miércoles, 11 de septiembre de 2013

ADORNO: 110 AÑOS DE SU NACIMIENTO. RAZONES PARA UN DESACATO


Der Spiegel: Profesor Adorno, hace dos semanas el mundo parecía en orden...
Adorno: A mi no.

En el que fue el último número de la revista Archipiélago, allá por el 2008, se decidió hacer un pequeño especial sobre Adorno debido a que, según cuentan, había que recomponer un poco su figura después de que cinco años antes, con ocasión del centenario de su nacimiento, ésta hubiera quedado un tanto mancillada con epítetos tales cómo pesimista atroz, hermético oscurantista y, el que sin duda más nos gusta, elitista apocalíptico. Hoy, cinco años más tarde, en el 110 aniversario del nacimiento del filósofo, bien se puede decir que los esfuerzos de la revista no han surgido ningún efecto.

En ese mismo número, como no, se alentaba tener cuidado también de aquellos otros: de los exégetas del filósofo de Frankfurt, de los hermeneutas del profeta, de los aduladores de lo jeroglífico. Y sin duda que se nos tildará precisamente de esto último: de vocinglero que, no teniendo donde caerse muerto, proclama a los cuatro vientos las bondades de un pensamiento tan ambiguo como fanático. No nos importa, la verdad: sabemos dónde jugamos y, conociendo que lo que se lleva es la sensiblería e inocencia perroflaútica, nadar contra corriente es, sin duda, lo mejor para la salud.

Dicho sea con brevedad: hoy, confabulados en la cháchara tuitera, ahogados en la marabunta informativa, abotargados en espectros culturales, afanados en espolvorear lo que queda de realidad con nuestra inoperante indignación, no soportamos que nadie venga a cantarnos las cuarenta. Y es que, se mire por donde se mire, estamos encantados con lo que somos. Si bien se puede decir que el pensamiento de Adorno nace como respuesta al fracaso marxista, hoy, cuando los fracasos los contamos ya por decenas, hemos preferido construirnos nuestra esfera de cinismo ilustrado que sacar fuerzas de flaqueza e intentar quien sabe si un último fracaso.

Quizá no sea para tanto y nosotros no seamos más que el último resorte de una ideología que se las sabe todas. Si siempre se supo que el Estado del bienestar tenía gato encerrado, quizá no sea sino ahora que le caen palos de todas partes cuando más deseos tenemos todos de no perder lo que ya tenemos. Sí claro, desear deseamos todos –decimos- lo mismo: pero es el deseo de quien sabe nunca será (afortunadamente) satisfecho, es el deseo de quien obedece al mandato superyoico de la propia ideología. Y es que la ideología se ha metamorfoseado hasta el paroxismo de que las ideas hegemónicas no reflejan directamente las ideas de la clase hegemónica (Zizek) de modo que todo gira en una laxitud placentera gracias a la cual hemos hecho de la “vida dañada” nuestro hogar más querido.


La cuestión es: ¿seguimos deseando –léase, pidiéndole favores a “papá Estado”- porque hemos descubierto que somos homo sacer con lo cual no nos queda otra que pedir ser incluidos en el reparto, o bien seguimos deseando porque no queremos desvelar el velo de la ideología y descubrir que sí, que efectivamente somos los parias del sistema? La cosa tiene su miga pero como el efecto es el mismo (una recaída ideológica que hace que deseemos –que sigamos enchufando jouissance al Gran Otro- para que la ideología siga su funcionamiento) lo dejaremos ahí no sin antes delinear la conclusión: esto de ser antisistema, de ir en contra, de –incluso- llevar a cabo una crítica a la ideología, es más complicado de lo que nos imaginábamos (nosotros, que pensábamos que con indignarnos era suficiente).

Y es este punto, pensamos, donde la inactualidad –muy a nuestro pesar- de Adorno se hace evidente: porque su pensamiento arruina el buenismo flatulento con el que las sociedades dromóticas de la superabundancia apuran sus deseos testosterónicos de que acontezca la revolución. Eso, precisamente: lo mismo que se le echó en cara al propio Adorno, la presumible inmovibilidad de su teoría, el no pasar nunca a la acción.

¿Paradoja entonces?, ¿un pensamiento que se jacta de apurar hasta la última gota la teoría es despreciado por una sociedad que se aturulla en una praxis impotente que refleja únicamente los pocos deseos que se tienen de que la cosa cambie? Precisamente. Porque la profundidad del pensamiento de Adorno socaba y echa por tierra la profusión sensibloide esa con que nos desayunamos día sí y día también: change your mind, change your future. O, lo que es lo mismo, la sensación de tenerlo todo bajo control, incluso nuestra indignación.

Adorno, su pensamiento negativo, toma conciencia de que toda identidad es falsa, que descansa en una convención violenta que, asumida con el nombre de razón, se erigió en destinación última del espíritu. Pero, socavada la realidad por esa falsedad endémica, todo revienta por dentro; y si no revienta es porque hay fuerzas tectónicas que se esfuerzan en seguir sujetando el tinglado. Es ahí, en la referencia a esas fuerzas de la razón donde se asienta todo el pensamiento negativo: no forzar el pensamiento apoyándose o proporcionando unas reglas para la acción capaz de desanudar tales fuerzas sino, por el contrario, estudiarlas, pararse una y otra vez a mirarlas con detenimiento y comprobar cómo esas mismas fuerzas son paradójicas: llevan en su seno la apariencia de la contradicción desde la que se erigen.


Es decir: frente a los dinamiteros de lo real, frente a los chanchureros de las barricadas, Adorno asume un pensamiento dialéctico que ayuno de síntesis prefiere fijarse en los momentos de tesis y antítesis. Y es que en tales momentos no solo el sujeto es alienado y enajenado sino que la contradicción del capitalismo que provoca tal sujeción queda como resto de apariencia, como reflejo del momento ideológico del que da cuenta tal contradicción. De este modo es solo manteniendo dicho momento dialéctico, sin de inmediato auspiciar una superación que sabemos inversión ideológica, cómo puede la emancipación humana seguir teniendo encendida la vela de la posible imposibilidad. La dialéctica negativa, por tanto, va arrojando luz constantemente en el proceso de inmersión del mundo para que el proceso emancipatorio nunca se quede conformado ni con un ‘no’ ni con un ‘sí’: ni nunca ya del todo imposible, ni nunca todavía arribados a donde pertenecemos.

Y, pensamos, por eso precisamente Adorno es apartado del tablero de juego: porque hace evidente que la ideología ha llegado hasta tal nivel de mímesis que todas nuestras jugadas son poses de cara a la galería. Y es que realmente no hay quien nos tome en serio: como buenos hijos disciplinados del capitalismo lo queremos todo y, sobre todo, lo queremos ya… De inmediato, para que tengamos la certeza de que el Estado (el Otro) no nos lo podrá conceder y así podremos seguir cuidados y mimados por él, conectados a su máquina productora de realidad. Adorno supo ver, y ese es su mayor pecado, que la ideología nos hacía desear precisamente aquello que no decíamos: de que por mucha pintada en los muros que hagamos, es justo lo imposible lo que no tenemos ninguna gana de que suceda. O, dicho lacanianamente, estamos cómodamente sentados como Últimos Hombres nietzscheanos, nos creemos tan bien nuestro papel de cínicos embaucadores indignados, que romper el principio de placer-realidad con un Acto político radical nos suena a chino. Es decir, y aunque parezca mentira, Adorno prefigura el estado ideológico al que por ejemplo Zizek se enfrenta. Y es que el esloveno lo tiene más que claro: si la crítica ideológica clásica supone que las prácticas sociales son reales pero las creencias para justificarlas son falsas, Zizek invierte las posiciones desvelando que la falsedad está del lado de lo que ‘hacemos’ y no de lo que decimos. O lo que es lo mismo, es cierto que deseamos el Acto político radical –tal idea es real- pero nuestra práctica socio-cultural parece desmentirlo a todo momento.

El supuesto elitismo, esa renuncia a todo lo que huela a vanguardia (que, como decimos, es el cacareo que más nos pone) va parejo al desprecio que pudiera causar su figura en muchos. Sin embargo, pensamos, Adorno no es un caduco intelectual melancólico por el tiempo que fue, llorándose de la impronta maléfica de los nuevos medios de comunicación: precisamente es en el seno de la ideología capitalista donde la cultura, el arte, podría obtener los mayores réditos –en relación a cumplir su función- y donde ha de pensarse críticamente sin ceñirnos a un idealista tiempo pasado. A diferencia por ejemplo de lo que pudiera sostener Lukács, para quien la cultura es un conjunto de productos aislados que ya no tienen utilidad para el mantenimiento de la vida, Adorno sostiene que la ‘autonomía’ de las formas culturales es solamente posible bajo el capitalismo. Por ejemplo, y como prueba un botón, entre sus escritos hay una cita donde se afirma que “la industria de la cultura contiene dentro de í el antídoto a su propia mentira”.


El punto de fractura es que, mientras que para Lukács la cultura (como ideología capitalista) entra en contradicción improductiva al presentar un hombre como fin en sí mismo pero que, por el contrario, el propio sistema capitalista le sitúa simplemente como un medio para otro fin, para Adorno es justamente esa la situación la que posibilita el mantenimiento de la cultura. Y es que esta, la cultura, no debe ser pensada como el lugar de superación de las contradicciones, sino como el lugar, precisamente, que expresa esas mismas contradicciones. De este modo, y según él, “el análisis de la cultura de masas debe ir dirigido a mostrar la conexión existente entre el potencial estético del arte de masas en una sociedad libre y su carácter ideológico en la sociedad actual”. El problema surge cuando los productos de la pseudocultura colapsan todo rasgo de mímesis productiva, cuando amputan todo el aparato de contradicciones que conlleva el ser producido bajo el régimen capitalista.

Creo que, tampoco en este punto, podemos ser demasiado inocentes: entre las supuestas potencialidades que pudieran venir de una escucha distraída, como decía Benjamin, y el caudal de sufrimiento incomunicable sobre el que eleva Adorno su teoría estética, ya no hay punto medio que alcanzar porque la autonomía del arte ha sido vendida en el mercado negro por un puñado de dólares. Es decir, cuando las propias relaciones de producción sedimentadas en el fetiche mercancía son ahora remitidas a instancias inmateriales y virtualmente generadas, seguir el rastro de la cosificación y reificación de los mundos de vida se vuelve una tarea imposible. Es decir, es el propio aparecer de la obra lo que ha terminado por ser cosificado. De este modo la hiperpresentabilidad del signo, consumido en su propia inmediatez, hace inviable cualquier auspicio de potencial alegórico. El fetiche de la imagen-mercancía ya no remite a unas relaciones de producción ocultadas, sino a una evanescencia de las propias coordenadas de lo real. Es de nuevo la ideología quien lleva la voz cantante: no ya solo ocultar la realidad sino, más imponente aún, ocultar el hecho de que la ocultación de la realidad está siendo ocultada.

Para llevar a cabo este programa el sistema lo tiene claro: nos quiere y nos quiere a tiempo completo. Tanto en nuestras fases de implementación productiva como en nuestros remansos de ocio y divertimento, ya se hable de producción material como de pensamiento inmaterial: nos quiere a pleno rendimiento, enchufados a la máquina de goce todo el tiempo. Así las cosas el juego de apariencias ha devenido nuestra única topología libidinal y bien se puede decir que, senectantes ante el zappeo convulso, la única experiencia estética es la de saber que no hay salida.

Y por último. El Brujo, en la representación teatral de la Odisea que hasta hace unos días ha realizado en el Teatro Alcázar de Madrid, terminaba la obra cuando Ulises, por primera vez en todo el relato, no comprende lo que le dicen los dioses. Y es que, una vez regresado al hogar y una vez vencidos los pretendientes, Ulises se cubre de sangre matando a todos los familiares de los pretendientes que acudían a su casa escandalizados por la matanza que había tenido lugar. Es entonces, cuenta, cuando los dioses, asustados quizá por la sed de venganza del héroe, le paran los pies invitándole a acoger otra ley. Una ley que es puro escándalo para la razón: el mal para tu enemigo es también mal para ti, … ¡¡el mal para tu enemigo es también mal para ti!!


Es decir, se abre un nuevo tiempo no ya bajo la égida de la hospitalidad desmedida del otro, que no es más que otro a quien bien puedes amar o asesinar, lo mismo da, por otro tipo de acogida donde ha de mediar siempre una medida de no agresión. El engaño es haber pensado que dicha ley es, en contra de aquel otro mundo mítico, una ley racional, cuando no es más que el propio mito retorciéndose ante su propia angustia. Y es que esa nueva medida, la medida democrática, es violenta e impone el olvido como estrategia selectiva ante la que hacer avanzar la historia.

Dialéctica de la Ilustración, o del Iluminismo, el reconstruir nuestra propia historia para evidenciar los silencios operados. Esa nueva medida para con el otro no supone benevolencia alguna: es la perversa estrategia de una razón que sabe que es solo mito y que, como tal, solo puede hacerse más fuerte, marcar distancias para, desde ahí, irrumpir con la salvajada, con la mayor barbarie que uno pueda imaginar. Y es este tiempo en el que estamos, cuando la ideología democrática impide a todas luces la ejecución de un Acto radical, donde las apariencias, más que reflejar un estado contradictorio, hacen de espejo ante el que multiplicar los efectos placebo de una fantasmagoría por la que nos sentimos fascinados.

¿Despertar de la pesadilla? Quizá sea esa, para acabar, la incomodidad de un pensamiento como el de Adorno: que nos dice que no podemos salir de ella, de la pesadilla, pero que no por ello podemos caer en la pose contestataria simplona, no por ello podemos hacer del arte un tinglado para mayor gloria de las hordas turísticas, y no por ello podemos seguir subyugados por una razón que ha mostrado más que razones para renegar de ella. ¿Son acaso estas, y las que me dejo por el camino, pocas razones para no desfallecer?

En fin, quizá retomando el inicio de una entrevista para Der Spiegel poco antes de su muerte (las mismas que nso han servido para empezar este texto) de lo que se trata, la razón por la que el pensameinto adorniano es teriblemente potente en la actualidad, es de nunca tomar lo que sea la realidad como garante de un orden implícito, de ninguno, aunque eso signifique ir contra la corriente recalcitrante de quienes se lo saben ya todo.

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