martes, 29 de enero de 2013

SANTIAGO SIERRA: EL ARTE ANTE SU ACABAMIENTO


 


SANTIAGO SIERRA: EL TRABAJO ES LA DICTADURA
GALERÍA IVORYPRESS: hasta 30/01/13

 La perfomance “El trabajo es la Dictadura” consiste en que cada una de las páginas de los 1.000 libros que serán vendidos como cuaderno de artista, dentro de la serie LiberArs de IvoryPress, será rellenado durante nueve días, en una jornada laboral de diez de la mañana a siete de la tarde, con parada para comer y el salario mínimo recomendado por el Servicio Público de Empleo (antiguo INEM), por treinta parados que con un bolígrafo convencional y sobre los libros aún vacíos, impresos tan solo con líneas azules —que emulan el papel que se usa en los cuadernos escolares—, copiarán una y otra vez la frase “El trabajo es la Dictadura”. Su trabajo, dicen, servirá de profunda reflexión y denuncia de la situación actual del empleo en España

 Seamos, por un día, algo demagogos: Ivory Press, editorial, librería y sala de exposiciones, con presencia en España, Reino Unido y Suiza, fundada en 1996 por Lady Elena Foster, coleccionsita de alto copete, le pide a Santiago Sierra que quiere hacer un libro de artista con él. Las compañías, tanto para uno como para otro, no son las más indicadas: si por alguna confluencia cósmica, se hiciese realidad siqueira una mínima parte de lo que Sierra entiende por arte, multinacionales como esta de la Ochoa no durarían ni lo que un bizcocho a la puerta de un colegio; por otra parte, Sierra, ocupado en su NO global, vería como, esta vez sí, se contesta afirmativamente a una de esas patas en las que, de una u otra manera, se apoya una élite del capitalismo salvaje.

Total y resumiendo: la demagogia da para mucho. La demagogia y, en esta caso, la impotencia del arte: la impotencia del propio arte es que, producido en la esfera social autónoma, subsumido dentro del “giro cultural” postmoderno anunciado por Jameson, todo producto-arte remite a un doble juego difícil de congeniar: sí por una parte parece querer lanzarse en busca de una disrupción dentro del tejido social en el que se inserta su producción, por otra, deudor de tal tejido, no hace sino caer en los mundos de la mercancía y el capital. Así, la contradicción fundamental es  la que se da entre la trivialización de los productos culturales por servir al mercado de consumo de masa, lo cual se percibe como algo negativo, y el proceso de democratización cultural, que se ve como algo positivo.
 
 

Solución a éste rompezabezas: Sierra recoge el guante y se dispone a ofrecer a los señores de la Ivorypress su querido libro de artista. Pero ello, claro está, no puede quedar así; no puede valerse, un artista político como él,  de las estructuras del arte-mercancía para lanzar, él también, su cosa, es decir, su “trabajo”, su “arte”. Así pues, solución alternativa: la misma solución es parte del problema. Es decir, la propia génesis del libro evidencia los procesos perversos en que incurre el capitalismo a la hora de producir sus mercancías, inclusos las tan lujosas y afamadas mercancías-arte. Esa, por otra aprte, es la “marca Sierra”; y eso, precisamente, es al legitimación oportunista de multinacionales dedicadas al mundo-arte.

Así, todos contentos: ellos, la Ivory, tiene su libro de artista del mismísimo Santigo Sierra y él, el propio Sierra, tiene su escenificación de la crítica al sistema que tanta miseria parece crear y que a él -por el momento, solo por el momento, pues la revolución siempre está cerca- le sirve para, como poco, “ser artista”.

Y, ¿entonces?, ¿dónde queda el arte subversivo del que tanto se vanagloria Sierra?, ¿dónde la apuesta disensual que reclama para sí el arte?, ¿dónde, incluso, el malditismo y rebeldía de esa clase alta que decide, con gesto díscolo, dedicarse a eso tan underground del arte? Porque en este juego de espejos en el que parecen ganar todos no resulta, visto con un poquito más de profundiad, que somos todos los que salimos perdiendo.

Lo cierto es que lo nuestro, lo hasta aquí dicho, forma también parte de ese juego de simulación al que el arte parece tan aficionado. Porque sí, vale, a un nivel muy básico puede que el trabajo de Sierra adolezca de esa vena radical y de denuncia con el que muchos quieren cargar al arte. Pero, a poco que se vea lo que hay detrás, el trabajo de Sierra tiene en la polémica –esa que se cifra en un servirse de las estructuras del capital al tiempo que las denuncia- su mayor virtud.

Y es que, esa cantinela de la denuncia no tiene, en estos tiempos que corren, ningún potencial. Señalar impunemente la gran hipocresía que domina al mundo desde el púlpito impoluto del arte no es, a día de hoy, sino el reverso tenebroso de aquello que pretende criticar. Debord resumió perfectamente este círculo en su famosa sentencia: “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”. Es decir, el conocimiento mismo de la inversión pertenece al mundo invertido. Así, erigir un discurso estético desde el dogma del saber que uno posee y la ulterior indignación que el desvelar las estructuras de dominación ha de provocar, no remite -en la teoría crítica de hoy en día- sino a un consenso pactado de antemano –doble de ese pacto en el que, en el ejercicio de demagogia que hemos simulado, habría habido entre el artista y la institución arte- que revierte en una toma de posiciones desanclada de cualquier posibilidad de emancipación: unos que ‘hacen creer’ y aquellos que ‘creen’. Y es que, como dijo Rancière, “si ya que todo el mundo está dentro del espectáculo, no hay razón para que nadie salga de él jamás, tampoco aquel que conoce la razón del espectáculo”.

Así las cosas, el hacer desfilar la debacle de la democracia española (Los encargados), el escenificar la quema del sistema capitalista (‘K’) o del futuro negado y expropiado (Future), el explorar los mecanismos de segregación racial que se derivan de las desigualdades económicas (Contratación y ordenación de 30 trabajadores conforme al color de su piel, 2002; Estudio económico de la piel de los caraqueños, 2006), o el, como en este caso, evidenciar una relaciones de producción resueltas en la alienación del sujeto productor y la búsqeuda de una cuantiosa plusvalía, ¿consigue algo más que una visibilidad de las ideas de los que mandan?, ¿no es un ejercicio de denuncia que sirve a los mismos resortes que critica, basando el destello abrasador de su crítica en una toma de conciencia que separa, de nuevo, a los que saben y a los que no-saben?

La pregunta no es baladí, porque de la respuesta que podamos darle se inferirá una toma de posición respecto al trabajo de Sierra: pasar de erigirlo en pope de la disidencia anti-capitalista a geta egomaníaco que saca tajada de un ejercicio dialéctico más que inocentón.


Y la clave está precisamente ahí, en esa polaridad que surge al referirse en una misma frase, en un mismo discurso, al arte y a la política: o se mantiene una pretendida distancia de autonomía –con lo cual la realidad sigue tal cual y el ejercico de la política no se ve ni molestado por las prácticas artísticas-, o el arte entra a saco en la génesis de realidad sociopolítica con lo cual, adiós muy buenas al propio arte ya que, bien a las claras, sería otra cosa ya.

Quizá la solución es que el proyecto ilustrado de autonomía estética ha terminado por caer en barrena: ya nada puede hacerse para que el arte, y toda actividad en la estrategia de las imágenes para el consumo, deje de tener la impronta cosificante desde la cual operan: al hacerse visible se hace presa de la posibilidad de acabar en un escaparate con etiqueta de precio y comodidades para el pago en cuotas.

A la pregunta acerca de qué sería entonces ‘eso’ que permanece aún hoy en el lugar del arte, José Luis Brea tiene la respuesta perfecta: “es un entorno protegido, está en un corralito en el que está depotenciado y la forma de lo que se ve allí esta desprovista de cualquier fuerza de incidencia en lo real, salvo en proyectos artísticos que se disuelven totalmente en acción social. Pero es que entonces son acción social y activismo social. Yo sé de gente que como artista ha decidido en un momento dado dar el salto a prácticas de activismo. Pero si hacen activismo, se acabó, ya no hacen arte”. En definitiva, ¿cómo situarse en la indecibilidad entre arte y política sin depontenciar a ninguna de las dos?, ¿cómo hacer para seguir adelante con el proyecto ilustrado de autonomía social sin caer en los mundos de vida propiciados por la mercantilizicón y la estetización?

Este problema toca de lleno el trabajo de Sierra porque, la “prueba del nueve” si se quiere, es que, ahí donde no debía de aparecer nada más que una acción política o, como poco, una crítica a la  institucionalización del sistema, aparece la voz y la persona de Sierra, la del artista: ha de quedar claro, si se trata de arte, que, antes que cualquier otra cosa, es “arte”. Como el ejemplo preciso de la negativa al Premio Nacional de Artes Plásticas: no bastaba con negarse, con decir ‘no, gracias’; había que enfatiaz la respuesta, apelar a la tan cacareada libertad del artista que, como una gracia divina le hace situarse más allá del bien y del mal, en una pureza que, de exsitir, el exonera de cuaqleuri capacitación real y efectiva como para ser agente y dispositivo de disenso. Había que dejar claro que se trataba de arte, que era él el que decía que no, legitimado desde la voz pública con que se le consagra por el hecho de ser artista.

Llegados a este punto, la tesis “salvadora” sería que sus estrategias únicamente invierten los modelos más al uso: si por regla general los artitas –obviamente los artistas capaces de tener en cuenta esta problemática arte/política- se sitúan al comienzo en un intersticio donde estética y política se toquen pero no se invaden, si su trabajo está llamado a generar una rearticulación de esta relación, Sierra no duda ni un momento en situarse al otro lado de la frontera: no se trata de una labor ulterior de reasimilación de las disonancias, de una rearticualción de las sensibilidaes como paso final en el entramado de la obra. No: Sierra revela los mecanismos, los pone en articulación de forma muy cruda y patente para, ahora sí, dejarse arrastrar él mismo por la aparente contradicción: pudiendo ser tildada su propia participación e injerencia en los procesos del capital como una usurpción que buscaría únicamente la polémcia, lo que realmente hace es situar al arte frente a su propio destino: su razón de ser, su (im)potencia para sentirse útil. Así, Sierra dirige el foco hacia su propia participación en ese sistema y al hacerlo, el artista nos convida a insertarnos en la significante implicación constitutiva de su obra.


Esta tesis bebería de fuentes antagónicas a la aplaudida estética relacional de Bourriaud: a la tesis afirmativa de que el arte ofrece herramientas para ver el mundo de forma diferente, la idea de que el arte puede cambiar no sólo la percepción de la realidad, sino la realidad en sí, permitiendo crear nuevas formas de sociabilidad y ofreciendo alternativas a los modelos dominantes, Sierra ofrecería la estrategia de que el arte ha de partir de una realidad: lo que existe, las relaciones de explotación y violencia sobre la que se levanta nuestro mundo contemporáneo para, insertándose en lo dado, crear una fisura, una contradicción en el propio sistema.

Pero, ¿para qué?, ¿cuál es el objetivo de ese mimetismo riguroso? La tesis que manejamos es que la contestación a ese “para qué” solo puede contestarse con una respuesta: para que el arte evidiencie su fracaso. Para que evidencie que ya estamos en otra cosa, que deberíamos pasar a otra cosa, que la dialéctica arte/política ha de rearticularse, que las estéticas de resistencia han –definitivamente- fracasado.

El arte no sirve porque la evidencia de las plusvalías generadas por el trabajo de estos 10 trabajadores son efectos de superficie que por una parte son producidas desde la nominación arte –esta vez bajo el nombre de perfomance- y por otra son manipuladas como mercancías, como efectos transaccionales del mercado -y nada hay más absurdo que querer moralizar al mercado-. Es decir, o más acá o más allá, pero nunca en la frontera misma que se desliza perfectamente entre ámbitos, entre estética y política.

Y en el centro él, el artista, vapuleado por una posición que si por una parte es la suya propia –hacer arte-, por otra parte se empeña en lavarse las manos en el agua de la pureza y legitimidad ética. Es esta paradoja que traspasa su trabajo lo que el lleva a comprenderse, como señala recientemente Irmgard Emmelhainz, como la figura neoliberal del trabajador emprendedor precario, gestor de su propio capital humano contratado por proyecto,

Siempre, entonces, es la misma cantinela: que las instituciones se apropien de las retóricas de la resistencia auspiciadas por el arte (el famoso Premio), que las multinacionales del negocio artístico den cancha a estos disidentes sociales (la propia Ivory): esto es muy grave porque, como sostiene Maria Virginia Jaua, de esa manera la institución se autovalida y descalifica otras voces. Pero: también grave que estrategias artísticas se infieran como salvadoras, como reveladoras del “verdadero” caudal opresivo que corre por debajo de la relaciones en el régimen capitalista porque, en el fondo, son más reaccionarias y juegan con los intereses "institucionalizados".

Total y resumiendo: el arte de Sierra evidencia su propia imposibilidad, la necesidad histórica de pasar a otra cosa. ¿Él lo sabe o no lo sabe?, ¿se cree su lugar como disidente político, o acepta que su posición remite únicamente a uan destinación para el propio arte, al encarnar la evidencia de su propia impotencia? Esta pregunta es al misma que se le puede hacer a Hirst o Murakami: saber lo saben, pero, ¿pueden decir –claro y alto- que su arte es la evidencia propia de la debacle del propio arte? Quizá su mejor obra, la de Sierra como la de Hirst o Murakami, es la de situarnos en las inmediaciones de una nueva era para el arte: en la propia duda –existencial y metódica- del arte.

Así, como comentó Esther Planas en una entrada de ‘salonkritik’, “el arte debe ser más exigente, debe hacer un trabajo de autodesmantelación en el que se ponga a sí mismo en duda. La única verdad que se le puede exigir al arte es la de que dude de su propia verdad”. Es decir, la práctica artísicia contemporánea solo puede ser producida como campo sintomatológico de su propio fracaso, solo puede ser llevada a cabo como representación de su propia duda.

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