viernes, 8 de febrero de 2013

ENRIQUE RADIGALES: ENTRE LO ANALÓGICO Y LO DIGITAL


ENRIQUE RADIGALES: DISOLVENTE SOBRE .TIFF
GALERÍA THE GOMA: 17/01/13-23/03/13

 La jugada maestra es hacernos creer que nuestra vida no es más que una mórbida avidez por el poseer y el masificar cosas cuando, realmente, y haciendo caso de esa modernidad líquida de Lipovetsky, la ideología intrasistémica es más bien todo lo contrario: deshaceros de nuestras pertenencias, reciclarlas, eliminarlas, convertirlas en detritus, en basura, en basura tecnológica. Y es que la consigna es fluir: fluir más y más rápido. La paranoia elevada al cubo hace de nuestro mundo un espectáculo circense donde todo se guarda, todo se fotografía, todo se infografía... para poder olvidarlo, para poder consumirlo en esa compulsiva inmediatez donde no haya ya no solo un mañana sino un hoy mismo.

Así las cosas, normal que, comentando su propia obra, Radigales recurre a una cita de Virilio: “lo que está entrando en juego hoy en día no es la velocidad relativa, sino la absoluta. Avanzamos contra la barrera del tiempo. La virtualidad es la velocidad electromagnética que nos lleva al límite de la aceleración. Es una barrera irrebasable”. Todo se elimina en la termomix que deglute, a velocidad límite, el propio tiempo.

Lo problemático es que, eliminado el tiempo, cortocircuitado en su propia archinmediatez, las estructuras clásicas que han servido de soporte para una determinada idea de sujeto son desplazadas. Porque la memoria, el garante principal de la experiencia humana, queda de este modo adelgazada de modo problemático. El soporte, ahí donde nuestras experiencias quedan salvaguardadas para las generaciones venideras, modificado según la rapidez con la que el tiempo necesita fluir, queda ahora referido a un hardware donde el almacenaje es casi infinito pero donde, en una paradoja tecnológica de corte heideggeriano, la capacidad de olvido es absoluta. Esa es, como dijimos anteriormente, la tesis del tardocapitalismo: almacenar para poder olvidar, para poder olvida mejor y para almacenar más.
 
 

Así, y donde su trabajo se eleva varios palmos de lo que pudiera ser un jugar a los gadjets, la obra de Radigales aquí expuesta hace un trasvase fundamental entre lo que supone el soporte del medio artístico y el soporte de inscripción de la memoria y experiencias humanas. Este trasvase es fundamental porque, y aunque sea el núcleo fundamental que da origen al arte (la imagen como dispositivo mnemótico y condensador de tiempo), le evita caer en una práctica artística atrofiada preocupada más bien  de cuestiones de corte greenbergiano.

Y es que, suele pasar, muchas veces el arte desprecia su carga crítica, su potencial disruptivo, para entregarse en estado vegetativo a cuestiones de autolegitimidad onanista y a dibujar entorno a sí una idea de Modernidad como paulatina conquista que cada práctica hace de su medio específico, una conquista que oculta las verdaderas potencialidades que animan al impulso estético.

Radigales se sitúa en la intersección que forma lo digital y lo físico, en el umbral comunicativo que forman lo humano y lo artificial para, desde ahí, no ya solo hacer monerías con las paradojas tecnológicas que pudieran aparecer, sino que fuerza el diálogo material-inmaterial para reflexionar acerca de cuestiones que trascienden un mero antagonismo entre ambas realidades: portabilidad y consumo, obsolescencia del legado tecnológico, cuestionamiento del progreso tecnológico, son cuestiones todas ellas que quedan referidas, como él mismo dice, a una antropología, a una nueva manera de habitar el mundo que se nos anuncia como utopía pero que tiene también sus inminentes riesgos.


La fractura misma, ahí donde lo analógico y lo digital se tocan para separarse, la entiende el artista no como distancia con la que jugar hedonistamente ni, tampoco, como distancia a eliminar. Para él es esa misma distancia, trabajando en ella y sobre ella, rearticulándola crítica y políticamente, individual y colectivamente, la que hay que mantener. Mantenerla para no ser absorbido por un agujero negro del que no sabemos qué hay al otro lado, mantenerla para asegurarnos que lo que ganamos no será nunca más de lo que perdemos. Quizá ese es el arte: trabajar en la distancia, poner una distancia entre medias que nos haga comprender el mundo, relacionarnos con él y con nosotros mismos.

Porque quizá el humo nos ciegue y nos impida ver que siempre - nosotros, el arte y el tiempo- hemos funcionado igual: nosotros intentando almacenar los recuerdos y las experiencias, el arte ofreciéndonos imágenes con las que condensar dichos recuerdos, y el tiempo haciendo inviable tal proyecto, destruyendo los imaginarios, haciéndonos comprender que nuestro tiempo es efímero, que nuestro sentido siempre es un intento de salvaguardar lo que se terminará perdiendo.

En un estado general de catatonia hipertecnologizada, cuando parece que al tecnología vendrá para salvarnos, estas arqueologías tecnológicas que nos propone Enrique Radigales son verdaderos ejercicios de resistencia, una necesidad casi imperiosa para no sellar la brecha, para siquiera intuir que la traducción entre máquina y hombre no es siempre posible ni, mucho menos, deseable.

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