martes, 19 de junio de 2012

ANDY WARHOL: ARTE EN LA SUPERFICIE



FILMOTECA ESPAÑOLA: SCREEN TEST (1964-66)

TEATRO FERNÁN GÓMEZ: DE LA FACTORY AL MUNDO
GALERÍA CAYÓN: POLAROID SELF-PORTRAIT

                 “O bien eres solo lo visible y te execraré como a un ídolo, o bien te abres a los estallidos de lo visual, y entonces reconoceré en ti el poder de haber tocado en lo más hondo, de haber hecho que surgiera un momento de verdad divina, como un milagro”
                                                               Tertuliano

                 “Andy Warhol looks a scream
                  Hang him on my wall
                  Andy Warhol, Silver Screen
                  Can't tell them apart at all”
                                                                David Bowie


Quizá todo no ha sido sino una confusión, un ejercicio de atribulada puesta en práctica con una estrategia desafortunada. Traspasar la superficie, atisbar siquiera un punto de luz del otro lado, querer saber, pretender que podemos salir vivitos y coleando de tamaña injerencia. Aniquilar lo visible en pos de lo visual según una lógica que no deja lugar a la duda: lo que ‘sé’ es lo que ‘veo’, lo que ‘veo’ es lo que ‘sé’. La verdad es lo que me espera al otro lado del espejo, de la superficie.

Esa ha sido la querencia de una producción artística construida como la labor perfecta para el conocimiento de una verdad siempre revelada de antemano: es decir, el arte se ha comprendido como la emergencia a la superficie de la totalidad de lo visible según el quiasmo espasmódico que igual verdad con ver, ver con ser. Como sostenía Barthes, “lo que el arte quiere es desimbolizar el objeto”, sacar a la imagen de cualquier significado profundo a la superficie simulacral. El arte ha sido superficial y ese ha sido, y es, el mayor de sus pecados.

Constatar esta ignominia nos llevaría a reescribir por completo la Historia del Arte, una historia que más que fijarse en los cauces que dotasen a tal ámbito de una axiomática cientificista apostasen por una semiótica de los síntomas, de las disfuncionalidades que operan en una adequatio siempre necesitada de excederse en sus pretensiones de conocimiento.


Cerrar lo visible sobre lo legible y todo ello sobre lo inteligible; traducir imágenes en conceptos y conceptos en imágenes; hacer del saber la misión preeminente para la mirada, subsumir esta bajo la tiranía de lo visible expulsando la visualidad -aquel gesto que abre la mirada a la otredad de lo que nada se puede decir ni mirar: eso pareciera que ha sido la historia de tal malcomprensión, una historia que ha hecho lo indecible para ocultar la cesura misma que surge en la mirada, la falla del ‘ver’ que se refleja en la invisibilidad de los microacontecimientos.

Por ejemplo: representar no tiene nada que ver con la mímesis. Más bien, por el contrario, supone el aniquilamiento de cuantas cuestiones diferenciales sean necesarias poner de manifiesto para la plasmación de una determinada Idea. Representar no alude a copia, alude al juego de repetición que propone lo mismo pero cambiado de sitio y lugar según la plausibilidad más conveniente para una determinada Idea, para un determinado orden de lo visible, para la constatación de una determinada realidad social.

Representar es el ejercicio del que se ha valido el arte para sacar a la luz lo que mejor le ha convenido: dispendiando elogios ahí donde ha visto una palabra-tótem con la que sellar la fractura que siempre media entre el saber y el no-saber, entre lo visible y lo no-visible.

Dicho lo cual, la primera consecuencia no se nos puede escapar: Warhol es el habitante de la superficie, de la incipiente pantalla telemática que todo lo ve. Warhol se sitúa en la topografía plana que identifica la imagen con la realidad para constatar que ya no hay lugar para más imágenes, que se ha llegado al colapso, que el arte –en esta fantasmagoría que persigue su propio reflejo- ha triunfado triturando por completo lo virtual.

A este respecto, una consideración de George Didi-Huberman se vuelve fundamental: en la especificidad de la Historia del Arte persiguiendo su propio objeto para estudiarlo con carácter de cientificidad, dos son las sentencias preferidas para acotar el campo necesario para topar siempre con una visibilidad como reino de lo manifiesto (por contraposición a lo visual y la visibilidad que designa una red irregular de acontecimientos-síntomas que alcanzan lo visible únicamente como huella o indicio): si por una parte se constata que el arte es cosa del pasado, que es siempre algo histórico, por otra se afirma que el arte es una cosa de lo visible, un campo cerrado que tiene su objeto en lo dado-a-ver, en la fenomenología de la presencia. Ambas sentencias, y este es el giro que denuncia el historiador francés, remiten a un lazo paradójico el cual, según esta definición del pasado y de lo visible, queda anudado en la sentencia que profetiza que el arte está ya acabado ya que, definitivamente, todo es visible.

Es decir, como dice Baudrillard,Warhol parte de una imagen cualquiera para eliminar en ella lo imaginario y convertirlo en un puro producto visual”, dando por concluido entonces la crisis del arte y constatando su muerte. “¿Hay todavía espacio para una imagen?, ¿hay espacio para un enigma, para una potencia de ilusión, verdadera estrategia de las formas y las apariencias?”, continúa preguntándose Baudrillard sabedor de que no hay duda en la respuesta: no hay posibilidad porque situado en la propia pantalla la mismidad de la representación con lo real niega toda posibilidad de imagineidad, de apertura a la sintomatología sobre la que descansa toda mirada que no haya sido ortopédicamente cercenada de su visualidad.

Creer ver en Warhol a un fabulador nato, a un continuista de esta propia estrategia del arte que ha cavado su propia tumba, es una posibilidad, no lo negamos. Warhol presenta el objeto ya en la superficie, consumido y lista para convertirse en detritus. Nos presenta la voluntad reconvertida en deseo pulsional referida a la mercancía devenida signo. Nos presenta ni más ni menos que el triunfo del signo-mercancía, el arte devenido pura sustancia, mirada pura que se topa con aquello justo que mira: si, como acierta a decir Didi-Huberman, ““la tiranía de lo visible está en la pantalla”, Warhol es sin duda el fin del principio, la encarnación de que el proceso de subida a la superficie ha terminado: nada queda ya por ver porque todo ha devenido visible, principio

Pero también cabe otra posibilidad: aquella que nos hiela la sangre, el tartamudeo frío de su propia inanidad expresiva. ‘Yo quiero ser una máquina’ es decir, solo me cabe la repetición, la convulsión maquínica del saber que no hay salida, que hemos llegado demasiado tarde para retroceder en el intento. Si lo real no puede ser ya representado ya que en esa estulticia que ha camelado toda la realidad con el juego torticero de la mímesis, el trabajo ha llegado a su fin: ahora realidad e imagen se confunden y ni siquiera es necesario apelar ya al poder de la re-presentación mímitica. Todo alude a su propia mismidad, todo, en su propio aparecer remite a una topografía de lugares dados y repartidos de antemano según una microfísica del poder global. Si lo real, decimos, no puede ser representado –no hay posibilidad de enmendar el entuerto de una historia falsificada- solo cabe la repetición convulsa, el trauma constante: el convertirse en máquina productora de simulación.


Esta es la tesis sostenida por Hal Foster y que sitúa a Warhol en la senda lacaniana de operador de repeticiones, de tropezones fallidos con lo real y cuya ortopedia representacional puede verse en manchas y fogonazos en el propio trabajo de Warhol. Dichas manchas y lavado de color aludirían al `punctum’, al síntoma por donde la imagen visible quisiera aún relacionarse con lo visual.

En ese ser-máquina, en ese devenir-máquina, bien se puede rastrear el hecho de que Warhol se autodesigna como ojo-máquina, pero que, en contra de lo que pudiera hacer Dziga Vertov, en contra de cómo dice Rancière descubrir que la técnica se impone al ojo, Warhol deja que la finalidad quede amputada de raíz. Si la pasividad del ojo-máquina vertoviano se impone, Warhol deja que dicha pasividad no encuentre ningún otro polo de significación ni intento alguno de creatividad ni ficcionalidad. Warhol deja que la polaridad se desangre, que el ojo-que-todo-lo ve se encuentre a sus anchas. Solo así puede plegarse la mirada sobre sí misma, solo así puede la mirada de Warhol hacer de espejo de aquellos que creen estar mirándole.

Si el cine, según Rancière, tiene todo para triunfar como encarnación precisa del régimen estético del arte –aquel que hace de la práctica artística un estado de inconsistencia, una espera constante-, si la pasividad de la máquina, considerada como cumplimiento de dicho programa estético, se presta a suprimir el trabajo activo del devenir-pasivo del propio régimen estético del arte, se descubre que dicha pasividad sucumbe de igual manera al régimen de la cualidad de los hechos y las acciones, a la lógica del acontecimientos y de los personajes, es decir, a la tiranía de una historia que contar. Así es excepto para una mirada como la Warhol: es ahí justo, en no oponerle ninguna lógica de la acción donde Warhol edifica una pasividad radical: la de un ojo-máquina que solo ve aquello que mira y que, en semejante duplicidad, deviene dispositivo de repetición, en regulador de miradas que se reflejan a sí mismas.

A eso mismo se refería el propio Warhol cuando, como nos indica en un reciente artículo Fernando Castro Flórez, dice que «mucha gente pensaba que era a mí a quienes todos venían a ver a la Factory; pero nada más lejos: era yo el que observaba a los demás. Yo me limitaba a pagar el alquiler y la gente entraba porque la puerta estaba abierta. Nadie se sentía especialmente interesado en verme a mí, sino en verse los unos a los otros. Venían a ver quién venía»: Warhol se reconoce como máquina de repetición de visibilidad, en dispositivo que refleja las miradas que creen dirigirse a él. Es un brujo, un chamán, el perfecto habitante de la superficie, aquel que sabe que al mirada no ah de traspasar ninguna superficie sino mantenerse en ella.

En otras palabras: si detrás de la imagen no hay ninguna mirada –únicamente una mirada convertida ya en maquina pasiva, en pasividad absoluta-, no hay ningún real que devenga representado. Lo real no puede representarse, pero si en Lacan esta tesis es cierta merced a la necesidad de situar entre la mirada y lo real una pantalla-tamiza, en Warhol es también cierta por todo lo contrario: por un acto tautológico de la mirada sobre sí misma, por un encuentro de la mirada que no encuentra nada más que lo que ve. No hay posibilidad de escape, no hay sutura que practicar: la mirada coincide punto por punto con aquello que su pasividad encuentra. Es la implosión de la hiperrealidad, del exhibicionismo de una mirada traumática que busca en la repetición la falla, la cesura por donde filtrarse.


La imagen ya no puede imaginar lo real, puesto que ella es lo real: solo necesita de un conductor, de un dispositivo que haga retornar la mirada sobre ella misma. La imagen, operando en la pantalla, no pude ya imaginar ni pensar, se vuelve traumática en una repetición maquínica que busca distanciarse de sí misma.

Quizá lo traumático de Warhol apunte a que, como decía Baudrillard, no somos ya capaces –ni siquiera se nos da tal posibilidad- de afrontar el dominio simbólico de la ausencia, de enfrentar nuestra mirada con la apertura radical a lo visualidad de lo que quizá permanezca invisible. Ante esto, ante la catatonia de una mirada que da vueltas sobre sí misma, lo único que permanece es la ilusión moderna de pantallas e imágenes que proliferan, que se multiplican en un juego rizomático y dionisíaco.

Así, la máquina warholiana vendría a situarse ahí justo donde ella no es necesaria: en la llamada a la ausencia, al lugar vacío que permite la asunción simbólica de la realidad. Siendo esto ya imposible por el bombardeo mediático que inunda cada poro de realidad, Warhol denunciaría la imposibilidad de crear imágenes que no estuvieran pre-diseñadas para ser consumidas, para ser digeridas por la maquinaria de la fagocitación instantánea.

Este gesto es lo verdaderamente indiscernible en la obra y en la vida de Warhol: ¿es un genio o un falsificador?, ¿se sitúa en la pantalla libidinal en que se ha convertido todo medio para provocar –a quién quiera verlo- una mirada traumática y atormentadamente displicente con lo que ve o para únicamente sacar provecho?

Personalmente nos quedamos con la primera de las opciones: descubrir que ahora la pantalla mediática la forma el deseo, grandes masas de deseo comunitario e individual dirigiendo la mirada sobre una superficie que cambia fagocitada a cada instante, donde –como no- cada uno tendría sus quince minutos de gloria, de mera visibilidad, quince minutos para convertirse –como Warhol- en espectro de miradas, en agente regulador de flujos libidinales construidos siempre como solución paulatina a una visualidad obscena, exhibicionista y pornográfica.




Esta indiscernibilidad en la posición que toma Warhol remite sin ningún género de dudas a la lógica del espectáculo que Guy Debord puso en órbita en aquellos mismos años 60: el descubrimiento de la lógica inmanente al sistema, el descubrimiento de una lógica querida a la economía libidinal según la cual el régimen de oposición no va sino en retroalimentar al propio sistema desde dentro. Sólo situándose en el mismo corazón de la mercancía se puede calibrar el impacto de un nuevo régimen de producción/exhibición de imágenes. Es decir, solo haciéndose hipervisible, solo dando manga ancha a la economía de las imágenes, se puede mostrar el calibre del monstruo que hemos creado.

La estrategia, la única estrategia para situarse a nivel de producción de imágenes y no desvanecerse con ellas es la ironía. En el ejercicio traumático de ver su propia repetición como subsumida en una cadena infinita de asignificaciones, la ironía proporciona la plausibilidad de un contraste, la acción directa de una subjetividad sabedora de su exclusión. El travestismo, la impostura cínica, las formas asexuadas en un mundo que rezuma sexo, la frialdad endogámica en una sociedad que exuda patético hiperexpresismo, el aburrimiento como forma de máxima libertad: son estrategias para notar que aquello no es un repliegue sobre la realidad, sino que más bien es una carcajada sorda, una bofetada en corazón mismo de las fuerzas de producción de los imaginarios colectivos.

El arte establece una relación de ironía entre la imagen y su propia producción. Lo que hemos aprendido de Warhol es que es solo instaurándonos nosotros mismos como agentes productores de nuestro propio ámbito de telepresencia como podemos escapar del poder maquínico del signo-mercancía. Cuando el poder de la imagen es total, la única estrategia permitida al arte –por fin deberíamos de decir- es la de falsificar la propia realidad, hacerla nuestra por completo. Únicamente que, como buen ejercicio de simulación, su misma puesta de largo supone su imposibilidad manifiesta. El espectáculo no da pasos en falso y su misma inversión pertenece al dominio claro de su poder.

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