sábado, 26 de octubre de 2013

NÉSTOR SANMIGUEL DIEST: DIALÉCTICA DE LA PINTURA




NÉSTOR SANMIGUEL DIEST: EL PANTANOGALERÍA MAISTERRAVALBUENA: 14/09/13-09/11/13

No es el único sitio donde lo dice, pero hay una conferencia de Zizek (junto con Badiou) donde, preguntado sobre la capacidad de la filosofía de plantear soluciones en el mundo de hoy, nuestro eslovenio favorito responde que la “utilidad” de la filosofía consiste en desenmascarar las posibles alternativas que nos brinda el mapa socio-político como falsas disyuntivas y, de esta manera, modificar los conceptos mismos del debate. Es decir, y esto es de mi cosecha: ni lo uno ni lo otro, porque ambos, lo uno y lo otro, remiten a una misma identidad ideológica. O, lo que es lo mismo: la filosofía nos ha de colocar frente a la “elección radical”. Sí, ésa justo que nadie quiere tomar.
 
Este pasaje se me vino a la mente al ver la obra –sí, en singular porque se trata solo de una- de en la galería Maisterravalbuena hace ya unas semanas. Porque, ¿y el mundo del arte?, ¿no está también preso de falsas alternativas que nadie quiere romper no sea que nos hallemos fuera de juego y sin nadie que nos ría las gracias? Decir que sí no es decir nada nuevo: no creo que quede nadie que aún no sepa que esto del arte es algo profundamente ideológico, sesgado, adulterado y, sobre todo, con ganancias para los de siempre. Véase, por ejemplo, el último ranking de la Art Review. http://artreview.com/power_100
 
Pero dejémonos ya de andar por las ramas. Vayamos al lío. Preguntemos, como es el caso, a la pintura: edificada desde la modernidad sobre la disyuntiva abstracción-figuracionismo, la pintura ha ido quemando etapas, como si no hubiera mañana, catapultada por el leitmotiv hegeliano aquel del ‘fin del arte’. Que la tan consabida coletilla nos perseguía de cerca, pues nada como cambiar de registro, de uno al otro polo de la gama sin dificultad, para venir a dar en una nueva epocalidad para la pintura. 



 
Esto tampoco es excesivamente nuevo: Rancière -y otros- han mostrado (y diría que demostrado) que la Modernidad entera no es sino una martingala llamada a silenciar la especificidad del régimen estético del arte, aquel –en el que, por otra parte, nos encontramos- donde el disenso en el sensorium común fundamenta toda la práctica artística. Así, movidos por una dialéctica histórica que va del arte por el arte a la caída en los mundos de la vida, el arte meandrea tratando de decapitar su potencialidad más propia: la de reconfigurar de modo novedoso todo el régimen sensible en el que nos movemos.
 
Es decir, una terrible confusión esta la del arte moderno y contemporáneo que más que situar el debate en la perentoria emancipación se alía con aquellos que siempre han tenido la voz y la palabra para, no solo no perderla, sino hacerse oír más claramente. Así las cosas, entre la abstracción y el figuracionismo, la pintura va ocultando su potencial para escudarse en mitos ortopédicos como aquel de Greenberg de la conquista de sus propios medios materiales
 
Y si la obra de Néstor Sanmiguel Diest hay que valorarla es justo porque, pensamos, trata de hacer evidente la mentira reiterada de la pintura, situando el debate, como dice Zizek de la filosofía, en otra escala, en otro ámbito. Valiéndose de un fragmento de “La obra maestra desconocida” de Balzac, Sanmiguel nos pregunta si, a la hora de la verdad, eso de la abstracción y la pintura figuracional no tiene más puntos de contactos que diferencias.
 
Porbus y Poussin van al taller del gran pintor Frenhofer quien, aturdido por la emoción, corre presto a enseñar a los visitantes su última gran obra: un lienzo donde no había “más que colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura”. Y nuestro artista, sin dudarlo, hace lo mismo: nos pinta un pantano de su pueblo…pero nos vela la representación, nos la oculta a base de una sistemática superposición de veladuras, de trazos geométricos que no hacen sino deconstruir los supuestos elementos formales de la obra.


 
Y es que, al fin y al cabo, ¿no hemos sufrido nosotros el mismo engaño que Zeuxis y Parrasios y no hemos aprendido que la labor de la pintura no es la de representar la naturaleza sino el hacer evidente la idea de lo que está oculto? Esa ha sido la fábula con la que la modernidad ha tratado de cerrar filas sobre sí misma: hacernos creer que la pintura o está para representar lo de aquí abajo (figuracional) o para representar lo de allá arriba (abstracción), cuando, a decir verdad, la tarea de la pintura es más bien otra: evidenciar ese doblez del pliegue representacional por el que la copia difiere –ha de diferir- de lo representado, ese punto de fuga donde la pintura se ve amenazada en su falsedad, donde se evidencia un punto ciego por el que toda mirada se desdobla y no ve aquello que dice estar viendo o ve –es lo mismo- más de lo que la mirada mira.
 
Siempre, en definitiva, ha de haber no un engaño, no un mecanismo fetichizador de esto por lo otro, sino una semántica de la articulación entre ámbitos de percepción a priori diferentes: lo que se ve y lo que no se ve no son rangos fenomenológicos diferentes sino extractos de una misma lógica de la sensación.  Sanmiguel opta entonces por un trabajo artesanal, procesual, un trabajo que tiene que ver con el tiempo, o, mejor aún, con la falta de tiempo, con la sensación de que no habrá nunca manera de dar con la fórmula matemática capaz de articular todos los sedimentos de realidad. Así, lo suyo no es ni abstracción ni realismo: lo suyo remite a una dialéctica paradójica donde entre el mostrar y el ocultar no hay síntesis consensual alguna.
 
No sabemos, lo ignoramos, si tiene a Antonio López entre sus pintores de referencia pero, si nuestra tesis tiene la más mínima solvencia, no lo creemos: casi Sanmiguel cae –felizmente- en el otro lado. Si el manchego puede estarse diecisiete años retratando a la Familia Real (casi cuando acaba no va a quedar nada de “real” en la familia), nuestro artista puede estarse esos años y, si es menester, más. Pero la diferencia será apabullante: mientras con el primero el espectador (Porbus y Poussin, o Zeuxis y Parrasios) tendrá aquello que espera –un cuadro-, con el segundo no acontecerá sino la “decepción”: no habrá nada que ver y, justo por ello, estará todo en su sitio. Quizá no sea descabellado decir que Sanmiguel en vez de pintar lo “real” de la Familia, haría evidente ese Real lacaniano por el que la representación se desvanece filtrándose por el desagüe.
 
En el fragmento de Balzac puede leerse: “su atmósfera es tan real, que no llegan a distinguirlo del aire que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido!”. De eso se trata, esa es la tercera opción: evidenciar que la mecánica antagonista entre el realismo y la abstracción, es falsa, que la tarea más urgente es denunciar que lo que ha tratado de hacer la pintura es catalogar su frustración, comprender como puede ser que en la fundamentación del fracaso, del no poderlo atrapar todo, está su razón de ser. Porque, si como Parrasios, confundes al espectador mediante una técnica exquisita, eso no es pintura; pero, si por el contrario, tomas la pintura como el mecanismo capaz de catapultarte precisamente a ese otro lado, ahí donde reside la mitad perdida de lo dado a ver, eso, tampoco es pintura.
La pintura, el arte en general, está precisamente en salirse de esta falsa disyuntiva; optar por una tercera vía, esa que aúne ambas posiciones como insuficientes y las supere. Eso, justamente, es lo que hace de manera admirable Sanmiguel Diest.

jueves, 10 de octubre de 2013

MARINE HUGONNIER: DEL ENIGMA COMO ÚNICA SALIDA


MARINE HUGONNIER: APICULA ENIGMA
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: 14/09/13-08/11/13


Ateniéndonos a su biografía, pocas dudas caben a la hora de referirnos a la obra de Marine Hugonnier. Estudiante de filosofía en la Université de Paris con posgrado en Antropología en la universidad de Nanterre, y más tarde de arte en el Fresnoy Studio National des Arts Contemporaines de Lille, la mirada de esta artista francesa afincada en Londres es, eminentemente, antropológica.

Es por tanto la presencia del hombre, o, mejor dicho, de su mirada, lo que preocupa a Hugonnier, disponiendo para ello de trabajos donde, como si de una práctica del principio de incertidumbre de Heisenberg se tratase, evidencia los efectos de la acción humana sobre el entorno y el paisaje natural. Así, situándose en el intersticio donde la naturaleza se convierte en paisaje cultural o social, su obra trata de evidenciar las relaciones que se establecen entre los diferentes agentes para construir relatos acomodados siempre a una tecnología de la mirada bien precisa, ocupada en circunscribir toda subjetividad a un ejercicio de poder determinado.

Quizá aún a riesgo de caer en idílicas nostalgias por el tiempo pasado, Hugonnier levanta acta de un ejercicio de impropiedad, de un sesgo programático e ideológico en todo ejercicio de visualidad encaminado, como no, a poseer, a dominar. Así, la mirada que Hugonnier dispone en sus películas trata de evidenciar que entre nosotros y la naturaleza siempre hay una grita, un gap que hace que nuestra relación con el medio siempre sea problemática. De ahí que, si se mira con detenimiento, la palabra fracaso sea una de sus constantes.

Fracaso es la línea argumental de su pieza “Ariana”, donde se parte de un intento por rodar una vista completa del valle de Pandjshêr (en el norte de Afganistán) pero que, ante la imposibilidad de filmarlo, pasa a ser la narración de un proyecto fallido, iniciando así un proceso de reflexión sobre el ‘panorama’ como forma de vista estratégica, como movimiento de cámara cinemática que apunta a una manera determinada de mirar.


Y fracaso, igualmente, es la obra "Traveling Amazonia" donde el fracaso es ahora el propio objeto de contemplación: la construcción de la carretera trans-amazónica que, proyectada para unir la costa atlántica y la pacífica a través del Amazonas, tuvo que ser abandonada cuando apenas era un esqueleto por sus descomunales proporciones de gasto.
Y es que, y por mucho que nos empeñemos con nuestra calamitosa manera de encorsetar a la naturaleza en ortopédicas narraciones lineales, la naturaleza no cuenta historias. Es decir, somos nosotros quienes nos empeñamos en domesticar al medio según un programa basado en la coacción civilizatoria que, según un buenismo ilustrado ya más que decrépito, nos creemos en posesión de una verdad absoluta.

La naturaleza no cuenta historias, nature doesn´t tell stories: así dice un susurro apenas comienza Apicula Enigma, película de la artista francesa y que ahora puede verse en la galería Nogueras Blanchard de Madrid. En ella, y connivencia com decimos con el resto de su trabajo, Hugonnier trata de acercarse a la realidad de las abejas pero evitando en todo momento esa mirada antropozoide y siestil de los documentales: antropomorfismo (¡cuánto daño ha hecho la factoría Disney!), estructuras narrativas fijas, voyeurismo, etc: son todas ellas técnicas que, inconscientemente y sin darnos cuenta, nos dan cuenta de una naturaleza desmitificada, dominada y, como quien dice, al alcance de la mano.

Pero quizá la elección de las abejas no es una casualidad: esta mirada tecnodisciplinaria nuestra surgió al tiempo que el hombre empezaba a reflexionar acerca de la sociedad civil y de cómo los estados funcionaban como una segunda naturaleza. No ya solo por tanto el control de la naturaleza exterior, sino también de la interior: el control de ese lobo para el hombre de Hobbes. Y, para ello, para tal fin, la metáfora de las abejas siempre ha funcionado. Pero no ya solo la colmena como metáfora del pacto social, del cemento con el que construir una naturaleza próspera y segura; también y últimamente como imagen de esa otra naturaleza que estamos construyendo a golpe de agonía de lo real: el enjambramiento (swarming) como concepto clave para la inteligencia artificial y la ciberguerra.


 Así somos: afanados en una mirada que no se abre al misterio sino que trata de deshacer la distancia correcta para tomar posesión. Y así por tanto esta psicosis nuestra por sedimentar realidades, una encima de otra, creyendo que, ahora sí, nos toparemos con el control absoluto. Lo dramático de todo esto es que ese control coincide –ya hemos tenido oportunidades históricas de hacerlo evidente- punto por punto con el terror total.

Quizá no esté de más hacer patente que el devenir-enjambre (para decirlo al modo de Deleuze) no supone para nuestra sociedad tecnocrática modo alguno de libertad social, sino más bien un óptimo agregado disciplinario, un plexo libidinal donde los afectos fluyan rizomáticamente sin límite alguno, una máquina de reterritorializar afectos. ¿No es para tales efectos entonces la colmena y el enjambre, más que un ejemplo de sociedad efectiva, una imagen perfecta del ‘Deus sive natura’ de Spinoza? Efectivamente: una totalidad social donde la libertad remite a una necesidad absoluta. Y lo grave es que hacia allí nos dirigimos con una sonrisa en la boca: creyendo que es la antesala de nuestra libertad, nos aferramos a nuestra esclavitud con más ganas que nunca.

En todo caso, el último plano de la película es más que significativo. La propia Hugonnier, quizá “cansada” de no descubrir el enigma, voltea el gran espejo dispuesto para grabar a los animales en la naturaleza. Es decir, no hay reflejo que valga: tratar de apresarlo es dar por bueno un régimen de representación no respetuoso con el propio misterio de la naturaleza. Y, por cierto, ¿no es ese voltear el espejo la imagen del propio fracaso, otro más en su filmografía?

Pero ahí, no obstante, seguimos nosotros: seguros de nuestros éxitos que no son tales., empeñados en dominar un mundo que no deja de escapársenos de las manos. Y es que cerrar la mirada al enigma no es la solución.

sábado, 5 de octubre de 2013

LAIDA LERTXUNDI: PLEGARIAS EN EL PAISAJE


LAIDA LERTXUNDI: LANDSCAPE PLUS
GALERÍA MARTA CERVERA: 14/09/13-19/10/13


No me atrevería a decir que el cine de Laida Lertxundi (Bilbao, 1981) sea profundamente teológico pero sí que sostengo sin miedo que su cine viene a decirnos que ya únicamente un dios puede venir a salvarnos. Es más: su cine se concentra en hacer patente y obvia tal respuesta. Su cine es como si cogiésemos el mundo, lo que queda de este mundo, y lo estrujásemos como una bayeta: las imágenes que nos muestras son esas gotitas que caen, que salpican un tiempo por el que hace ya largo rato que no pasa nada, que no sucede nada. Solo pasa, sin más, el tiempo.

Estar frente a una de sus proyecciones es percatarse, tomar conciencia de que nuestro ser-ahí está bajo mínimos: sin historia de la que alimentarnos, el tiempo nos remite a una duración infinita que temporalizamos a base de gestos, de ritmos acrónicamente dispuestos, de efectos (y afectos) superficiales que juegan a desarrollarse y desenrollarse en repeticiones asíncronas. Y precisamente uno tiene la sensación que su cine se desarrolla en los intersticios de esta mecánica de las afecciones que, de modo elíptico, llamamos vida. Su cámara no graba entonces el acontecimiento: graba el después, aquello que vertebra de alguna manera las historias; los fundidos en negro, los despojos. Los graba y nos los muestra con el fin de que afirmemos: es ahí donde todo tiene lugar, es ahí donde se construye el sentido. Es ahí donde –aunque tachados- somos.

Es decir, y haciendo uso del título de la exposición (Landscape plus), lo importante en las películas de la artista afincada en Los Ángeles es el ‘plus’: aquel exceso que lacanianamente podemos llamar vida y que ya solo es perceptible si lo enfrentamos con el fondo de contraste del desierto californiano. Sólo ahí, en la quietud infinita, podemos comprobar como algo aún tintinea, cómo algo aún vibra. Cualquier cosa a la que podamos llamar utopía remite únicamente al instante siguiente. 


Pero, además, tal exceso es el que le sirve a Lertxundi para establecer una nueva ilación, un nuevo nexo entre el encadenamiento causal y la pasividad maquinal de la cámara. Y es que es entre ambas series de donde el cine saca su, digámoslo así, esencia: en la tensión que surge entre el ojo orgánico e inteligente del operador, y el ojo pasivo y mecánico de la cámara. Así, por una parte, el propio automatismo de la cámara no capta otra cosa que no sea la vida: el ojo-cámara no conoce historias ni acciones orientadas a un fin, sino solo acciones abiertas en todas direcciones. Pero por otra, y ante esta ruptura radical de la narración, la historia del cine no ha hecho sino traicionarse a sí misma sirviéndose de la lógica causal y representativa para su desarrollo como industria y espectáculo.

Y es que este exceso, decimos, surge ahora como pasividad absoluta de ese ojo-máquina: la imagen comprendida como relación, como descarte y diferencia entre una función de significación y otra de mostración, entre un decir y un mostrar, remite aquí a un nivel cero. La imagen, como operador diferencial referido a una elección sobre qué enseñar y qué ocultar, lo tiene en el cine de Lertxundi bien claro: reduciéndose todo encadenamiento a una pasividad maquinal absoluta, la imagen decide no mostrar nada, nada más, claro está, que a sí misma. 

Lo mismo que Charlot no hace más que recorrer la película de principio a fin sin hacer nada, con una característica indiferencia que solo se altera por los acontecimientos que le cogen desprevenido, los “protagonistas” de los films de la artista bilbaína reducidos a una nada causal, nadan en un emplazamiento –en una superficie- de indeterminación y sustracción de sentido, de flotamiento de las historias respecto de la lógica causal que las anima. El duplo exceso que empuja el texto literario hacia detrás y, al mismo tiempo, hacia delante de sí mismo, está aquí, por tanto, paralizado.

Como consecuencia, la imagen, perdida toda la profundidad causal que pudiera atesorar, nada en una inmanencia absoluta. Como hemos dicho antes, cada imagen no remite sino a sí misma. Son por ello, y en el sentido de Deleuze, imágenes-tiempo. Solo afectadas de duración, realidad y ficción terminan por identificarse merced a esta pasividad absoluta que afecta al ojo-máquina.


De lo que se sirve entonces Laida es de un método metalingüístico. Remitida la causalidad a su nivel cero, la lógica de encadenamiento es la que remite al propio proceso de construcción de la película. Sobre todo es la música, la banda sonora, lo que sirve de relación tautológica para hacer disparar cada imagen fuera de su propia inmanencia: es decir, para que el tiempo-duración se perciba como materialidad o, casi mejor, como materialidad agujereada. La profundidad temporal de la narración es sustituida por una relación inmanente entre sonido e imagen. Así, en sus películas cada imagen se desnuda y nos muestra su propio proceso de construcción, de anidamiento perceptivo. La música no es en absoluto una banda sonora: es el propio régimen de inmanencia donde cada sujeto queda “sujetado” a su propia vida, a esa vibración de las imágenes que pululan por lo márgenes, por los afueras, excéntricos a su propia narración.

Sólo, de vez en cuando, entre imágenes que vibran, entre canciones que se encienden y se apagan, entre gestos que ocultan su significación, una mirada al cielo desprovista, esta vez radicalmente, de cualquier fisicidad. El tiempo se densifica, se coagula; nuestra percepción se abniega en una espera infinita: estamos, definitivamente, ahí, en las imágenes; entre ellas. Somos, como quien dice, el pensamiento de esta inmanencia absoluta llamada imagen. Estamos, por tanto, arrojados a lo inhóspito, a una inmanencia perceptiva donde nos descubrimos únicamente como pensamiento de la pasividad absoluta de la imagen.

¿Y no es, cómo dice Wittgenstein, la plegaria “el pensamiento en el sentido de la vida”? Sí, creo que cuanto más lo pienso, más teológico veo el cine de esta gran y joven directora.