lunes, 4 de marzo de 2013

PURO TEATRO: LA CATÁSTROFE DE UN MUNDO COMO (Y SIN) ILUSIÓN



Publicado en El Bombín Cuadrado #12, PURO TEATRO: http://www.elbombincuadrado.com/revistas.html

 La manida frase aquella de que la vida es puro teatro ha devenido, con el correr de los siglos, una perversa realidad no soñada ni siquiera por el Segismundo de Calderón en la peor de sus pesadillas. Porque la realidad se ha evaporado de tal manera que solo queda el espectro fantasmal de las ficciones como dispositivos de generación y materialización. Y es que, aludiendo a Marx, todo, lo más sólido -Lehman Brothers, las aseguradoras, bancos, etc-, se ha desvanecido en el aire.

Si la vida es teatro no es porque remita siempre a un doble, a un espejismo donde queda reflejado una mitad siempre ausente y renuente a comparecer puntual a su cita con la historia. Si la vida es teatro es porque ha sido adelgazada de tal manera en sus primados que solo fluye según una dinámica ficcional para la cual ya no hay régimen causal alguno: solo desconexiones fluctuantes, rizomas espasmódicos, puntos nodales sobrecargados.

No es ya solo que la realidad construya la ficción, sino que la ficción se he instalado como única estrategia para llenar la realidad de contenido. La proliferación de los reality-show alude a esa necesidad de realidad –casi agónica pulsión- que vivimos. La ficción no se camufla y se disfraza de realidad, sino que la realidad misma necesita y queda incardinada en las relaciones gestadas por la ficción. Como dijo Baudrillard, “lo real no desaparece en la ilusión, es la ilusión la que desaparece en la realidad integral”: es decir, en el desierto de lo real, la ilusión se erige como único generador de realidad.
 
 

Así por tanto, en nuestras manos, el teatro deviene hiperreal: no se imita la realidad, sino que la realidad es la misma reproducción del modelo. Es una duplicación que tiene como consecuencia el exterminio de la realidad. Porque en la inmanencia de una copia que se constituye como “más real que lo real”, no pueden quedar testigos.

Y este proceso, en el fondo, tiene un nombre: es el paso del teatro al espectáculo. Si el primero mantenía una distancia frente al espectador, si éste era pasivo frente a la representación que tenía lugar enfrente de él, el segundo niega esa distancia y la reduce a cero. Así, se introduce dentro de las redes de producción de sentido y significado según una perversa maniobra de desaparición de la realidad: máxima teatralidad y optimización de los efectos; el pliegue de representación implosiona retrotrayéndose sobre sí mismo por una identidad de la copia y la realidad; la hiperbarroquización postmoderna alude a este momento de identidad máxima de contrarios: causa y efecto, imagen y realidad, copia y original, ser y aparecer, privacidad y publicidad.

Es el grado Xerox de la cultura que pronosticó Baudrillard: la realidad como gigantesca empresa de reproducción museográfica de la realidad, de inventario estético, de resimulación y reproducción estética de todas las formas que nos rodean. Porque es la imagen, la infinita reproductibilidad de la imagen, la que ha conseguido el giro copernicano definitivo para instaurar el reino del espectáculo. Así, como dejó dicho Débord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas mediatizadas por las imágenes”.

Y lo cierto es que estuvimos a punto de parar el teatral esperpento elevado a la enésima potencia: ya desde hace tiempo nos percatamos de que la distancia era la solución para seguir operando con mínima solvencia. Pero entre la necesidad de tomar distancia y la también necesidad de implicar al espectador de modo activo en la realidad circundante, la confusión hizo que el capital tomase la delantera para imponer sus normas. Ni el distanciamiento de Brecht ni la supresión de la distancia para zambullirnos en la crueldad de Artaud tuvieron capacidad alguna frente al reino de la simulación y la seducción.
 
 

 Y en el fondo, aún en este teatro global del espectáculo, la distancia es cero porque, implacablemente, es también infinita: la seducción última, el reino omnipotente de la obscenidad, es que estamos todos esperando frente a nuestras pantallas la última imagen, la imagen que lo arrasará todo, la que logrará desvelar por completo lo Real.

Si cabe tildar de teatro a este epítome llamado espectáculo es porque la escenificación de este Accidente esperado a cada instante –el crack de las imágenes teorizado por Virilio- nos sitúa como privilegiados voyeures frente a nuestra propia parálisis. Porque la catástrofe no es lo por venir, no es lo que sucedió y de lo que hay que guardar memoria: la catástrofe es, como dijo Benjamin, que esto siga siendo así.

¿Hay mayor espectáculo que la teatralidad de la misma deserción, de la tragedia devenida divertimento de masas? En el live global de un tiempo omnipotente, la única esperanza que guardamos es la del cortocircuito, nuestro único futuro el descarrilamiento del sistema, nuestra única utopía la de la desaparición. Porque justo cuando lo vemos todo es cuando no hay nada que ver; justo cuando todo lo podemos vivir es cuando no hay nada por lo que vivir: solo sentarnos enfrente de la pantalla global y gozar de nuestros síntomas, del terror alucinógeno de este teatro espectroscópico del que formamos parte.

Así pues, a gozar, a reírnos esta misma noche con el showman del late-night de turno que elijamos de nuestra parrilla de TV. Porque nuestra teatralidad genera tanta ansiedad que necesitamos nuestro chute de sedación diaria, la convicción plena de que no hay nada que profundizar, nada que conocer porque, a fin de cuentas, hoy como ayer, nada ha sucedido.

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