viernes, 17 de mayo de 2013

LOS CONTORNOS DEL ARTE: LAS HUELLAS DE SU AUTONOMÍA



PABLO VALBUENA: CRONO-GRAFÍA
GALERÍA MAX ESTRELLA: 06/04/13-31/05/13

 En su quedar instituido como instancia crítica, el arte –desde su puesta de largo ilustrada- se vio de golpe y porrazo con una de sus posibilidades más paradójicas: la de servir de operador disensual de las propias condiciones de posibilidad del arte. Es decir, al quedar anudado a los procesos críticos de construcción de la esfera social, al ser el modo de aparecer de lo político y, en definitiva, al ser el modo privilegiado de oposición frente a la dogmática razón instrumental, el arte, debido a que él mismo es un producto social e ilustrado, atenta críticamente contra sus propias bases de efectividad.

Esto, que al principio pasó un tanto desapercibido, ha ido tomando mayor protagonismo al tiempo que la razón se ha ido haciendo fuerte en sus presupuestos más cosificadores y regresivos. Quizá el punto de no retorno vino auspiciado por la emergencia de los nuevos regímenes de reproducción de la imagen. Porque, mientras la fuerza de producción estaba ligada a la corporalidad del artista, las relaciones de producción no podían, por mucho que quisieran, variar mucho en sus requisitos. Sin embargo, la transformación de los modos de reproducción y exhibición del arte -debido a las nuevas condiciones que imponía la reproductibilidad técnica como fuerza de producción inmaterial- aceleró la necesidad de crítica del arte respecto a sus nuevas condiciones. 

Dicho de otra manera: si el campo estético se comprende como instancia autónoma donde lo social y lo político toman forma sensible de modo que se pueda trabajar críticamente con ese material, el cambio de función que Benjamin vio provocado por la emergencia de los nuevos modos de difusión y producción artísticos, no hicieron sino acentuar la propia capacidad de la estética para comprenderse como dispositivo crítico con toda la producción ilustrada, entre ellas, como no, el propio arte.

Así, hoy en día, las estrategias artísticas preocupadas en reflexionar acerca de las propias condiciones de existencia del arte se multiplican casi ad infinitum. Desde el propio material artístico hasta el mercado del arte a escala mundial, nada queda fuera de esta vorágine autoreflexiva: la exposición, el cubo blanco, el cubo negro, la ideología inherente a la propuesta expositiva, la figura del artista, del comisario, del espectador, del coleccionista, de la propia obra de arte, el museo-exposición como dispositivo visibilidad, la muerte de la pintura, del arte, el estatuto actual de la escultura, de la performances, etc, etc., etc.


                Lo difícil de este planteamiento es saber cuando la autoreflexión logra socavar alguna premisa fundacional del arte y cuando, por el contrario, no se trata más que de una estrategia archisabida que tiene en eso de la autoreflexión la oportunidad manifiesta para hacer cada uno de su capa un sayo. Porque esta capacidad del arte para pensarse a sí mismo no es una gracieta más acuñada por un arte sobredimensionado filosóficamente sino que, de forma original, es su más clara razón de ser: solo pensándose logra el arte todavía atesorar sobre sí alguna capacidad de crítica disensual frente a la implantación cada vez más programática de una razón hegemónica. Es decir, la posibilidad de autonomía para el arte viene cifrada en la capacidad del arte de resignificarse constantemente con su propio legado e historia.

Quien en el curso del último mes y medio, desde que el día 6 de abril se inauguró la exposición, haya ido asiduamente a la galería Max Estrella habrá podido comprobar cómo sus paredes, en contraposición al propio espacio expositivo que permanece invariablemente vacío, se llenan cada vez más de dibujos poliédricos: cuadrados, rectángulos, círculos, intersecando entre ellos y de diferentes tamaño pueblan paulatinamente las paredes de la galería de una arquitectura bidimensional suprematista que si bien tiene algo de orgánico remite a una lógica que es preciso desenmascarar y que supone el grueso de reflexividad de la exposición.   

Estas líneas poligonales remiten a una ausencia que da qué pensar, una ausencia que si bien puede pasar, como de costumbre, desapercibida, es capaz de conciliar en torno a sí una reflexividad acerca del propio hecho de “exponer”. Porque esos vacíos no son sino los emplazamientos que en los últimos años (desde 2010) han ocupado las diferentes obras de arte que han formado las propias exposiciones de la galería Max Estrella. Siguiendo un orden inverso, empezando por la última exposición (la de Perianes), en total quedarán “representadas” 193 piezas referidas a 16 exposiciones. Así, paulatinamente, las paredes, suelo e incluso techo de la sala de exposiciones tomarán una densidad gráfica que, lejos de representar nada, apuntarán a un vaciado simbólico, a una huella que no supone ninguna respuesta sino, más bien, muchas preguntas: ¿qué estamos comprendiendo por arte?, ¿a qué condiciones –de exhibición y producción- lo estamos llevando?
 
 

Si el trabajo de Pablo Valbuena se ha interesado en la interrelación espacio/tiempo creando para ello interesantes arquitecturas temporales, en esta ocasión esta reflexión le lleva a situarse en el núcleo duro de lo artístico. Y si decimos lo artístico es porque con sus cronografías va desvelando otro entramado, parejo a este que nos ofrece, y que atiende al nombre de “mundo artístico”. La densidad gráfica que paulatinamente tomará la sala servirá de catalizador para hacer evidente, precisamente, aquello que no se ve y que, en el ser propio de una exposición, quedo oculto como ideología. Qué se entiende por “arte”, por exposición, por obra, por obra cerrada y acabada, en qué condiciones de celeridad trabajan todos los agentes implicados, cómo a fin de cuentas es el capital el que dicta sentencia –se vende/no se vende.

Superponiendo huellas, Valbuena logra un sustrato inmaterial e inasible pero que golpea precisamente por su hacer visible lo que no se ve. El espectador, entre esos lugares vacíos, va configurando una topografía ideológica que es siempre ocultada por las propias estructuras de posibilidad del arte. Así, lo que hace esta inteligente exposición es delinear un mapa de la memoria de un arte que, lejos de atrincherarse en su acabamiento, en su estar a la espera, se lanza desbocado en busca de no se sabe qué: una bocanada de aire más, una algo de refresco, un poco de tiempo, una postrera jugada maestra.

Y lo peor es que sabe, la mayor parte de las veces, que la suya no es sino una jugada perdida, una tirada de dados que, antes o después, será devorado por los tiburones de la cosificación tardomoderna. No obstante, esa autoreflexividad que arriba designamos como la característica más preciada del arte es la marca de su insolubilidad: por muy mal que esté la cosa, por mucho que sea el campo ganado por los mundos regresivos del capital, siempre el arte, anclado en esa autonomía autoreflexiva, será garante de una emancipación siempre a la espera. Exposiciones como ésta, que aciertan levemente a sopesar esa potencialidad nunca sedimentada por el oprobio de la mismidad, marcan siempre esa otra ruta, nunca seguida al pie de la letra pero sí que, en esa ausencia -como la de los contornos de Valbuena-, necesaria.

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