martes, 23 de abril de 2013

TECNOLOGÍAS DE LO SUBLIME: LA MEMORIA COMO RESISTENCIA

 

TECNOLOGÍAS DE LO SUBLIME. PAISAJES A CONTRATIEMPO
GALERÍA CÁMARA OSCURA: 06/04/13-25/05/13

 La pregunta es retórica, capciosamente retórica: ¿para qué sirve la tecnología si no es para emocionarnos? Pregunta/respuesta en una fórmula digerible y sin posibilidad para el escapismo. O estás o no estás. Sin embargo, basta no estar muy despistado para que, al ver el anuncio de Audi donde esa píldora pretende hacer que nos compremos una de sus máquinas, se nos pongan los pelos como escarpias. Porque, más que de una píldora se trata de un supositorio; porque, básicamente, ya no hay salida: cuando la tecnología, en las nuevas condiciones de construcción de la subjetividad, conquista también la esfera privada de la emotividad es cuando, a ciencia cierta, ya no cabe otra cosa que reconocer la derrota.

Si, como dejó dicho Brea, “la tecnología, definitivamente, es el destino”, bien puede decirse que nuestro futuro está adocenado en la alienación de una utopía cibernética que no abre ningún tiempo a esa esperanza inmanente tan adorniana, sino que bascula hacia un tiempo-cero catatónico sufragado por la única posibilidad que somos capaces de imaginar: la de la catástrofe.

No obstante, como buenos benjaminianos que somos, no nos dejamos derrotar tan fácilmente. Si Heidegger estuvo bien cerca –quizá sin darse cuenta– de la revolucionaria ontología marxista de la mercancía cuando profetizó aquello de que “allí donde habita el peligro, crece también la salvación”, nuestra misión, la misión estética del arte, es hacer lo posible por desajustar esa lógica reflexiva que hace coincidir el pensar con una tecnologizacíon precisa –panóptica y policial- de la ideología. Es decir, salvarnos. Porque, también con Brea, solo “cuando el pensamiento de relaciona con la técnica bajo ese régimen de ‘insumisión’, su resultado se llama: arte”.

Y eso, precisamente, es lo que acontece en la exposición que hasta el próximo día 25 de mayo puede verse en la Galería Cámara Oscura: insumisión y arte, un intento más que brillante de revertir las condiciones homogéneas e hiperconsensuadas de un régimen escópico perfeccionado en la tecnologización de sus redes de adiestramiento. Frente a una tecnología que abnega la totalidad de lo real, los trabajos propuestos en esta exposición dan cuenta de otros usos de la tecnología más preocupados en revertir los espacios y los tiempos, en hallar un campo donde presente y pasado se relacionen de modo tal que no sea la Historia lo que salga a flote, sino ejercicios de memoria, de recordación, llamados a reconfigurar el panorama ideologizado de lo ya-dado.   


La exposición, de pequeño formato, bien puede ser planteada como un ensayo para empresas mayores donde se dé buena cuenta de lo arriba expuesto. En este caso, el objetivo es de mediana escala pero sirve para dar buena cuenta de las potencialidades que guarda la estrategia: el concepto romántico de sublime es reactualizado para servir de campo de operaciones donde, al tiempo que es puesto entre paréntesis, propicie merced a efectos asincrónicos y conflictivos una reconfiguración de lo presente.

El punto de partida, pensamos, es un concepto de sublime que, a poco que se escarbe en él, se revela como concepto ideológico con el cual subsumir el propio ejercicio autónomo del arte dentro de unas coordenadas ilustradas orientadas a dos cosas: a trazar una frontera entre el arte y el no-arte, y un encapsulamiento estético donde el paso de una razón –teórica– a otra –práctica– pueda darse sin miedo a que el ‘sentido común’ kantiano nos salga rana. Es decir, en palabras más imples, lo sublime sirve de techo desde el cual operar un concepto de arte válido para un sujeto autónomo e ilustrado que necesita de la construcción de un específico estético.

Dicho concepto, quizá ejemplificado en el paisaje romántico, en ese paseo burgués a la busca de lo interesante, es traído a nuestra época bajo las mismas coordenadas absolutistas: lo sublime tecnológico, ese ejercicio de máxima ideologización donde la realidad-toda es puesta al servicio de un progreso racional, donde el futuro, si no puede ser siquiera imaginado en la catástrofe que nos asola, sí puede al menos ser creado tecnológicamente.

Es así entonces, a partir de ese concepto de sublime que atraviesa la historia reciente del arte moderno, cómo el equipo comisarial opera una estrategia de demolición crítica basada en la confluencia de diferentes regímenes tecnológicos de validación de lo real, en la subversión de temporalidades y, en definitiva, en la alteración disensual de la memoria merced a los efectos asincrónicos y conflictivos puestos en marcha.

Teniendo en cuenta que Miguel Á. Hernández Navarro forma parte del equipo comisarial (junto con Isabel Durante y Ana G. Alarcón) no hay duda que las tesis sostenidas en su reciente libro Materializar el pasado han tenido mucho peso a la hora de dar forma al proyecto. Porque de lo que trata es de, citando al propio autor, hacer aparecer “un tiempo múltiple, heterocrónico, prepóstero y asíncrono” capaz de, en los saltos, discontinuidades y anacronismos que provoca, “abrir las historias, materializar el pasado, traerlo al presente (…) como una manera de cargar el tiempo de instantes oportunos para cambiar las cosas”.
 
 

Para ello, como decimos, la estrategia perfecta es el uso de esa misma tecnología sublime pero haciéndola confluir con otra ya de segunda mano y obsoleta. Porque en el choque de sensibilidades y de regímenes, el pasado se hace presente materializando así una memoria disruptiva con una historia ya contada –política e ideológicamente– de antemano, al tiempo que se producen colapsos en la programación tecnológica sostenida por el régimen escópico actual.

Los tres artistas presentes dan cuenta de una subversión en los códigos temporales propiciados por una utilización asincrónica de la tecnología. Zoé T. Vizcaíno trabaja ralentizando y deteniendo los flujos temporales haciendo así aparecer instantes ocultos y alternativos, imágenes no-vistas por el consenso tecnológico. Sergio Porlán reutiliza pinturas del siglo XIX para situar en ellas, mediante proyección, tecnologías del presente haciendo por tanto confluir dos códigos de lo sublime diferentes –el paisaje diocechesco y el panóptico- de modo que, en el diálogo conflictivo, la lógica consensuada de lo visible quede desbaratada.

Por último, y quizá la pieza más potente, Irene de Andrés da cuenta de grabaciones utilizadas para vigilar las costas pero que, presentándolas en otro tiempo y lugar, revierten en una heterocronía incapaz de dar cuenta de un canon representacional concreto. El paisaje pintoresco de las costas rocosas es desconectado del régimen representacional moderno mediante una encriptación –otra manera de mirarlo– propiciada por el régimen panóptico de vigilancia. Sin embargo, una mirada –la nuestra en este caso– adiestrada en ese nuevo sublime tecnológico, en la vigilancia y a la espera del acontecimiento, queda igualmente colapsado por una espera en la que, a ciencia cierta, nunca va a pasar nada.

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