerlo para, en definitiva, hablarnos de otra manera: dejar que los otros hablasen por él. Peter, Paul and Mary, Manfred Mann, The Byrds, incluso The Band…. ¿de dónde provenía todo ese material firmado por el oculto Dylan, por un hombre que se le creía incluso muerto?  
 La tradición, decimos, obedecer la tradición. El folk, el blues, el country, el hilbilly, el bluegrass, … esa es la tradición de la música. Y si: son los Estados Unidos de Norteamérica. Todo lo que quede fuera de esa línea vertical que va de Texas a Detroit pasando por Lousiana, Mississippi, Memphis y Chicago nada tiene que ver con esta historia. 
                En una rueda de prensa de aquel mistérico 66 está la clave. Fue, creo, en París. Un periodista señala que los últimos discos no son tan buenos como los primeros. Dylan, anfetamínico perdido, pregunta quien ha dicho eso. Y, una vez descubierto el personaje. Dylan no se esconde: “pregúntale si es americano”. Ahí está la clave de toda su música. Y, sobre todo, la clave de la música de los siguientes tres años. La clave para entender el silencio de más de tres años, para entender discos como el John Wesley Harding, Nashville Skyline y, sobre todo, esa joya de la música llamada Selfportrait.
Y es que una cosa es que el público te señale como la voz de una generación y otra, bien distinta, ser un cantante a la altura de lo que los tiempos demandan. Y saber si sí o si no, si uno es una marioneta en manos del marketing o si es de veras el elegido, solo la puede dar el medirse con la tradición, con la fuente, con el origen. Porque la cuestión no es llegar a saber que la respuesta está en el viento, sino entablar con el pasado el diálogo necesario como para hacerse, continuamente, la pregunta.


En el núcleo, una paradoja: si Dylan se hizo famoso dando una respuesta, lo cierto es que lo suyo no es sino plantear una pregunta de todas las formas imaginables, una pregunta para la que, desde luego, no hay respuesta. Porque ser artista es eso: ser capaz de repetir una pregunta sin quedarse inamovible en cualquiera de las respuestas. Ser artista es reelaborar continuamente una pregunta que, por otra parte, ya está hecha desde el principio.
La pregunta que se hacían los esclavos negros recogiendo algodón día y noche, la pregunta que se hacían los vaqueros guiando ganado un mes detrás de otro, la pregunta que se hacían los habitantes de una américa profunda que no contaba para nada ni para nadie, … él simplemente la recoge para darle una nueva profundidad, para permitir que una nueva generación –desilusionada como todas– se uniese a la pregunta.
Pero en esa época, año 67 y siguientes, muchos creían tener no ya la pregunta sino la respuesta, pues, incluso, el propio Dylan se la había dado. Los Beatles tenían su respuesta –solo Harrison intuyó donde habita la verdad y estuvo en Big Pink varias semanas–, los Rolling Stones la suya. Todos y cada uno de los que fueron a Woodstock se unieron para dar una respuesta. Era una nueva época y había que estar juntos. Era, como decían los Who, “nuestra generación”.
Si Dylan no fue a Woodstock es, precisamente, por esto: para no ser malinterpretado de nuevo, para que su voz no se sumase a la de aquellos que estaban ahí simplemente para unirse al coro que grita al unísono una misma respuesta que, por no ser personal, por no nacer de una vida que ama la belleza de lo que hace, solo puede ser un grito de furia, quizá necesario, pero atrofiado desde el principio.


Dylan, en las sesiones del sótano de aquel verano del 67, hizo una labor de apostolado que llega hasta nuestros días para quien quiera oírle. El propio Robbie Robertson ha señalado que Bob, sobre todo al inicio de las sesiones, les estaba educando, enseñando a amar ese material que venía de esa encrucijada de caminos donde blues, folk y country serpentean creando un espectro músico-social casi inabarcable. Pero, ¿no es la carrera entera del bardo un intento de educar, de mostrar al ciudadano norteamericano la rica tradición que les une y vertebra? Sus programas de radio rescatando clásicos tradicionales del olvido, su último disco de versiones, no son sino guindas a un pastel que estará ahí durante un tiempo inmemorial.
Curioso que cuando ya las sesiones tocasen a su fin Woody Guthrie muriese; y curioso que la primera aparición post-mortem dylaniana fuese con ocasión de un concierto en su memoria. El hijo alabando al padre, guardando su memoria; el hijo dando cumplimiento a la revelación del padre y ampliando su sentido, el hijo haciéndose de nuevo presente como memorial del padre. Y, como al Hijo, la gente no lo comprendió; y, también como al Hijo, a Dylan ahora se le sigue casi en silencio, como pidiendo perdón por acoger semejante escándalo: el de un tipo que no sabe ni cantar ni tocar ni bailar, ni es guapo ni simpático, pero que, se cree –creemos–, tiene la verdad de su parte.

En definitiva, si a algún lugar habría que peregrinar para descubrir la verdad de la música moderna sería ahí, a Big Pink, West Saugerties, Nueva York, Estados Unidos de América. Y si algún disco tendría que ser oído para rescatar de la ignominia presente a una música que ha trascendido el espacio vital del Medio Oeste ese es sin duda The Basement Tapes. Oírlas, una y otra vez, es estar lo más cerca posible del misterio revelado. 

2 comentarios:

  1. Ha sido un verdadero placer leer esto. Una revisión (para mí) más fresca y diferente de las Basement Tapes, que se sale del típico/tópico "Bob Dylan y The Band se juntaron en una casa y..." que tanto ha pululado desde la publicación de las cintas en octubre del año pasado

    Me quedo por aquí a leer más cosas, con permiso

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias amigo!! Para eso lo hemos escrito...desde las vísceras. Hay un par de textos más sobre Dylan, lo demás de este blog (a parte de un par de películas) va sobre el pestilente arte contemporáneo.

    ResponderEliminar