domingo, 14 de octubre de 2012

ALAIN URRUTIA: LA PINTURA Y EL PRINCIPIO ESPERANZA


ALAIN URRUTIA: NAUFRAGIO/ESPERANZA
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 10/9/2012 - 27/10/2012

Lejos de haber muerto como presagian los popes de la cosa estética cada x tiempo, la pintura resplandece como si quitarse el polvo de encima fuera un tic adherido a su cuerpo y no supiese muy bien como quietárselo de encima. Poco a poco, vamos reconociendo que la linealidad temporal, la narración convencional en esto del arte tiene pocos atisbos de adecuarse a la realidad. Gozando de nuestra posición de antihegelianos, hay que convenir ya por fin que el arte nunca es cosa del pasado sino que, como mucho, es una cierta relación con ese pasado, una relación que da forma a cada uno de los presentes desde los que se da incite y construye lo real.

Frente a la instantaneidad infinita de la imagen en los tiempos de la reproducción cibernética, la imagen, lejos de quedar arrinconada en una práctica fútil e innecesaria, se está tornando en un eficiente dispositivo de reflexión acerca de qué es realmente una imagen y a qué nos estamos enfrentando con la paulatina y cada vez mayor descompresión de su calado memorístico y social. En otras palabras, la pintura alude de manera casi inquisitoria acerca de qué es una imagen en estos tiempos de frenesí videográfico.

El proceder de Alain Urrutia (Bilbao, 1981) es referir la imagen –otrora eminente representación de objetos y acontecimientos sagrados- al borrado de la impronta metafísica y teleológica que la reproducción infinita ha ido llevando poco a poco. Porque, si bien es cierto que la técnica ha terminado por centrifugar la imagen hasta hacer de la realidad una videosfera global, no por ello es menos cierto que la imagen per se queda, de tanto fotocopiarse y de tanto quedar referida a la banalidad de lo cotidiano, desgastada y enmugrecida, vaporosa y como difuminada.


 
Si la crítica lo sitúa en la estela de Luc Tuymans, quizá también sea conveniente referirlo como la antípoda más cercana a Robert Longo: si éste hace suyas las estrategias apropiacionistas para ofrecernos imágenes listas para consumir en un mundo postmoderno hiperbarroquizado, Urrutia se sitúa más bien en la otra cara de la moneda: ahí donde las imágenes, de tanto consumirse, han quedado presas de una atmósfera grisácea, sumida en una extraña neblina que hace que el ver se convierta en no-ver.

De esta manera, el recurso que hace suyo más de una vez y que consiste en partir de imágenes fotográficas, no cosiste en un simple traslado, ni siquiera en una traducción. Más bien se trata de una interpretación, un cambio de sentido para unas posibilidades que solo emergen –a contrapelo- en el ir y venir ente prácticas. Porque es precisamente esta transferencia de materiales lo que le permite articular una nueva esencialidad –difusa, y en desplazamiento constante- para la pintura: aquella que precisamente no redunda en la plausibilidad o no de una representación, sino en la amalgama en una misma superficie de bloques de luz y de sombras, en el difuminado de aquello que se ofrece a la vista.

La estrategia entonces es clara: la densidad semiótica y mnemótica de la imagen-film queda imantada con un nuevo aúrea: aquel que lejos de apelar a la presencia de una lejanía, casi requiere lo contrario, la vacuidad de un presente tan denso y homogenizador, que hace que toda imagen no sea más que un usar y tirar continuo. Todo vale lo que vale el instante, al tiempo, que, ahítos como estamos de sacralidad, de cuanto en cuanto nos hacemos fuertes en una imagen determinada para elevarla a tótem de nuestra cultura de plexiglás.



En esta exposición en la Galería Casado Santapau, Urrutia ha preferido mostrar obras de menor calado “televisivo” para centrarse en las potencialidades de suspensión de la mirada posibles únicamente a través de la pintura. Ha dejado a un lado las escenas fragmentadas, los primeros planos, la referencia a los imaginarios de los mass-medias, incluso la densidad memorística de las acciones-performances más conocidas de los años setenta, para centrarse en lo fundamental: en como la mirada, si por una parte y debido a su infinita serialidad vacía a la imagen de toda profundidad, por otra parte también es capaz de completar y dar cuerpo a los esquemas pictóricos ofrecidos por el artista.

Y es que en todas y cada una de las pinturas que aquí pueden verse, es más importante lo que no se ve que lo que se ve. Lo suspensivo de unos trazos invitan al espectador a completar la trama, a dar por válido un esquema de sentido. Está el blanco y el negro y la gama casi infinita de grises intermedios, también están las veladuras y esa atmósfera a irrealidad maquinal ofrecida en sus pinturas. Pero, en vez de la figura, el volumen, en vez de la visión mareada una vez más en lo archiconocido, enloquecida en el encuadre que se sabe de memoria, en el fotograma nauseabundo, aquí opera lo desconocido, lo incompleto y lo suspensivo.

Lo que nos ofrece aquí por tanto Urrutia es la otra mitad de las imágenes y en la que ya nadie repara: en ser dispositivo de visibilidad, comprendida ésta no como un dato omnicomprensivo de la realidad total, sino una determinada aleación de lo visto y lo oculto, de lo visible y lo invisible. Que los regímenes mediáticos y disciplinarios se hayan encumbrado como únicos dispositivo de mediación, no significa que llenen por completo el ámbito de lo visible: muy por el contrario, si el arte tiene hoy en día todavía alguna misión es precisamente la de socavar la ideología mediática que nos hace cómplices de una mirada sin puntos de fuga, donde mirada y verdad se superponen en una aleación tan cínica como irónica. Y eso, precisamente, es lo que hace de modo magistral Alain Urrutia: acelerar los procesos de falsificación de la imagen mediante estrategias velado, o desconectarla de la lógica de la representación según técnicas de vaciado e invisibilización. Es decir, entre el naufragio y la esperanza…

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