miércoles, 6 de agosto de 2014

CUANDO HACES POP NO HAY STOP O EL CRIMEN PERFECTO DEL ARTE


MITOS DEL POP
MUSEO THYSSEN: 10/06/2014-14/09/2014

(artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=446)

Para la calor veraniega, el Museo Thyssen propone revisitar los mitos del pop. Con Warhol a la cabeza, la muestra reúne 103 obras para repasar este movimiento artístico pionero en eso de comprender la imagen dentro de los procesos capitalistas de producción y distribución. Para no caer en duda alguna la muestra se erige desde el título de ‘Mitos del pop’. Y nos preguntamos: ¿cómo, desde tales premisas, desmitologizar el pop?, ¿se puede desmitoligizar al pop, un movimiento que, per se, incide en la mitología de la imagen y del propio arte? La pregunta no es vana; de la respuesta que demos dependerá que encontremos al fin el cadáver del arte o que sigamos buscamos.

Igual que toda carta llega a su destino –sobre todo la que no se envía–, el crimen perfecto solo puede ser el que no tiene víctima o, en su defecto, el que da el cambiazo y nos muestra siempre la víctima equivocada. Esto, que parecería una perogrullada de tomo y lomo, es el quid de la cuestión: porque la perversión maquínica de los regímenes de producción capitalista tienen –siempre han tenido– la facilidad para hacer de la necesidad virtud y marearnos como a un pato con sus juegos espectrales. En este sentido, ¿quién mató a quién?, ¿dónde está la víctima?, ¿no es este, el hipotético asesinato y muerte del arte, el crimen perfecto por antonomasia? Y es que solo hay, en todo este tinglado, una certeza: del cadáver se sigue sin tener constancia.
Claro que darse cuenta de estas cosas y concretarlas en una exposición acerca del más predilecto de sus verdugos (el pop) es ya pedir demasiado a un Thyssen que va a lo suyo (y hace bien): dar a cada uno el cadáver que ha venido a ver y dejar disfrutar de la contemplación. Porque, una vez uno termina de ver la exposición, lo único que resta es el mito glamuroso de un crimen respecto al cual, y a pesar de que toda pista se disuelve como aire, cada cual goza lo mejor que puede.   


            Quizá es que la fascinación mitocondriaca de un arte que oculta lo que pudiera molestar en la hipervisión fetichizadora que el mainstream aconseja impida ver el paisaje en su totalidad; quizá también que el turista sediento que se ha pateado a punto de la insolación el “triángulo del arte” madrileño esté para pocas sospechas y lo suyo vaya más por la descongestión y a otra cosa mariposa. O, quizá también puede ser, que el propio arte esconde sus exequias y se ofrece como exvoto para su contemplación mientras, como decimos, el cadáver amortajado del arte está siempre en otra parte. Es decir: puede que no haya manera de meterle mano a un arte que se ha ofrecido en sacrificio para mutar sus propuestas, para virar en redondo y, en la época de su acabamiento postfordista, mitologizarse él mismo a la espera de tiempos mejores.
Y es que quisiéramos ver el hachazo que el pop propició al arte pero solo tenemos acceso a su efecto mitologizante, a la fetichización autoimpuesta para que no se vea el descalabro. Así, el pop asesta el golpe definitivo para que las tesis benjaminianas del arte en la época de su reproductibilidad técnica tengan su efecto, pero, contrapartida de esa mitologización de la propia razón instrumental, las preguntas fundamentales quedan sin respuesta: ¿qué significa eso de la ecualización alta y baja cultura?, ¿es algo más que un camelo travestido de rebeldía?, ¿dónde reposa el cadáver del arte? 
Como decimos, la única solución al enigma es la más sencilla pero, al mismo tiempo, la que el propio ejercicio mitologizante de la razón oculta: que no hubo, a ciencia cierta, ningún crimen, que el arte sigue impertérrito contemplándose en la suplantación de ciertas prácticas y la impropia fetichización de una maquinaria libidinal para la que no hay fin. Es decir, el pop, la importancia radical de tal movimiento, es que da el golpe de gracia al arte pero con la intuición preclara que tal asesinato solo puede llevarse a cabo en el mismo terreno de las tectónicas capitalistas que lo estaban ya ahogando. Suplantando al asesino, el pop salvaguarda al arte simulando su asesinato. El efecto mitologizante va en la senda de provocar una simulación de gran profundidad capaz de dar cabida, incluso, al propio mito del arte.
Así entonces, el pop llevó a cabo el simulacro espectral con que las vanguardias no se atrevieron: el de la ecualización alta y baja cultura. Si las vanguardias apostaron por un trasvase del arte a la vida, el pop invirtió la ecuación para lograr una victoria por KO: llevar la vida al arte. Es decir, forzando la lógica del readymade, tanteando la incipiente estrategia de apropiacionismo, el pop conjugó la indecibilidad del arte para salirse por la tangente: el valor de una imagen ya no revierte en exterioridad alguna, ahora todo se resuelve en juegos de reproducción y distribución. La imagen es dispositivo transaccional y, como tal, vale la energía libidinal que sea capaz de catexizar de un solo golpe. El artista comprende que, en ese arte del trapero en que ha devenido su actividad, donde debe de buscar es ya en las imágenes consumidas por los medios de comunicación. El pop permite que el arte continúe en su fascinación mítica, que se adentre en las secretas puertas de la fascinación, del sortilegio chamánico de jugar con las imágenes hasta desnudarlas de su supuesto sustrato esencializante.  


Y es desde este punto de vista que toda relectura en clave de mito desmonta ya el andamiaje teórico desde el que el pop interfiere en las mecánicas distributivas y productivas de las imágenes. Ampliar los efectos de la razón hasta el límite de deglutir al propio pop como mito en sí mismo revierte en una ecualización ya indiferenciada de toda producción de imaginarios. El mito del pop es creer que, efectivamente, hay un cadáver, un crimen que hay que resolver. A ver si me explico: el “mito” del pop mitifica un asesinato para salvaguardar al arte; el mito del pop, por el contrario, reinserta la mecánica de producción de imágenes para continuar la mitologización del arte, para reconvertirlo en una deuda constante con la razón instrumental e ideológica de toda economía de la imagen.
La pregunta, entonces, para esta exposición es si –dado el cariz propio del pop– es posible desmitologizar su mito; quiero decir, ¿cómo pensar el mito del pop dentro de una comprensión del arte que no puede dejar de pensar el arte –en cuánto institución que depende del engranaje empresarial del arte– como mito?, ¿cómo conseguir que dentro de la institución-arte se deje de ver a Warhol dentro de un “warhol”?, ¿cómo revertir el goce absoluto de ver un mito y reconvertirlo en crítica a la mitologización del arte?, ¿cómo prevenir al espectador para insuflarle el valor necesario para seguir la pista a la muerte del arte en otra parte cuando, a decir verdad, pareciera estar ahí mismo? 


Es por ello, sin duda, que el pop marcó una época y la sigue marcando: nos dice aquello que no queremos ni oír. Nos dice que por muchas cosas que veamos, no podremos ver nunca el cadáver exquisito del arte. Éste está en otra parte, en cualquier otra parte, en cualquiera excepto ahí donde vayamos a buscarlo. 
Y es por ello, en definitiva, por lo que exposiciones como ésta están llamadas al más estrepitoso de los fracasos –en el sentido de repensar la profundidad de las estrategias poperas– pero que, sin duda, queremos volver a verla una y otra vez. Y es que, a fin de cuentas, quienes hemos devenido máquina escópica que goza el síntoma de ver lo mismo una y otra vez somos nosotros mismos. Total y resumiendo, que cuando haces pop no hay stop….

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