martes, 4 de marzo de 2014

RETROALIMENTACIÓN: MÍNIMA DIFERENCIA, MÁXIMA AMPLITUD



RETROALIMENTACIÓN
SALA DE ARTE JOVEN: 30/01/14-27/07/1
COMISARIOS: TIAGO DE ABREU PINTO Y FRANCESCO GIAVERI

Sinceramente: podíamos habernos limitado a glosar las bondades de la exposición, apostillar el refrito rizomático que pulula por las redes del “cuándo y dónde” –si no incluso lo de “exposición imprescindible”– aplaudirnos todos un ratito y dejar la cosa en un empate técnico: una exposición más, un texto más. Pero creo que dado las características un tanto especiales -y sobre todo específicas– de la exposición, no viene nada mal un poco de “emoción”. Aún con todo, para los que prefieren las cosas tal y como son, decir que la exposición –ésta y suponemos que las otras dos que vendrán dentro del mismo proyecto- está muy bien.
Y es que, que no se me mal interprete y que, mucho menos, nadie se me enfade, pero retroalimentación no me parece una buena palabra para el asunto que nos traemos entre manos. Claro está que peor, pero mucho peor, hubiese sido ese anglicismo que ya se nos ha ido metiendo dentro como un taladro y que suena a leitmotiv de consejo de administración: feedback. Pero que no me guste (cosa que trataré de explicar, y que no es lo que parece) no significa nada más que eso: que se podría haber, quizá, elegido otra palabra, o que –casi me decanto por esto– el arte está que no le conoce ni la madre que le parió, o que al arte se le exigen cosas que no le pediríamos ni al peor de nuestros enemigos. ¿No será en último caso que los comisarios han acertado de pleno en el palabro y que tanto acierto evidencia un estatuto epistémico al propio arte que está a años luz de su primera formulación moderno-romántica? Total y resumiendo: que si no me parece buena, la palabra en cuestión, es porque acierta como pocas en evidenciar el estado de la cuestión del arte.
¿A qué me estoy refiriendo con este “acertar en exceso”? Uno, que viene de la filosofía y que a menudo comete el pecado de tomar al arte como rehén teórico en vez de posibilidad práctica, siempre le han enseñado aquello de la epocalidad del arte, de su devenir dialéctico, de su desartización negativa, etc, etc. Y, claro, esto de la retroalimentación, con su sesgo empírico, con su ecualización entre medios-fines como si de un dispositivo regulativo y de control se tratase, le suena un poco a dejación de principios, a secularización de un arte que se ha cansado de estar a la espera y que se propone como lo que es, como lo que ha llegado a ser: el marco para dar visibilidad a una escena llamada artística donde el arte, se nos dice, acontece. 

Así pues, este “no gustarme” de la palabra atiende, simplemente, a que creo hay que tener cuidado y subrayar lo que el título dice callando: retroalimentación, palabra mágica para un arte que ha dejado su dialéctica histórica para otro momento y que sabe que lo que más le favorece y compete en estos tiempos es replegarse en sus múltiples escenas y dejar el control a los focos burocráticos de la institución. En todo caso, el efecto es bien parecido: el arte, aún en el intento de atraparlo como dispositivo autoregulativo, permanecerá en los márgenes, autocontemplándose y tratando de reconocerse siquiera en los efectos. No hay que rasgarse las vestiduras por nada, y menos aún por meros juegos espectrales de estrategia.
 Pero esto, creo yo, ya lo saben los comisarios porque, una vez tenido todo lo dicho en cuenta, una vez que sabemos a qué atenernos y comprendemos que la propia exposición hace patente que el desarrollo del arte –en su hiperinstitucionalización– es ya desde hace bastante tiempo una cosa de corto recorrido, amputado de sus coordenadas utópicas de más largo alcance, la cosa va como la seda.
De lo que se trata es de la muy loable empresa de dar a mostrar un sesgo de lo que el arte madrileño es y, sobre todo, puede llegar a ser. Y para ello nada de afanarse en mostrar un segmento, en enseñar una parte de esa poca visibilidad de la que goza el arte madrileño. Tampoco se ha optado por proponer otra “realidad” enmendándole la plana a quienes dan y quitan la palabra en la construcción de la esfera artística madrileña. Por el contrario, se ha optado por, desde un núcleo desde el que todos podemos estar “democráticamente” de acuerdo, establecer por reiteración, repetición o –son palabras que viene  a decir algo similar– retroalimentación una ampliación del espectro hasta llegar a construir una radical novedad capaz de tomarse como parte de un todo en constante ebullición: la escena artística madrileña.
Es este sin duda el mayor acierto de la exposición: que ella misma se constituye no ya en “representación” de aquello que sucede y que queda comprendido como “escena artística madrileña”, sino como novedad capaz –eso sería lo deseable– de proponer una última vuelta de tuerca, un último efecto de retroalimentación hasta ahora no manejado y que dibuje otra escena hasta ahora invisible. Así pues, pensamos que lo han conseguido, que incluso, si se me permite, este texto puede comprenderse como un átomo más en la lógica de la retroalimentación que trata de copar y hacer visible la práctica artística madrileña, un apéndice en el juego del ir y venir, de los inputs y outputs sobre los que se basa la tal retroalimentación que trata en este caso de dibujar un mapa del arte madrileño.
Sin embargo, lo más interesante del dispositivo de visibilidad puesto en marcha es, precisamente, lo que se le escapa y que apunta al fracaso mayúsculo del propio arte en esta tardomodernidad y a su autoaprendida esencia como mercancía. No sabemos si los comisarios han tenido esto en cuenta y han manejado la importancia de tal “fracaso”, pero, tanto si sí como si no, la exposición logra como pocas dar en el blanco. ¿En qué ciframos entonces el “fracaso” de la exposición?, ¿cómo hacemos convenir ese fracaso con un acierto total en la propuesta? Tirando del hilo de la definición de la propia retroalimentación como principio regulativo tenemos la solución a la paradoja.
Según la wikipedia, fueron un físico junto con un filósofo los que en la segunda Guerra Mundial, y con el fin de poder derribar aviones que iban a gran velocidad y para los que no había ojo humano capaz de acertar el tiro, hicieron del principio de retroalimentación una nueva herramienta capaz de autorregulación mediante correcciones basadas en las diferencias entre trayectoria prevista y real. Es decir: la retroalimentación se basa en hacer decrecer el gap, en eliminar paulatinamente el error entre lo que sucede y lo que se piensa que sucederá: ha grandes velocidades, el ojo humano terminaba por errar el tiro y, o bien la diana no pasaba por donde se creía, o, peor aún, cuando el misil llegaba la diana ya hacía rato había pasado.

Así pues, el mayor logro de esta exposición y de la construcción del espacio artístico que postula es que, en el límite de su operatividad y en su quedar referido al arte como objeto-diana, solo caben dos posibilidades: o se le ha conseguido derribar o el arte ha logrado fajarse del fuego enemigo. Y, desde luego, salvo para aquellos que tiene al arte como un divertimento dominical, la exposición creo remite en última instancia a la capacidad de evasión del propio arte: por mucho que se trate de operar con él, por mucho que se lo quiera objetivar, por mucho que las instituciones traten de amasarlo, el arte sorteará el tiro de gracia y el cadáver será, siempre, el equivocado.
Estableciéndose relaciones biunívocas entre los diferentes actores de la cosa artista, partiendo de una diferencia mínima a partir de lo que ya ha ocurrido en la propia Sala de Arte Joven en pasadas exposiciones, el principio de retroalimentación dispuesto por los comisarios modula un espectograma donde, si nada se da por sabido, lo fundamental es comprender que el resultado es siempre y en cada caso –porque el resultado cambia según quien sea el actor, desde el artista al espectador– una imposibilidad manifiesta de llenar el gap que separa la totalidad del arte con la práctica artística puesta en escena. Porque, ¿no estaremos siempre a la expectativa de una última vuelta de tuerca, de una última corrección en las coordenadas que termine por derribar al arte, que logre atraparlo?, ¿no evidencia el propio recorrido por la sala un détournement impotente para dar cuenta de todo lo que se trae entre manos, de todo lo que trata de decirse?
El arte, sea cual sea la pieza que trata de representar, siempre evidencia un escenario vacío donde el reparto de papeles nunca es el que se tiene por tal. Es en esta situación que el arte no es sino un seguir la pista al propio arte en su no acudir nunca a la cita. Así, esta exposición no da cuenta de la necesidad de darle un papel al arte con el que seguir el simulacro de que es él el que habla (y nosotros quienes le escuchamos); esta exposición, por el contrario, construye el propio escenario según el único principio que puede evidenciar su ausencia –la ausencia del propio arte- al tiempo que se le trata de seguir el paso cada vez más de cerca.
Construyendo por repetición, por reverberación de los actores implicados, polemizando a través de diferencias mínimas, según un ritornello que no puede ser el mismo sino siendo otro, la escena así creada es la propia escenificación de la espera: ¿habremos dado con la clave, con el número de iteraciones justa para que el arte acuda, esta vez sí, a su cita?, ¿habremos movido la amplitud y longitud de onda justa para que lo que nos traigamos entre manos sea, definitivamente, ese arte que parece escurrírsenos de las manos a cada paso? Cada bucle, cada repetición, es un sí y un no: un sí como promesa y un no como espera diferida. Quizá un envío más y habremos dado con la clave, habremos llamado a las puertas del arte.
En definitiva, me gustaría pensar que los comisarios han planteado una propuesta de exposición para la institucionalizada Sala de Arte Joven para evidenciar la impotencia del arte actual para estar “a la altura de las circunstancias”. Esto, sin duda, no supone ninguna crítica silenciada, no supone ninguna utilización maniquea de los resortes de la propia institución. Supone, esa es mi intención, señalar el acierto de la propuesta: supone comprender que cada paso en la retroalimentación, cada bucle, es una toma de conciencia de esa imposibilidad de siquiera atisbar las fronteras donde el arte descansa plácidamente esperando su momento.
Si toda exposición debe de ser planteada como dispositivo crítico, la única manera que esta propuesta tiene de erigirse como plataforma disensual es tomarse a sí misma muy seriamente y preguntarse, ella misma, por la pertinencia de cada estadio conquistado, por la posibilidad constante de un último efecto de retroalimentación, de una nueva etapa aún consignada en su indecibilidad. Es decir, esforzándose en apuntar a un exceso donde la propia escena artística madrileña quede como subterfugio disgregador, como mapa fantasmático desde donde poder plantear siempre una realidad-otra. No ya lo que es, sino el aún-no de su posibilidad siempre diferente.

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