viernes, 4 de abril de 2014

SPLENDIDE HOTEL: DE ENTRE LOS VIVOS, DE ENTRE LOS MUERTOS



DOMINIQUE GONZÁLEZ-FOERSTER: SPLENDIDE HOTEL 
PALACIO DE CRISTAL: 13/03/14-31/08/14
(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=442)


“Y leer es entender, preguntar, saber, olvidar, borrar, desfigurar el rostro, repetir, -es decir, repetir la prosopopeya sin fin por la que los muertos pueden tener un rosto y una voz que cuenta la alegoría de su desaparición y nos permite apostrofarlos”
Paul de Man, Retórica del Romanticismo


Hasta finales de agosto, Dominique González-Foerster nos propone adentrarnos en un hotel muy especial, el Splendide Hotel. Allí, entre libros y mecedoras, entre turistas y espectadores, el Splendide Hotel se abre como una brecha en el tiempo, como un túnel hasta 1887, año en el que el propio Palacio de Cristal fue construido. Pero no es sólo una anécdota: ese mismo año, aún anclado en una época que ya delineaba los avances técnicos y de bienestar, tuvieron lugar otros acontecimientos importantes para el arte. De lo que se trataría, por tanto, es recuperar la esencia nunca perdida de una memoria que nunca puede ser silenciada. Dar una respuesta, inventarse una respuesta, adentrarse en el hotel…

La instalación de González-Foerster que ocupa hasta el último día de agosto el Palacio de Cristal está llena de espectros. Espectros invisibles pero que, pese a todo, están ahí. Y es que el espectro señala lo radicalmente otro repetible, la disyuntiva de un tiempo dislocado, nunca enteramente presente ni ausente, juego de ausencias y presencias donde se refuerza la experiencia de la muerte y el duelo. Espectro como aquel aparecer nunca presente del todo pero que permite la iterabilidad, la repetición; espectros que permiten, en definitiva, que la promesa de lo dicho (lo escrito y lo leído) continúe aleteando a la espera de un por venir, de una comunidad capaz de lo imposible: de adscribir a toda narración el sentido único del origen, del primer decir. Pero, ¿quién ve a estos espectros meciéndose tranquilamente en sus mecedoras, releyendo historias que, hoy como ayer, intentan trasmitir la promesa –siempre fracasada de decirlo todo?
Muy pocos, diría yo. Y es que el mundo se divide, inmisericordemente, en dos facciones: la de los que no entienden nada y la de aquellos que, pese a no entender nada, tratan de entender. Y si digo facciones es porque no se trata de dos grupúsculos, de dos maneras de ser o de comportarse: digo facciones porque es una temible y cruenta lucha. Incluso, en lo difuso de la frontera, en el quedar de tanto en cuanto incrustado cada uno de nosotros en ambos bandos, se trata de una lucha fratricida.
Claro que, siendo indiscernible una posición de la otra –pues se trata al fin y al cabo de no entender–, ¿dónde radica tal batalla? Justo ahí, en la nada que se ve, en la nada que se (in)distingue: en la conciencia clara de desesperanzados que esperan ocurra el milagro de lo imposible. ¿Cabe mayor diferencia? Y es que, en estos tiempos de desolación, ser conscientes de la nada que entendemos, del fracaso al que está llamado todo intento de mediación, es ya una victoria, pírrica si se quiere, pero es todo a lo que podemos aspirar.


En la obra One True Art. 16 respuestas a la pregunta qué es el arte de Manuel Saiz y que pudo verse –sus ocho horas completitas– en el MNCARS hasta principios de años, uno de los entrevistados, creo que Pierre Alferi aunque no recuerdo bien, basaba el empeño del arte consigo mismo en la necesidad inconsolable de mantener la tensión de espera respecto de algo que, a  todas luces, no volverá a suceder. Esperar, decía, suceda algo parecido al primer Romanticismo, al momento donde el arte reventó sus encorsetadas estructuras y tuvo los bemoles para proponerse como instancia redentora. Lo más seguro, continuaba el entrevistado, que no vuelva a haber un momento así, pero, mientras no tengamos la más radical de las certezas, hemos de seguir en nuestro empeño.
Lo curioso, el quid de toda cuestión estética, es que, mientras esperamos suceda lo imposible, vamos creando comunidad. Una comunidad de desasistidos, de exiliados, de idealistas descreídos: esa comunidad, precisamente, que trata de entender, que, aún –y sobre todo– en el fracaso, trata de entender.
Es en este sentido que la instalación de Dominique Gonzalez-Foerster trata de hacer evidente las condiciones de tal espera, las condiciones de tal comunidad. Trata de crear una falla temporal donde se evidencia que, por mucho que no seamos quienes un día nos soñaron y nos soñamos, algo habita aún en el interior, algo balbucea tratando de abrirse paso. Trata de, en definitiva, proponernos un encuentro con nuestros queridos espectros para mantener la pregunta en el aire.  


Su instalación bien puede interpretarse como el antagonismo de esa otra que en 2008 ocupó la Sala de Turbinas de la Tate (TH. 2058). Si en aquella ocasión la artista francesa puso en escena el sueño de un Londres apocalíptico, un Londres donde, después del Accidente, solo podríamos ocultarnos en un bunker con literas y libros, ahora nos propone el juego contrario: volver al pasado, justo ahí donde el sueño empezó a tomar forma, ahí donde los cambios comenzaron a acelerarse bajo la consigna de que un mundo nuevo mejor para todos estaba llamando a las puertas.
Así, un antes y un después, un before the flood y un after the fire, el sueño del progreso del instante anterior y la hecatombe de lo inmediato posterior. E, infiriendo una misma ascendencia, el libro; un libro para hacer evidente que todo parte de un mismo origen, de una misma narración que, incapaz de decirlo todo de una sola vez, necesita de la repetición, de la reiteración de su decir pero también de la puesta en circulación de otras narraciones que traten de decir ese resto indecible.
Así pues, todo es tan aparentemente falso como cada uno desee: no hay antes ni después, no hay ni siquiera origen alguno pues el origen no es sino el efecto de un sentido evanescente que, a medida que se trata de agarrar, delinea la trama oculta que desemboca en su antagonismo: en un Accidente que, como tal, tampoco ocurrirá nunca pero que es el efecto perverso –el reverso tenebroso– de ese origen mesiánico. Todo es, decimos, aparentemente falso salvo una cosa: la espera, la comunidad que espera y que, solo en dicha espera sin sentido, construye comunidad.
Ese es, ha sido y será, el sentido del arte desde que aconteció lo imposible: que el arte (allá en ese Romanticismo) tomó conciencia de su historicidad, trató de pensarse y, como efecto de sentido de tal pensarse, se supo como ya-sido, como cosa del pasado, pero de un pasado que, extrañamente, está siempre por venir. Y es en ese pasado que atraviese todo presente buscando más allá de él, en su futuro, dónde la comunidad se fragua en la monumentalización de un por-venir siempre en camino. Igual me salgo de madre, pero creo que González-Foerster es tremendamente hegeliana.
El arte, por tanto, como refugio de una comunidad que sabe que, aún sin entender, ha de prosperar en tal estado de espera. Una espera que solo puede vivenciarse como exilio, como frustración y fracaso constante, como desarraigo respecto de esa otra comunidad que construyen los que creen que no hay nada por lo que esperar, que toda narración nace y muere en sí misma y que, en definitiva, el arte es una palpable inutilidad.


Para llevar a cabo todo esto González-Foerster trasviste el Palacio de Cristal en un hotel muy especial: el Splendide Hotel. Tal disfraz, hemos de convenir, le sienta que ni al pelo. Y es que hay una misma ascendencia, una misma fecha, 1887, como inauguración del Palacio y como año epicentral desde donde se vierten varias ramificaciones que ya empiezan a atestiguar lo infranqueable para el arte: contraviniendo a Pascal y su célebre cita, el arte sabe que en ningún sitio como fuera de casa. Salir de casa, de la poltrona de bienestar que la razón instrumental nos tiene por anzuelo, para empezar a contar otras historias, para empezar a esperar otras cosas, si cabe incluso ese imposible.
Es en ese mismo año cuando, por ejemplo, Freud anota en el Hotel Bellevue las ideas que darán lugar al psicoanálisis, cuando nacen Duchamp y Le Corbusier, y la torre Eiffel es construida. Además, ese mismo año se inaugura el Splendide Hotel de Lugano, mientras que el hotel en Evian les Bains (Francia), donde veraneaba Proust con sus padres, recibía la misma denominación. Y, por último, un año antes, aparecen las Iluminaciones de Rimbaud donde, en el primer poema, el autor menciona la creación del Splendide Hôtel: “… Et le Splendide Hôtel fut bâti Dans le chaos de glaces et de Nuit du pôle” (“…y el Splendide Hotel fue construido en el caos de hielos y noche del polo”).
Quizá no sea causalidad que de los nombres citados (de los espectros que habitan aún en el hotel) haya dos maestros del escapismo: Duchamp y Rimbaud. Y es que habitar el hotel, salir de las seguridades paterno-filiales del hogar, quedar a la espera, suele ser la antesala para, al mismo tiempo, partir muy lejos, proponerse uno mismo como alteridad. Llegando al hotel, el viaje no ha hecho más que esperar. A este respecto, la enseñanza de Bartleby es que uno siempre preferiría no tener nada que decir, no tener nada que escribir: dejar la propia existencia suspendida, referida a una otredad que queda siempre a la espera. Sin duda que, por muchas ficciones que tejamos, no hay ninguna mejor que ese preferir no hacer nada.
Así pues, la conclusión final es que todo habitar el hotel es inventar una historia, inventarse una historia. Es una apelación a nuestro yo para que nos inventemos, para, como dice Vila-Matas en El mal de Montano, “practicar más que el género autobiográfico, el autoficticio”: más que inventar una historia, inventarnos un otro, un sí mismo como otro que pueda estar siempre a la espera de esa lectura que está siempre por llegar. Habitar el Splendide Hotel es una invención.


Y es que, en último término, de lo que se trata es de hacer aparecer el duelo en escena: si, como dice Celan “no hay nadie que testifique por el testigo”, habitar el hotel es llevar a cabo la ficción de este imposible: es proponernos nosotros mismos como instancia de apertura a un tiempo pretérito, es sabernos como ficciones venidas del pasado y en camino a un futuro inabarcable e inmemorial. Es, pese a lo insensato de tal propuesta, pese a saber que no hay manera de dar la voz al otro, pese a saber que es imposible recuperar un acontecimiento que nunca habrá estado presente, un acto de creación y recreación de una alteridad ficcionada capaz de al menos simular una respuesta. Es estar ahí donde ese otro no podrá nunca llegar, es ponerse en (el) lugar de, es servir de memorial.
Uno de los libros que González-Foerster propone es Austerlitz, de W. G. Sebald. Ahí, hablando de la impenetrabilidad de las fotografías que parecen surgidas del olvido, se puede leer el siguiente pasaje: “se tenía la impresión de que algo se movía dentro de ellas, de que se percibían pequeños suspiros de desesperación, gémissements de désespoir, dijo ella, dijo Austerlitz, como si las imágenes tuvieran su propia memoria y se acordaran de nosotros, de cómo fuimos antes nosotros, los supervivientes, y los que no están ya entre nosotros”. El arte, la literatura, habitar este fabuloso Splendide Hotel, es sabernos recuerdos de algo que aconteció en un tiempo inmemorial, es sabernos respuesta a la pregunta una vez lanzada, es mantener la memoria como duelo incesante de un decir que no puede ser nunca dicho del todo. Y es que sí, las imágenes se acuerdan de nosotros; solo tenemos que contestar a sus llamadas, dar voz a los muertos, lo que siempre hemos sido, lo que siempre seremos.

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