jueves, 5 de diciembre de 2013

ANTONIO ROVALDI: O CÓMO DECIR EL SILENCIO






ANTONIO ROVALDI: DOMANI PENSAMI IN BATTAGLIA
GALERÍA THE GOMA: 14/11/13-22/12/13

Siempre se nos ha dicho que el arte es un toma de distancia: tomar distancia para trazar una nueva lógica implícita en el estado consensuado de los hechos; tomar distancia para infiltrarse en esa grieta apenas imperceptible, invisible a ojos profanos, y hacerla dinamitar desde dentro. Tomar distancia, pero nunca recorrer esa distancia; nunca llenar esa distancia con el propio cuerpo; nunca trabajar directamente sobre ella.
Si esa distancia es, precisamente, la que separa el arte de la vida, por descontado que hay que mantenerla: renegociar sus límites pero siempre sabiendo que la distancia ha de permanecer. Esa, y no otra, es la condición -si se quiere trascendental- del arte: que nunca llegue a tocarse con la vida ya que entonces el juego de identidades haría implosionar a los propios conceptos.
Ahí se juega todo el destino del arte: en trabajar para que suceda una cosa que no es en modo alguno deseable. Pero la paradoja no es tal: es simplemente el juego antinómico que permite que la ecuación siempre tenga un exceso, un excedente de significatividad irresuelta, un monto de objetividad no resuelta. Solo desde ahí puede el arte desplazar las fronteras, mover el juego consensuado de la realidad. De ahí que, siempre y en cada caso, el arte de la modernidad se haya comprendido como una reflexión sobre sí mismo: porque el arte, pensándose, refleja la posibilidad de una renegociación con su gran otro: lo real.
Si el lenguaje, diría Wittgenstein, refleja lógicamente el mundo, el arte refleja –estéticamente- las relaciones objetivas en que se sustenta la noción de realidad. Y las sustenta para modificarlas, para transgredirlas. Y si para el primero lo que no se puede decir no se puede pensar, el arte establece ese nexo fundamental para hilar una nueva aproximación al régimen de posibilidades sobre la que se eleva un mundo, aquel que en cada caso es el nuestro: es decir, para decir lo indecible.


Antonio Rovaldi (Parma, 1975) es un artista, un fantástico artista, que muy a pesar de todo lo que acabamos de decir, se instala en ese ‘entre’, en esa distancia…para recorrerla. La diferencia quizá solo atienda a metodologías, pero se nos antoja fundamental para poder dar cuenta del trabajo de un artista que, apenas salimos de la galería The Goma, sabemos no olvidaremos fácilmente. Comúnmente la distancia está ya ahí, es inmanente al sentido del mundo, del lenguaje y del arte. Este último, como hemos dicho, trata de darle forma, de hacerla visible, de problematizarla; pero Antonio Rovaldi se pone en camino (literalmente) para materializarla, para encarnarla en su propio cuerpo, en sus propios pensamientos, en su propio esfuerzo de andar la distancia, de recorrer la distancia.
Así las cosas, Rovaldi no tiene estudio: su estudio –cómo él mismo dice- es su bicicleta. Pedalear: preciosa metáfora para un hacer diferente, para una praxis que, como la propia dinamo, se realimenta a sí misma. No sé si se me entiende: el trabajo estético de este gran artista consiste en pedalear recorriendo una distancia. El trabajo artístico no consiste para él en articular un nuevo sentido para esa distancia, sino recorrerla y, recorriéndola, tener una experiencia novedosa de aquello que está ya ahí. El potencial subversivo de su hazaña es extrañamente imponente.
La distancia bien puede ser física o mental; pero siempre su labor descansa en una desconexión de finalidades de lo que puede ser comprendido como normal. Rovaldi se asienta así en una indecibilidad y la toma para así: la encarna. Para Rovaldi no hay distancias: todo consiste en ponerse en camino. Si la realidad es un pliego rizomático de conectividades dadas consensualmente por buenas, su arte consiste en repetir algunas de ellas para hacer aparecer lo otro, lo diferente, lo olvidado, lo que permanece no dicho, no visto. Trazar, por tanto, de nuevo una huella que hay que recorrer no solo con la mente sino también con el cuerpo. Es en esta repetición novedosa de la distancia donde surge lo indecible: el hecho inexcusable de que toda historia, todo dato, toda realidad, permanece como una narración irresuelta, latente en busca de un sentido primigenio que nunca será el acordado. Todo (la propia realidad en primer lugar) no es más que la bastedad de una historia que está siempre por escribir.
Pero, podría decirse, ¿por dónde empezar? En este magma ingente de narraciones latentes que hemos organizado como datos desde donde establecer unas coordenadas básicas a las que llamar ‘realidad’, ¿qué indicio seguir, que vestigio buscar, que narración continuar? Si –otra vez Wittgenstein- una proposición, en la inmanencia de toda producción humana, refleja el mundo, todo narración refleja igualmente la otra mitad de ese mismo mundo, aquella justamente que permanece indecible. Es decir: todo comenzar es estar ya en la senda para recorrerlo todo. Un mundo es un libro que puede ser leído desde cualquier página.

                Ahora mismo viene de inaugurar hace unos meses en su galería italiana (Monitor) una exposición de fotografías donde se ve, en todas ellas, el horizonte de la costa italiana. Rovaldi pedaleó durante meses por la costa recorriendo Italia de norte a sur y fotografiando, a diferentes horas del día, ese horizonte que le acompañaba en todo ese peregrinar vital. El horizonte, por tanto, como una distancia imposible pero que sirve como aliento al propio recorrer físico. Respirar y mirar, pedalear y mirar, recorrer una topología –una historia- para reinsertarla en el conjunto total de las experiencias del artista-hombre. Quizás haya que fracasar como artista para avanzar como hombre: bien podría ser ese el impulso que le alienta.
Pero no son todo distancias físicas, geográficas: también, en su trabajo, se alude a las distancias emocionales. Sin ir más lejos, en su primera exposición en The Goma, Rovaldi se insertaba en otra historia: esta vez la del poeta suizo Robert Walser  que, habiéndose escapado del manicomio donde pasó sus últimos 23 años, fue encontrado muerto en el bosque de Herisau (Suiza) por el niño Erwin Brugger el día de Navidad de 1956. Rovaldi se une a éste (ahora ya adulto) para repetir ese último paseo: una repetición en busca, otra vez, de algún indicio, de alguna pista sobre ese insondable silencio en el que se recluyó el propio Walser en sus últimos años.
Claro que, al final, la indecibilidad nunca es resuelta. Pero no por ello puede hablarse de fracaso. Esa ingente cantidad de poemas nunca escritos por Walser están en esa otra mitad de los acontecimientos que no por no actualizarse dejan de ser también reales. Andar lo andado, caminar lo ya recorrido una vez, no remite al hecho de la búsqueda del misterio, sino –casi al contrario- a sostener ese mismo misterio, a reactualizarlo en otra narración que no busca sino la repetición de lo inexplicable (¿cómo es posible no escribir ni una sola línea en 23 años?), la asunción de lo indecible, la necesidad, en definitiva, de mantener el silencio, de dejar las historias como están, no con un final cerrado (ese sentido del mundo) sino navegando en su propia inactualidad. 


En esta ocasión, para la exposición que nos ocupa, Rovaldi abre su vida a otro acontecimiento mínimo para dotarlo de sentido a través de un recorrido, físico y mental. Partiendo quizá de esa premisa del artista como trapero del que hablaba Benjamin, nuestro artista no solo acumula y recicla despojos, objetos ya inutilizados, sino que los dota de una nueva narración, los reinscribe en el mundo y los hace fetiches no ya del régimen productivo actual, sino de otro régimen, aquel que alienta entre las vivencias y los sentimientos, entre la memoria y la imposibilidad de reencontrar lo ya perdido.
Hace dos años, compró en el Rastro madrileño una figurita a la que le faltaban los dos brazos. Lo que se puede ver en la galería The Goma es la gesta de una hazaña mínima pero heroica: es el acto de ponerse en marcha y renegociar todas las distancias habidas en ese simple acto de comprar lo aparentemente inútil para, después, reinsertarlo allí de donde procedía. Rovaldi le pone los brazos, se hace con una bicicleta vieja y se pone en marcha, desde Milán a Madrid, para devolver la figura y, así, dotarla de historia. Quizá una más, no sabemos, una historia más que aunque no logre dar solución a su enigma sí que la sostenga –y nos sostenga- un poco más de tiempo con vida. Igual que con Walser ,no se trata de resolver enigmas sino de sostenerlos, darles el aliento que van perdiendo: de eso se trata, de, en el argot mundano, fracasar  
¿No hay un mismo antecedente en el hecho –poético- de devolver los brazos y en el hecho –mecánico- de recomponer la bicicleta?, ¿no hay implícito en ambos una lógica de los acontecimientos muy lejana a ésta con la que nos desayunamos todos los días, la de lo útil y lo inútil, la del beneficio o la pérdida? Seguro; y por ello Rovaldi es un artista brutal, un demiurgo de nuevas lógicas y nuevos emplazamientos, un arquitecto de lo infraleve, un chamán de lo indecible: eso que habita entre nosotros pero que hace ya tiempo nos hemos cansado de esperar. No nos hagamos los duros: al mundo le falta misterio y Rovaldi viene a alentarlo.  


Quizá todo se resuelva volviendo, por tercera vez, a Wittgenstein: “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Si Derrida corrigió al sabio de Viena aduciendo que aquello que no se puede decir hay que escribirlo, Rovaldi corrige a ambos: lo que no se puede decir hay que repetirlo, hay que recorrerlo en toda su distancia, hay que reinscribirlo, una y mil veces, en un acontecimiento que, si no que diga, al menos que muestre donde habita ese silencio que tanto nos acongoja. "I´ll tell you why", dice, "te diré porqué": el rótulo solo puede aludir a dos cosas: o a un insondable silencio o, esperemos, a abrir el libro de la vida por otra página y regalarnos otra narración, otra hsitoria mínima, otro etapa en bicicleta para abrir el tiempo de los acontecimientos a su misterio: ¿por qué el decir nunca llega para decirlo todo?  Muy sencillo: porque hay que recorrer lo dicho en bicicleta.
Pocas veces puede uno decirse, al salir de una galería, que acaba de asistir a uno de los eventos del año. Pocas veces, sí. Pero a veces pasa. A veces, por ejemplo, como al salir de The Goma después de haber visto la última exposición de Antonio Rovaldi.

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