miércoles, 27 de febrero de 2013

MONTSERRAT SOTO: HETEROCRONÍAS EN EL ESPACIO DE LO SUPRASOCIAL



MONTSERRAT SOTO: TIEMPO ROTO
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 29/01/13-07/03/13

          Desde 2005 lleva Montserrat Soto inmersa en un proyecto de catalogación y documentación llamado “Doom City” en torno a las nuevas realidades sociales surgidas a raíz del acelerado abandono de las pequeñas poblaciones y, consecuentemente, del desmedido crecimiento de las grandes ciudades. Con el subtítulo de “del hombre nómada al hombre sin lugar”, Soto quiere hacer referencia con este trabajo a las nuevas realidades socio-políticas que parecen están alumbrando un nuevo tipo de identidad que, a pesar de todos los beneplácitos de los “regímenes” democráticos, de toda la parafernalia del progreso y demás soflamas, está entretejida en una nueva ideología panóptica y con altas deficiencias de libertad.

Así, a mayor velocidad, a mayores cuotas de progreso, la tiranía crece exponencialmente hasta dar como resultado un hombre no referido a ningún lugar sino simplemente adscrito a la necesidad de supervivencia, un hombre que entiende su habitar no desde la fenoménica apertura a la naturaleza sino desde la tendencial opresión a refugiarse en una bukerización adiestrada.

Porque los cuatro dualismos sobre los que se asienta esta obra de Soto (privado/público, legal/ilegal, libertad/necesidad, y tiempo roto/no-tiempo no-roto) vienen a articularse en referencia a un nuevo estado de la cuestión, de la cuestión social, donde los problemas que se infieren del desarrollo insostenible y del progreso a velocidad límite revierten en una sociabilidad traumática de la exclusión. Y es que, como dice ella misma, se ve “un decrecimiento global de la libertad y la amenaza de un crecimiento de poder de unos pocos que tiranizan nuestro mundo”.
 
 

El trabajo de Soto, del que esta exposición es sólo una pequeña muestra, quiere dar cuenta de las asincronías paradójicas que suceden en el núcleo de la modernidad más contemporánea: la mega-urbe. La propia artista incide en los problemas más acuciantes a los que se enfrenta el tejido social actual: los viejos límites entre campo y ciudad, las posibles consecuencias futuras de la superpoblación o los movimientos migratorios, el renovado valor de la noción de accidente en el urbanismo (en relación con los asentamientos espontáneos) o los efectos de la especulación en el centro de las ciudades y el desplazamiento de las personas con pocos recursos a los suburbios de los suburbios. De este modo, y parejo a toda esta problemática, nociones como supervivencia, barreras étnicas, intercambio y organización están en un constante posicionamiento frente a la ciudad.

El concepto de "comunidad ilegal" cobra entonces un especial sentido en su trabajo: lugares de exclusión que, paradójicamente si nos atenemos a lo políticamente estipulado, dan acogida a la gran mayoría de la población. Comunidades que se desarrollan fuera de la ciudad legal y que para Soto tienen una importancia heterocrónica con respecto al tiempo clásico de la ciudad. En ellas, bajo el símbolo totémico, un mismo tiempo homocrónico establecía una relación precisa entre el logos y el nomos, un emplazamiento amurallado donde la justicia era un dar a cada uno lo suyo según el tiempo interno de la propia ciudad.

Sin embargo, ahora, el tiempo de la ciudad –embuclado rizomáticamente con sus propios accidentes de exclusión- no coincide consigo mismo. La lógica dentro/fuera funciona como una pulsión maquínica simétrica pero de sentido contrario al del capital: a la gente del centro degradado se les desplaza junto a los que vivían ya en los suburbios a otros suburbios de los suburbios creando en esa fluídica un tiempo descoyuntado entre el interior y el exterior.         

El campo de estudio son ciudades como Sao Paulo, Tokio, Nueva York, Delhi, Pekín, El Cairo, Estambul, Paris, Moscú, Lagos -además de Damasco, Caracas y Cuba-, ciudades todas ellas que en 2015 tendrán más de 10 millones de habitantes cada una. Ciudades que crecen a base de implantes postizos, de flujos epidémicos, creando un organismo deforme y comprendido como emplazamiento de especulación y máxima transacción.
 
 

Lo presentado ahora en Juana de Aizpuru refiere a ese cuarto nudo tensional sobre el que Soto establece su punzón de entomóloga: tiempo roto/no-tiempo no-roto. Es decir, emplazamientos como lugares extendidos en el tiempo que han sido alguna vez ocupados y que ahora esperan su momento de volver a ser vividos. Es en ese retorno donde la artista sitúa la posibilidad de una nueva evolución, de un nuevo devenir social, de un nuevo tránsito histórico-temporal desde donde hacer visible todo lo que nos hemos ido dejando por el camino.

La mirada que se topa con esos escenarios de la ruina no es una mirada sublimizadora, no es tampoco una mirada denunciativa: nuestra mirada, en su enfrentamiento, no es –ni puede hallar- ninguna “emergency exit”. Nuestra mirada, como debe ser toda mirada artística, debe lanzarnos a la constatación de que si no podemos destruir el mundo, el mundo tampoco puedo destruirnos totalmente. Y justamente en su zona de intersección, entre el éxito y el fracaso como polos imposibles, opera el arte creando lo una nueva construcción social.

Casi diríase que Soto reactualiza la mirada del Angelus Novus de Klee teorizada por Benjamin: la destrucción del pasado nunca puede ser total porque, a las malas, siempre nos quedaran esas ruinas, esos vestigios del pasado desde los que volver a comenzar en cada caso articulando una diacronía temporal entre el tiempo roto y el no-tiempo no-roto.

La posibilidad de que el accidente tome forma global y apocalíptica está ahí, pero Soto no nos pone –como ningún buen artista- en esa dicotomía facilona, sino que traza las bases para alumbrar un emplazamiento para un conocimiento diferencial respecto al tiempo global del hiperpresente.

Así, la misión suprasocializadora del proyecto Doom City es buscar, pese a todo, pese a las urgencias, pese a unas vidas hacinadas y sostenidas por el filo de la muerte, una heterogeneidad de tiempos donde lo social, en el excedente de tiempos siempre sobrantes, se produzca continuamente.

miércoles, 20 de febrero de 2013

SAURA: ALGO MÁS QUE DIVERTIMENTOS

 
ANTONIO SAURA: MONTAJES
GALERÍA LA CAJA NEGRA: hasta 26/02/13

 Hay exposiciones que te enseñan más de lo que, a simple vista, muestran. Exposiciones que se engarzan a un determinado nivel de análisis y que iluminan partes ocultas, ámbitos que se han preferido dejar invisibles, cortocircuitándolos con alguna narración que, traída por los pelos, llena por completo el espectro de lo real.

Este tipo de narraciones totémicas, narraciones que surgen para estructurar funcionalmente el presente desde el momento de su propia génesis, suelen valerse de todo tipo de recursos ideológicos, de soflamas archipopulistas que, ganando la mano a “lo que todo el mundo quiere oír”, se coloca como caballo ganador de las necesidad vitales de una sociedad.

Ahora que en este país vamos de revisionismo en revisionismo, que vamos como con un cohete en el culo queriendo tapar a toda velocidad los agujeros que ha dejado tras de sí políticas torticeras de desmemoria colectiva, que parecemos colgados de una salvífica memoria social que venga a redimirnos de la patética situación en la que actualmente nos encontramos, merece la pena, pensamos, tomar esta exposición de Antonio Saura como un ejercicio –el enésimo en los últimos tiempos- de revitalización de una memoria barrida por la necesidad de tirar pa´lante que siempre ha tenido este país. Las urgencias históricas, que se dice en el argot futbolístico.

Porque estas intervenciones de Saura en postales y pequeñas imágenes puede tomarse como un divertimento del pintor, como un descanso entre obras mayores, como un simpático escarceo con las corrientes conceptuales de la época. Una monería de genio y poco más. Pero la cuestión excede por mucho los límites autoimpuestos de una biografía más o menos recurrente para darse de bruces con la calamitosa situación actual del arte contemporáneo patrio.


Y, además, si toda práctica artística debe ser reordenada y recontextualizada en sus sucesivos visionados, pensamos no estar muy confundidos si decimos que esta pequeña muestra de Saura en La Caja Negra nos brinda la oportunidad de comprobar el barrido al que nos vimos sometidos con la llegada, a finales de los 70, de la democracia.

Así, dicho de golpe, puede resultar extraño y hasta petulante ver en estos montajes la constatación de un fraude generacional pero, repetimos, si el arte debe ser capaz de ver lo invisible, no creemos estar equivocados.

Porque con esas ansías por declararnos modernos, con esa extraña pulsión a hacer de la novedad el rasgo distintivo que casaba perfectamente con el recién estrenado régimen político, fue tanto lo que se forzó a olvidar, tanto lo que nos vimos en la necesidad de desechar para no ser tildados de dios sabe qué, tantas piedras de molino hubo con las que comulgar, que bien puede decirse que de aquellos barros estos lodos.

Lo que queremos destacar es que, al hilo de esta pequeña exposición, al hilo de estos montajes fotográficos de Saura realizados desde 1956 a 1970, bien puede constatarse que el punto y aparte con el que se quiso interpretar la muerte del dictador no fue más que una ficción que beneficiaba a un status quo que, subrepciamente amparado por un cegado entusiasmo, decretó la no pertinencia de prácticas artísticas que no tuviesen su legitimidad en la aparente ola refrescante que la democracia traía.

Vale que Saura no es en modo alguno representante de todo el arte conceptual que se desarrolló en España en los sesenta y principios de los ochenta, pero estos trabajos suyos dan fe de una preocupación estética que estaba ya totalmente anidada en las generaciones predemocráticas y que, de golpe y porrazo, se vieron salvajemente diluidas por las urgencias históricas del país.

De ahí a donde ahora estamos, un paso. Ese resituar el arte español en las esferas internacional a costa de una drenaje apolítico y tremendamente reaccionario, esa silenciar a aquellos que desde hacía una década se afanaban por hallar estrategias conceptuales con las que arrojar luz en un panorama desolador, no es más que la antesala del provincionalismo que caracteriza nuestra arte, la poca difusión en el extranjero de nuestros artistas, el recurrir a estrategias archirecurrentes y, en definitiva, verse día sí y día también sobrepasado por una situación que está siempre cerca de declararse en ruinas.

En fin, convengo en que quizá este ejercicio de mirar atrás a costa de lo aquí expuesto puede ser demasiado. Pero, cuando menos, puede delinearse unos procederes que distan mucho de ser el secarral invertebrado que se nos hace muchas veces creer.

También se nos dirá que el propio Saura se vio beneficiado en su momento también por políticas promocionales. Pero los males del pasado no debe impedirnos ver los efectos colaterales que toda obra puede suscitar sino, que más bien, deben ayudar a mirar críticamente el pasado y a construir el presente.

lunes, 18 de febrero de 2013

JUSTMAD'13: EN BUSCA DEL ARTISTA PERDIDO


JUST MAD 2013
HOTEL SILKEN: 13/02/13-17/02/13

 A la sombra de ARCO se han venido sucediendo en los últimos años ferias de diferente pelaje que han intentado proponer alternativas al mercado único de la gran feria y colarse en los intersticios a los que ésta no llega. Así, juventud y frescor, mayor riesgo y menores precios, son las cuatro patas para que una feria de este tinte llegue a triunfar.

Para muchos, para quienes el mercado es el gran ogro que te da de comer pero de quien hay que renegar, este tipo de ferias son saludadas desde el buenismo acrítico e ingenuo que se contenta con clamar un ‘yo no soy como ellos’. Y es verdad: uno, en su menor tamaño, en el no caer en el acartonamiento que produce el ser la esperanza blanca de todos los años, tiene abierta una ventana, un respiradero a la espontaneidad que puede posibilitar un arte menos caldeado por los efluvios del mainstream.

Pero eso no puede ser todo porque, entre otras cosas, el arte que se muestra en estas ferias es igual de plano, monocorde y simétrico que el que se puede ver en las ferias mayores, solo que sin la pátina dorada que supone la referencia al nombre consagrado.

Pero en fin, todos tenemos nuestros problemas y en nuestra virtud esta nuestra mayor tentación: en este caso, la de alardear de un frescor que no es más que rancia pestilencia, o un llamamiento a la juventud que es poco más que inocente candor inexperto.

Sea como fuere lo que se puedo ver este año en JUSTMAD cumplió con el guión establecido: mediocridad general conviviendo con descubrimientos muy interesantes y con propuestas más que dignas que merecerá la pena seguir de cerca. Total y resumiendo: misión cumplida.
 
Nos gustó la pintura de Brígida Machado y de Joseph   Klibansky, el trabajo de Luján Marcos, las recontextualizaciones goyescas de Diana Larrea, las fotografías de Zoé T. Vizcaíno (ya vimos alguna en la galería Eva Ruíz), del portugués Carlos Azevedo y de Germán Gómez, los cajoncitos de Manuel Antonio Domínguez o la simpleza material y formal de Armando Castro Uribe.

Pero si quieren diez pistas, diez artistas a los que seguir, diez obras que rastrear, aquí van nuestras propuestas: 

1-    Paco Guillén. Galería Saro León. Presentaba una pieza, Ruido de Fondo, que se ha podido ver en el CAAM hasta hace unas semanas y que hace un monocromatismo de la paráliis mediática, un cortocircuito mediático muy interesante.
 
 

2-    Moisés Mahiques. Galería Fernando Pradilla.  Ya le conocíamos pero sus dibujos hiperpoliédricos siguen gustando.


3-    Félix Fernández. Galería ASM28. En breve tendrá exposición en esta galería madrileña. El video que presentaba fue sin duda el que más nos gustó: un cuerpo, un personaje, una imagen, con estética de ciencia ficción. ¿Qué es ser hombre?, ¿cómo se es hombre, como se es imagen, hoy en día? La carnalidad de la tecnoimagen.
 

4-    Nuno Nunes-Ferreira. Galería Pazy comedias. Quizá recurrente, pero su calendario-archivo nos convenció.
 

5-    Miriam Martínez Guirao. Beca Puenting, proyecto de Mustang Art Gallery junto a la Facultad de Bellas Artes de Altea. Una conjunción perfectamente siniestra entre lo tecnológico y la naturaleza que remite a una nueva belleza biónica.
 

6-    Jordi Ribes. Louis 21 “The Gallery”. Espléndido pintor, con un evocador suprematismo postmoderno.

7-    Illán Argüello. My name is lolita. Arquitecturas minimalistas, polares, heladoras, a medio camino entre de Chirico y Malevich.
 
 

8-    Alicia Moneva. Galería Punto. Una crítica desde el clonamiento humano. Bello y siniestro a la vez. Seres incubados y aislados en celdas con una plasticidad demoledora.
 
 

9-    Clara Julianne Glauert. Galería RDV. Canadiense en galería francesa que nos presentó el capitalismo en la UVI.

10- Juan José Martín Andrés. Galería Aural. Una topografía del capitalismo sagaz e irónica

miércoles, 13 de febrero de 2013

ARCO’13: LUCHAR CONTRA LOS ELEMENTOS




Como cada año a estas alturas, la cita puntual de ARCO llama a nuestras puertas. Y, también como cada año, la sensación de naufragio y abismo se hace patente entre todos los estamentos del arte nacional. ¿Qué porqué?, ¿qué si es un deporte que les gusta jugar, ese de cantar las miserias del sector? Pues más bien no. Más bien es que la propia feria nació en un momento de entusiasmo generalizado pero que, poco a poco, se ha ido comprobando que decir España y decir cultura en una misma frases suena un poco a chiste.

Nació, creció, tuvo la oportunidad de llenar huecos importantes para el sector, hacerse con gran parte del pastel latinoamericano… Pero ahora, perdida la oportunidad, se contenta con dejar que pase el chaparrón y ver que puede salvarse del tinglado.

Y es que son demasiados los elementos a los que el arte nacional tiene que enfrentarse cada año. Ya no solo el desprecio aburguesado y amorcillado de la sociedad, ya no solo la geta y sinvergonzonería con el que las clases políticas tratan al arte; también hay que sumarle –aunque va de la mano con ese desprecio patrio a las cosas del saber- la postposición sine día de la ley de Mecenazgo, la subida del IVA a unos límites con los que es imposible competir en mercados cercanos y parecidos al nuestro, el retirarse de una de nuestras pocas galeristas de renombre internacional (Soledad Lorenzo), la injusticia municipal cometida contra otra de las grandes (Oliva Arauna), la intentona de retirada de ocho galerías catalanas por no verse cumplidas sus expectativas de “ahorro” o la no aparición de La Fábrica -motivos económicos parecen que le llevan a posponer la inauguracion de su nueva sede.
 


Así las cosas, ARCO se ha quedado como evento local al calor del cual, eso sí, se han reproducido ferias de mucho menor calado pero que ayudan a dotar al arte de su semana de gloria, de su visibilidad como acontecimiento mancomunado. Que el 95% de las ventas realizadas el año pasado en el mercado del arte haya sido por cantidades menores de 5000 € da buena cuenta de la proyección y explica el porqué de situaciones como con la que nos desayunamos hace unos días, en la que tres galerías de Madrid –José Robles, Eva Ruíz y Raquel Ponce- han de aunar esfuerzos (y sobre todo gastos) para poder sobrevivir.
 
Pero en fin, el año pasado también –como no- pintaban bastos y al final se salió con cierto orgullo del asunto. Los aires nuevos de Carlos Urroz, el dejar los experimentos para la gaseosa (net-art, escaleras mecánicas, etc), el hacer hincapié en los aciertos (Focus, Opening), abrir otros modelos de negocio (proyecto Collect on line), hacen necesario el optimismo, el no claudicar y el de sacar fuerzas de flaqueza. Por de pronto –y a la espera de datos más fidedignos- el número de banqueros con cara de despistado ayer (día 13) a las 5 de la tarde era el mismo que en años anteriores.
 
Entrando ya en detalle, de primeras dos pinceladas: la moda de este año pudieran ser las fotografías perforadas, una cosa así como un Seurat desfondado, un puntillismo donde la mirada se topa con su vacío; y si quedaban ya pocos despachos sin su Peter Zimmerman de turno, este año pueden optar por algo más trasgresor, algo como una omnipresente Catherine Grosse.




 

Por lo demás, la mayor parte lo colapsa lo de siempre: grandes fotografía de paisajes y/o no-lugares, con o sin luz sublime-cenital (José Manuel Ballester, Thomas Ruff, Antonio Mesones), el minimal-decoración con tintes de surface-constructivismo a lo Imi Knoebel  y los cuadros (también de gran formato, para cubrir paredes enteras) de todo lo que exude pintura de tintes abstractos (de Günther Förg hasta Wendy White).

Apuntar también que este año, como de lo que se trata es de vender a degüello, las obras-“escándalo” no aparecen: se echa en falta un poco de su aire fresco pero, a la larga y a la corta, despistan demasiado al paisanaje. En definitiva, que, como siempre, es socavando entre lo que es imposible dejar de ver como aparecen los hallazgos.
 
Así pues, y empezando por cualquier parte destacamos el video poético/hipnótico de Xoán Anleo; las esculturas-objeto de Jurgen Drescher y de Christopher Weber; A Kassen, en Maisterravalbuena, se descubren como unos maestros de la ironía fina; el futbolín de Abel Barroso, los seres alienígenas de Rafa Macarrón y la “videovigilancia” de Simón Vega proponen la sorna como estrategia crítica; la hornada de videos políticos está más que bien resuelta con Regina José Galindo (cada día más como una Abramovic de “verdad”), Edgardo Aragón y Aníbal López.; también –aunque cansa ya un poco últimamente- la piara de cerdos devorando la península de Santiago Sierra; la instalación de David Ferrand Giraut y de Abraham Cruzvillegas (toda la Chantal Crousel para él); en IvoryPress destacan Los Carpinteros con sus tomatazos y un ejemplar del maletín Detritus (pieza de la que prometo dar mejor cuenta pero que son facsímiles de todo lo que se encontró en el despacho de Bacon). Por último, y aunque la lista da para más, la “peineta” de Regina Silveira, los videos de Harum Farucki y Michael Snow en Angells Barceló, y la instalación sonora de Jo-ey Tang.




 
A celebrar la presencia de uno de nuestros grandes, Eduardo Arroyo, y de Mitsuo Miura, llenando Adora Calvo con las propuestas ZAJ; y, hablando de los nuestros, destacar el trabajo de Cabello/Carceller en Elba Benítez, Enrique Radigales (todavía con exposición en The Goma), Amparo Sard, Almudena Lobera, Jaime de la Jara en Filomena Soares y en Fúcares, donde también se ve al indispensable Jacobo Castellanos, Eugenio Ampudia con una obra sutil por potente, la pintura de Secundido Hernández, Carlos Aires y la utilización política de billetes, Gonzalo Lebrija y su estudio del movimiento, el trabajo utópico de Alicia Framis, o Ignacio Uriarte, quien sigue sorprendiendo con su “arte de oficina”.

Cómo cada año hacemos unanlista –totalmente arbitraria, subjetiva y seguramente injusta- con lo que merece ser destacado con letras bien grandes. Tomen bolígrafo y apunten: 

1- Carmen Nogueira: reactivar las escaleras que servían para comunicar los dos berlínes, un gesto político y de necesario recuerdo.

2- Maíllo: joven pintor que arrasa ahí por donde pasa, ahora en José Robles y esperemos que siga

3- Juan Muñoz: sí, ya sé que es una primera figura, pero esa pieza en Faggionato oxigena a base de bien.

4- Nuria Güell: inmiscuirse ahí donde ética y derecho se tocan apenas con un roce. Genial.

5- Leandro Erlich: nos propone un viaje en avión hipnótico, sublime y, eso sí, sin huelgas ni retrasos.

6- Dominique González Foerster: un libro en la arena basta para conectar los sensores de la poesía de la ausencia.


7- David Escalona: ya le vimos en Fúcares de Almagro y aquí, en la ONCE, no defrauda.

8- Moisés Mañas: con una pieza conectada al flujo de twitter es la única que se puede ver que utiliza las redes sociales: solo por eso, ¡chapeau!

9- Julian Charriere: una foto a lo Axel Hutte, pero que luego es completado con una asombroso video donde la naturaleza parece seguir sumida en la magia de lo desconocido

10- Raha Raissnia: si la expo en Marta Cervera de hace os años fue buena, la pieza aquí presentada amplia el potencial de su trabajo.

 

lunes, 11 de febrero de 2013

DÚPLEX: ARTE EN LA CASA


DÚPLEX: 08/02/13-17/02/13
c/ Guadiana, 29, El Viso, Madrid (de 9:30 a 14:00)

 comisarios: Sara García y Daniel Silvo    http://duplexmadrid.wordpress.com

 Empecemos por algo que no tiene mucho que ver. Cuando, allá por el 75, muerto el dictador, se empezó a constatar que nadie sacaba del cajón de la mesilla novela alguna de esas capaces, como se decía de boquilla, de revolucionar la literatura española, el peregrinaje al número 7 de la calle Pisuerga empezó a hacerse más usual. En esa calle de El Viso de Madrid vivía Juan Benet y hasta ahí iban literatos e intelectuales, jóvenes y consagrados, para hablar y charlar, para formar una de esas Republicas de las Artes tan derridianas y para, en definitiva, no dejar que el arte se dispersase y se diluyera, para hacer bullir ese influjo existencial que el arte, ahí donde se muestra más concentrado, traza sin disimulo y para experimentar que el arte solo tiene efecto en comunidad.

Muy cerquita de ahí, apenas tres calles más abajo, en la calla Guadiana 29, el arte vuelve, en los últimos días, a tomarle el pulso a la realidad. También es en una casa, en un chalet, también es en El Viso de Madrid. Pero ahora no hay personalidad totémica a la que seguir, ahora no hay maestro de ceremonias. Sigue habiendo el mismo desinterés por parte de la sociedad civil, por parte de las autoridades, y la misma fascinación para unos pocos. El arte se cobija, se reúne en silencio a ensayar un magnicidio, un asesinato que sabe nunca tendrá lugar. Se cobija y su mejor escondite es la luz del día: en pleno Madrid, en una casa bien, ante los ojos de todos.

La situación, no obstante, es bien diferente: si Benet, con las palas del lenguaje, movía toda la basura que un país como España empezaba a no saber qué hacer con ella, si se divertía excavando en las ocultas vilezas que han marcado a fuego nuestra historia más reciente, ahora el arte debe de agarrarse a las paredes para no fenecer; ahora el arte, de mortecino que está, debe de concelebrar su simple surgimiento.


Dúplex: un coleccionista deja su chalet vacío para que el arte vaya a ocuparlo. En su gesto, en la virtud de su gesto, está también su pecado: unas estructuras sociales que han defenestrado la cultura, una avidez mórbida por lo megaurbanítico, unas formas displicentes y encantadas de haberse conocido. Queremos que se nos entienda: no estamos pecando de demagogos, simplemente poniendo las bases de cómo y dónde trabaja el arte: aquello que no te mata te hará más fuerte, o el fracaso es la única forma de éxito.

Un sutil calado crítico que, desde el nombre de la exposición, reutiliza las posibilidades del inmueble de alto-standing para su beneficio. Sin mancharse las manos pero también con decidida intención. Ahí está el primer acierto. Es decir, si la casa-chalet benetiana ejercía el influjo mefistofélico del aquelarre, el chalet que da cabida a esta exposición sirve de dispositivo de visibilidad pero también de topología del trauma, de cuerpo al que infestar, de monstruo al que derribar y del que servirse.

Una gran Almudena Lobera quizá ha sido quien mejor ha comprendido esta simbiosis parasitaria entre el arte (la gangrena, la carcoma que infesta) y el inmueble: a raíz de un decalaje de grados entre la disposición de la caja fuerte y el marco que la ocultaba, la artista traza un juego de ficciones para imaginar otra narración y otra historia de la casa. Una infrahistoria dentro de la historia convencional donde el propio chalet –y el espectador- es el protagonista.


Pero si la obra de Lobera atiende mejor que otras a esa paradoja del arte de “derruir” su marco de exposición, el trabajo de los demás artistas es de igual forma soberbio: Albert Corbí también utiliza la casa y algunos acontecimientos (sobre todo el día de la inauguración) para deconstruir las formas de mirar y, sobre todo, de mirarla; las pinturas, excepcionales, de Jordi Ribes y Maíllo; las esculturas magistrales de Clara Montoya; la pieza de ruinas de Luis Úrculo (que aquí ya dijimos que fue de lo mejor que se pudo ver el año pasado en Madrid); el video surreal-cómico de Momu y NoEs.

Pero sobre todo destacan dos piezas: la instalación hipnótica, llena de poesía y sutilezas que construyen entre  Karlos Gil y Belén Zahera, y  la obra (de éxito también en La Casa Encendida) de Kiko Pérez donde la gestualidad de la mano nos lleva a unas preciosas esculturas donde la presencia del espectador ocupa el lugar (la ausencia) del artista.  

En definitiva, una exposición indispensable para trazar los nexos del arte joven madrileño, para comprobar cómo el ejercicio comunal exortiza las impotencias del arte, para sumarse a lo tribal, a los poderes orgiásticos del arte, para testificar como el arte, en su silencio y en su incomprensión, en su mercadotecnia y su supuesto glamur, sigue profetizando la ocupación de ámbitos mundanos, el usufructo y derrumbe de ahí por donde pasa.

El arte surge en el silencio del hogar, en las paredes de una casa, pero todo se queda ahí: lo demás es rasgar esos muros, dinamitarlos en el canibalismo de una tribu que sabe de sus buenos gustos.

viernes, 8 de febrero de 2013

ENRIQUE RADIGALES: ENTRE LO ANALÓGICO Y LO DIGITAL


ENRIQUE RADIGALES: DISOLVENTE SOBRE .TIFF
GALERÍA THE GOMA: 17/01/13-23/03/13

 La jugada maestra es hacernos creer que nuestra vida no es más que una mórbida avidez por el poseer y el masificar cosas cuando, realmente, y haciendo caso de esa modernidad líquida de Lipovetsky, la ideología intrasistémica es más bien todo lo contrario: deshaceros de nuestras pertenencias, reciclarlas, eliminarlas, convertirlas en detritus, en basura, en basura tecnológica. Y es que la consigna es fluir: fluir más y más rápido. La paranoia elevada al cubo hace de nuestro mundo un espectáculo circense donde todo se guarda, todo se fotografía, todo se infografía... para poder olvidarlo, para poder consumirlo en esa compulsiva inmediatez donde no haya ya no solo un mañana sino un hoy mismo.

Así las cosas, normal que, comentando su propia obra, Radigales recurre a una cita de Virilio: “lo que está entrando en juego hoy en día no es la velocidad relativa, sino la absoluta. Avanzamos contra la barrera del tiempo. La virtualidad es la velocidad electromagnética que nos lleva al límite de la aceleración. Es una barrera irrebasable”. Todo se elimina en la termomix que deglute, a velocidad límite, el propio tiempo.

Lo problemático es que, eliminado el tiempo, cortocircuitado en su propia archinmediatez, las estructuras clásicas que han servido de soporte para una determinada idea de sujeto son desplazadas. Porque la memoria, el garante principal de la experiencia humana, queda de este modo adelgazada de modo problemático. El soporte, ahí donde nuestras experiencias quedan salvaguardadas para las generaciones venideras, modificado según la rapidez con la que el tiempo necesita fluir, queda ahora referido a un hardware donde el almacenaje es casi infinito pero donde, en una paradoja tecnológica de corte heideggeriano, la capacidad de olvido es absoluta. Esa es, como dijimos anteriormente, la tesis del tardocapitalismo: almacenar para poder olvidar, para poder olvida mejor y para almacenar más.
 
 

Así, y donde su trabajo se eleva varios palmos de lo que pudiera ser un jugar a los gadjets, la obra de Radigales aquí expuesta hace un trasvase fundamental entre lo que supone el soporte del medio artístico y el soporte de inscripción de la memoria y experiencias humanas. Este trasvase es fundamental porque, y aunque sea el núcleo fundamental que da origen al arte (la imagen como dispositivo mnemótico y condensador de tiempo), le evita caer en una práctica artística atrofiada preocupada más bien  de cuestiones de corte greenbergiano.

Y es que, suele pasar, muchas veces el arte desprecia su carga crítica, su potencial disruptivo, para entregarse en estado vegetativo a cuestiones de autolegitimidad onanista y a dibujar entorno a sí una idea de Modernidad como paulatina conquista que cada práctica hace de su medio específico, una conquista que oculta las verdaderas potencialidades que animan al impulso estético.

Radigales se sitúa en la intersección que forma lo digital y lo físico, en el umbral comunicativo que forman lo humano y lo artificial para, desde ahí, no ya solo hacer monerías con las paradojas tecnológicas que pudieran aparecer, sino que fuerza el diálogo material-inmaterial para reflexionar acerca de cuestiones que trascienden un mero antagonismo entre ambas realidades: portabilidad y consumo, obsolescencia del legado tecnológico, cuestionamiento del progreso tecnológico, son cuestiones todas ellas que quedan referidas, como él mismo dice, a una antropología, a una nueva manera de habitar el mundo que se nos anuncia como utopía pero que tiene también sus inminentes riesgos.


La fractura misma, ahí donde lo analógico y lo digital se tocan para separarse, la entiende el artista no como distancia con la que jugar hedonistamente ni, tampoco, como distancia a eliminar. Para él es esa misma distancia, trabajando en ella y sobre ella, rearticulándola crítica y políticamente, individual y colectivamente, la que hay que mantener. Mantenerla para no ser absorbido por un agujero negro del que no sabemos qué hay al otro lado, mantenerla para asegurarnos que lo que ganamos no será nunca más de lo que perdemos. Quizá ese es el arte: trabajar en la distancia, poner una distancia entre medias que nos haga comprender el mundo, relacionarnos con él y con nosotros mismos.

Porque quizá el humo nos ciegue y nos impida ver que siempre - nosotros, el arte y el tiempo- hemos funcionado igual: nosotros intentando almacenar los recuerdos y las experiencias, el arte ofreciéndonos imágenes con las que condensar dichos recuerdos, y el tiempo haciendo inviable tal proyecto, destruyendo los imaginarios, haciéndonos comprender que nuestro tiempo es efímero, que nuestro sentido siempre es un intento de salvaguardar lo que se terminará perdiendo.

En un estado general de catatonia hipertecnologizada, cuando parece que al tecnología vendrá para salvarnos, estas arqueologías tecnológicas que nos propone Enrique Radigales son verdaderos ejercicios de resistencia, una necesidad casi imperiosa para no sellar la brecha, para siquiera intuir que la traducción entre máquina y hombre no es siempre posible ni, mucho menos, deseable.

lunes, 4 de febrero de 2013

SIERRA/GALINDO: LOS ENCARGADOS


 
SANTIAGO SIERRA/JORGE GALINDO: LOS ENCARGADOS
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta el 02/03/13

 (texto original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=424)

 
Una procesión muy especial: siete coches de alta gama subiendo desde Plaza España por la Gran Vía madrileña hasta la Cibeles. Siete coches que cargaban con otros tantos retratos, situados bocabajo, del Rey y los seis Primer Ministro que ha tenido la democracia española: las caras visibles del régimen, "las de los encargados –como dice Sierra- de representar los intereses de la banca, del Pentágono, de Roma, de los terratenientes, del Ejército".

Como todo el trabajo de Sierra, la procesión en sí misma remite a un hecho social que, al devenir imagen-espectáculo, corre el riesgo de perder su potencial. Sin embargo, este trabajo no entra, pensamos, en complejas dinámicas en relación a las correctas relaciones entre arte y política: simplemente dar visibilidad al descontento ciudadano y a la indignación, representar el descalabro socio-político en una procesión con tintes de funeral.

 Efecto centrífugo de esta crisis que estamos viviendo es la interrogación que a cada uno se nos hace acerca de si estamos, o no, a la altura. A la altura de los tiempos, a la altura de las necesidades. Estar a la altura. ¿Estamos a la altura?, ¿está la sociedad a la altura?, ¿está el arte a la altura? Porque si ellos no, si ellos –políticos y adláteres- no lo están, eso no quiere decir más que una cosa: que la necesidad de respuesta nos rebota multiplicado su efecto devastador por cien.  

Pero quedémonos con la pregunta que nos importa aquí, la del arte. ¿Está el arte a la altura? Es decir, de una vez por todas, ¿está sirviendo el arte para algo? Porque nos cansamos de decirlo, se nos llena la boca: arte-político, como si fuera una coletilla, una obviedad que adjetiva lo común de unas prácticas llamadas a provocar un desacuerdo en el entramado sensible de la comunidad. Pero, ¿político, ahora que parece tener la oportunidad, es el arte político?
 
 

A estos efectos, por ejemplo, todo lo sucedido a raíz del 15M ha ayudado a dirimir posiciones en cuanto a la necesidad y utilidad del arte contemporáneo a la hora de servir cómo ámbito de resistencia y antagonismo a los poderes ya vertebrados del capital. Porque si bien es cierto que todo lo que sucedió a raíz del 15M no es arte, puede decirse sin embargo que sí tiene que ver bastante con ello. Es más: el 15M pareció encarnar a la perfección lo que desde teorías cercanas a la estética se estaba teorizando en los últimos veinte años: Miguel Ángel Hernández da una lista casi ad infinitum: “el evento de Badiou, la comunidad que viene de Agamben, la razón populista de Laclau, la visibilización del desacuerdo de Rancière, la fuerza de las multitudes de Hardt y Negri, el cuerpo sin órganos de Deleuze y Guattari, el antagonismo nsocial de Mouffe y Laclau… y mucho más: lo común, lo anónimo, lo participativo, la política de lo amorfo, lo sensible… cuestiones todas que han sido puestas sobre la mesa una y otra vez en el ámbito del arte”.  

Pero este “tener que ver”, este extraño aire de familia no es más que el principio de la cuestión. Porque el problema, apenas se plantea, se duplica en ambas direcciones: del arte hacia la política, y viceversa. El problema es que si lo político es asimilado por el arte, además de desactivar al propio movimiento, también –como corolario- se infiere que el arte es incapaz de actuar en la realidad. Y a la inversa, intentar desvincular totalmente el movimiento de lo artístico para no desactivarlo, se termina por incurrir en la misma desavenencia: que el arte carece de cualquier capacidad política para transformar las cosas.

Es la misma problemática a la que atendió Hannah Arendt cuando en La crisis de la cultura, en 1968, argumentó que el arte verdadero no tiene utilidad y por eso no debe de llamar a la acción política. Según Arendt, el arte y la política son dos esferas separadas: si la acción política implica medios o fines, por el contrario el arte es autónomo y no necesita justificación. De modo concluyente afirma que, cuando el arte tiene como finalidad la política, se convierte en propaganda. Que tales afirmaciones descansen en una mala comprensión de la noción de autonomía, que el ámbito público haya cambiado radicalmente desde el 68 hasta ahora, son obviedades que si bien desaprueban determinados criterios, han de hacer el esfuerzo de encontrar vías de comunicación más pertinentes entre el mundo del arte y el de la Realpolitik.

Mucho se podría entonces hablar acerca de las relaciones entre arte y política, relaciones que, sin anular el potencial de ninguna de ellas, deberían concitar la posibilidad del disenso, la articulación rupturista de un régimen de sensibilidades comprendido como nuevo reparto (en la terminología de Rancière) de sensibilidades. Pero lo que al menos sí puede decirse es que movimientos sociales actuales han encontrado en el arte una manera de lograr visibilidad. Es decir, una estética precisa a sus intereses, una ocupación del espacio público llamada a redirigir las visibilidades.
 
 

Porque de eso era de lo que se trataba: hacer que la voz de los “sin voz” sea visible, adquiera visibilidad, que lo invisible se torne visible. Lo importante del movimiento indignado es el de haber dado visibilidad a una nueva subjetividad, a una nueva víctima que, al contrario de lo que suele suceder, es capaz de tener voz, de hacerse visible. Y, en este régimen, ser visible es entrar en la política.

Es en este punto preciso donde se levanta la obra de Sierra y Galindo: dar visibilidad, otorgar una representación a la indignación que el sistema democrático provoca actualmente en el ciudadano medio. La indignación surgida como respuesta a la obvia desigualdad estructural que evidencia un sistema democrático con tics adquiridos, señala bien a las claras a su propio mito fundacional: el mito de la Transición. La democracia, deficitaria en primer momento por razones obvias, no fue nunca objeto de acicalado por los caciques de la cosa comunitaria, sino que, más bien, sirvió de repetición paranoide con la que poner trapos mojados a un sistema que se caía –y se cae- a trozos.

            Lo que escenifican estos artistas es el hecho de que la indignación no remite únicamente a un momento concreto y actual de la historia política española, sino que llega hasta la misma génesis del régimen democrático: en el origen de la gran crisis económica, institucional y política del país subyacen las carencias democráticas del pacto de la transición, la ausencia de la separación de los poderes del Estado, la falta de controles democráticos y de una ley electoral representativa, lo que ha favorecido la llegada al poder de gobernantes de escasa calidad (de Zapatero a Rajoy, y sus respectivos gobiernos) con responsabilidades directas en la grave crisis social del país y en la “corrupción ambiental” del Estado.

Porque la falta de democracia real que se aduce no se refiere sino a la confusión que ha reinado en la España democrática desde su reciente advenimiento en 1977: democracia no es reparto de voces, dar a cada uno la voz que le corresponde –dar a cada uno lo suyo-, sino, como diría Rancière, compartir una cierta batalla por el dominio del lenguaje capaz de rediseñar constantemente la distribución de las competencias. Partir de una igualdad de facto desde donde las competencias y los tiempos, las voces y las capacitaciones, basculen y se precipiten en desequilibrios disensuales capaces de articular un Nosotros como “elaboración del mundo sensible de lo anónimo, de los mundos del eso y del yo, de donde emergen los mundos propios de los nosotros políticos”. Porque no hay democracia sin asimilación de la razón del otro, el que no tiene voz, el que no es nadie. La indignación, pues, como movimiento necesario para la dinámica democrática capaz de aceptar la disidencia, la ruptura, la razón, en definitiva, del otro.

Es decir, en esta época post-ideológica, el advenimiento de resistencia social solo puede venir dado a raíz de una extraña moralización del capitalismo, moralización paradójica que logra dos suculentas victorias: autoevidenciar al sujeto indignado se como víctima, y señalar a los responsables del daño. Así, Gonzalo Velasco Arias comenta –en el indispensable libro El arte de la indignación- que “por primera vez en mucho tiempo, la insistencia en la necesidad de repartir la responsabilidad del riesgo fue evidenciada como un mecanismo de poder”.
 
 

Pero, por otra parte, asentada la indignación en una visión un tanto maniquea de la realidad, la necesidad de moralizar el capitalismo se convierte en una etiqueta que, apenas año y medio después, ve como la tibieza moralizante de la indignación se queda pequeña ante los últimos acontecimientos que jalonan nuestra realidad política. De juvenil vía de escape, de celebración panfletaria ante la que se nos venía encima, la indignación parecía buscar una resaca colosal para la depresión ante la que nos vemos lanzados.

Y aquí, de nuevo, se levanta la obra Los encargados: cuando la indignación moralizadora, cuando la remisión a la disidencia como premisa implícita de la titularidad como ciudadano del propio estado parece haberse quedado corta, Sierra y Galindo amplían la indignación para comprenderla como capaz de sublimar el malestar individual en un antagonismo de clase que genera importantes rendimientos políticos, tantos como para renegar de un régimen al completo, como para señalar con el dedo a cuantos culpables haga falta.

Así, las estrategias de materialización benjaminianas de la historia son ahora validadas como modos de enjuiciar la historia, de someterla al paredón de los ajusticiados. No remover las estructuras de lo que se ha hecho visible para hacer posible otro sentido escondido, sino, simplemente, negar la mayor: la historia, aquí y ahora, dicta sentencia contra lo ya-sido, contra el pasado, contra quienes fueron los encargados de delinear su líneas maestras. Se trata de traer la memoria del pasado pero no con visos de lograr redención alguna sino, más bien al contrario, para dirimir un enjuiciamiento general, un NO rotundo. No se trata de comprender que la esperanza está en el pasado, sino que la esperanza está en el presente debido a la gran negación con que se cifra el pasado.

Solo se puede juzgar la historia estando en el margen, y eso, actualmente, es lo que es capaz de inferir el movimiento indignado: no ser participe, ser víctima, estar en el afuera. Y es que, en un efecto inverso, eso es lo que provoca el sistema capitalista: la conquista paulatina de cada vez más ámbitos de vida a expensa de que sus habitantes se sientan cada vez más amenazados, sino incluso expulsados de ese sistema que dice beneficiarle. Como profetizó en su día Baudrillard “al final se cumplirá el sueño social y no habrá más que excluidos”. Ahí es donde estamos: una crisis, una reordenación de los efectos de ganancia, una redistribución de los costes para que el sistema se retroalimente de nuevo, pero que, al mismo tiempo, legitima a los “sin voz” para alzarla. 

Lo que logra Sierra y Galindo no es una precisa relación entre estética y política –de hecho no creo que les interese demasiado nociones como la de autonomía o indecibilidad estética. Lo que logran es dar cabida, crear el espacio, para que otros imaginarios representativos puedan tener lugar. De eso, cómo decíamos al principio, va el arte: de practicar y ensayar con las visibilidades para organizarlas de otra manera. Si como decía la teoría mesiánica de la historia de Benjamin “no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria”, Sierra y Galindo articulan una procesión donde la historia no redime a las víctimas sino que, sin compasión alguna, condena a los culpables.