sábado, 28 de diciembre de 2013

BRIAN ENO O LA BROMA INFINITA

  
BRIAN ENO: 77 MILLION PAINTINGS
SALA ALCALÁ 31: 18/12/13-30/03/14

Cuando en 1976, en la célebre entrevista post-mortem del “Der Spiegel”, Heidegger acaba su legado filosófico bajo el famoso epígrafe de que “solo un Dios puede salvarnos todavía”, no creo que siquiera intuyese lo negro que se iba a poner todo. Pero, claro está, una vueltecita por esta inmensa broma y, sin duda alguna, se le iban a caer los palos del sombrajo. Me le imagino sentado en unos de eso sillones y, creo sin duda, que el epitafio sería bien diferente: “esto ya no lo salva ni Dios”.  
Esa debe de ser la “experiencia única e irrepetible” que la publicidad promocional de la obra promete: el ser testigo de cómo el arte ha encallado en su propia nadería y no ofrece sino su negatividad más esencial. Y es que uno, nada más salir de contemplar esta manifiesta insustancialidad, solo puede pensar una cosa: que a peor, desde luego, no podemos ir. Es tanta la estupidez que se concentra en una única sala de exposiciones que, espectadores atónitos de una broma infinita, apenas atinamos a balbucear algo con un mínimo de sensatez.
Para quien no sepa de qué va la cosa aquí les dejo un resumen: hay 12 monitores de pantalla plana, hay un sonido ambiente (relajante, atmosférico), hay sillones a ambos lados de un pasillo central donde sentarse y “dejarse llevar”, hay –casi junto a las pantallas– un montoncito como de arena que funciona, pensamos, como burda metáfora del tiempo, y hay –en fin– un software generativo a base de algoritmos que va combinando aleatoriamente los –agárrense los machos– 300 elementos visuales y sonoros que el señor Eno ha ido creando en los últimos 25 años. Total y resumiendo: pónganse cómodos en sus butacones porque van a contemplar una obra que, para 7 millones de combinaciones, dura 400 años. Tal inmensidad hace que yo, que apenas aguanté cinco minutitos dentro, no pueda por menos que sentirme culpable.
El propio presidente de la Comunidad, el ínclito Ignacio Camacho, solo ha podido mascullar un inexpresivo "una exposición singular, (…), es algo que probablemente no hayamos tenido la oportunidad de ver anteriormente". Si lo hubiese dejado ahí, perfecto. Pero no, tuvo que apostillar que "la presencia de Brian Eno en Madrid representa un acontecimiento cultural de primer orden". Que Eno y sus secuaces hayan tomado el pelo a ciudades como México DF, Sidney, Venecia, Milán Abu Dhabi, Tokio, entre otras, no significa que aquí, que nos las vemos y deseamos para que el arte adquiera la significancia que merece, tengamos que también tragárnoslas como puños.


Pero, volviendo a una posible exégesis de esta obra imposible, he de decir, antes que nada, que nos merecemos lo que tenemos: nos merecemos aplaudir a quien aplaudimos. En un mundo donde la crítica es sin más arrojada a la papelera, somos caldo de cultivo para repetir poses ya aprendidas desde hace siglos y que ahora, enmarcadas desde el paradigma tecnológico que nos asola, saludamos como la quintaesencia de lo novedoso y a las que no dudamos ni un instante en catalogar como arte.
Dicho lo cual, solo nos cabe la seriedad de nuestros juicios y, si se me apura, su violencia. Lo que nos ofrece el bueno de Eno no es sino un refrito de aquel arte pretérito de las vidrieras góticas las cuales modificaban el haz lumínico según la luz que en ellas incidía, simulando así por analogía el entroncamiento humano con la divinidad. Y es que aunque mucho tiempo haya pasado desde entonces, la imagen sigue perteneciendo a esa misma ascendencia: la figurabilidad de la imagen es un misterio referido a una apertura en el campo de lo visible. El propio George Didi-Huberman lo dice mejor que yo: “figurar consiste no en reproducir o inventar figuras, sino en modificar unas figuras y, por lo tanto, en llevar el trabajo insistente de una desfiguración en lo visible”.
Lo que sí que ha cambiado es el sesgo de esa apertura que como indicio despierta y señala la imagen. Si antes estaba referida a servir de huellas de lo divino, ahora ha de estar llamada a operar –frente a la tiranía de lo visible siempre referido a un régimen escópico hegemónico– una interferencia, un desgarro en el propio tejido visible de lo que se nos ofrece. Es decir, la imagen ha de estar llamada a hacer operativo el síntoma: ahí donde lo simbolizado es puesto en crisis; el saber que, pese a la inmanencia actual de lo visible, existe siempre un point de capiton lacaniano que, aunque precario, evita el total desorden, la psicosis, el desanudamiento total de la realidad.


Así pues, toda imagen es un pensar el no-saber, es un discernimiento sobre la bisagra que modula las dos únicas posibilidades: o comprendemos y estamos en el mundo de lo visible, o no comprendemos y estamos en el mundo de lo invisible. Y si hoy en día la realidad no está sacramentada, sí que está construida según los dictados de una razón inhumana y dogmática: la imagen, su pensatividad, si bien ya no descansa en el matriz de relaciones renacentista, si que ha de ser referida a un mismo paradigma: la de correr el riesgo de lo impensable. Lo simbólico, aún en la inmanencia de la imagen-mercancía, todavía precede e inventa la realidad.
La obra de Brian Eno, por mucha estética generativa que nos trate de dorar la píldora, no es sino un ejercicio de anacronismo sin paliativo alguno. Es un tirar de tecnología para referirse a un mirar que no descubre nada nuevo sino que, más bien, se contenta ciñéndose a la lógica de la presentabilidad absoluta del hipercapital. Una imagen –siempre– es un acontecimiento, no un refrito computacional.
En la misma entrevista con la que hemos comenzado, Heidegger continúa: “todo funciona, esto es lo inquietante, que funcione y que el funcionamiento nos impele siempre a un mayor funcionamiento”. A esta misión de hiperfuncionamiento se suma, sin duda alguna, esta broma infinita de Eno: 400 años mirando justamente aquello que se nos da a la vista, un mirar desacramentado, despolitizado, acrítico, fungido con la praxis de esta aldea global, de esta panosfera donde todo se ve, donde todo funciona.
Tamaña sinvergonzonería no cabe.  

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