lunes, 16 de abril de 2012

MIRADAS SOBRE EL OTRO: LA DISTANCIA IMPOSIBLE


JUAN CARLOS ROBLES: AUTONEGACIÓN
GALERÍA OLIVA ARAUNA: 14/03/12-05/05/12


Tratar de llevar a cabo una incisión lo suficientemente profunda en el discurso que propone Juan Carlos Robles para esta su quinta exposición en la Galería Oliva Arauna y que de ahí emane algo parecido a una novedad, a una articulación artística capaz de construir una lógica estética, es casi imposible. Y no es porque el conjunto de las obras sea inocuo sino porque, se nos antoja, la densidad ontológica que pretende abarcar el artista con estas quince nuevas piezas es, simplemente, desproporcionado en relación a la plausibilidad que destilan.

Si muchas veces al artista se le reprocha un discurso teórico vano y fútil, que no hace otra cosa que dar cuenta de una pléyade de lugares comunes, en esta ocasión el artista apunta a una discursividad acerca de la construcción de identidades pero en modo alguno capaz de tocar pie al intentar sacar petróleo de las tierras baldías de una serie de estrategias artísticas que necesitan regarse a diario para apuntar siquiera la posibilidad de una mínima cosecha.

Así es el arte de hoy en día, o así al menos debería ser: ahora, cuando sus fronteras quedan cada vez más difuminadas por la mercadotecnia del esteticismo, por la conquista a manos de la publicidad y del diseño de prácticas otrora reservadas al campo estético, el arte debe de ser consciente de las dificultades con las cuales ha de luchar para alumbrar algo parecido a un éxito propio.

Escrutando un poco lo que se nos ofrece, parece que el artista tiene a bien realizar un proceso de reducción de la distancia que siempre media entre el ‘yo’ y el otro para desde ahí -autonegándose- transitar de modo novedoso por las redes libidinales que conectan el acceso al otro con nuestros más profundos deseos y con nuestra construcción subjetiva.


 
A raíz de un accidente de moto en el año 1986 y su posterior recuperación, la obra de Robles surge de ese primer encontronazo visual del recién recuperado con los rostros de sus familiares y amigos. Articular ese campo intermedio, medirlo, reinterpretarlo: esa es la tarea que ocupa a Robles y para la despliega una serie de axiomas fundacionales que recorren todo el espectro de nociones con las que suele pensarse esa relación especial –y fundacional- entre el yo y el otro.

Campo fenomenológico por excelencia, Robles sin embargo trata de apuntalar su obra bajo el prisma de la fisicidad, de la imagen no ya como representación sino como efecto de superficie, como cosa en sí, apoyándose para ello en un filtrado conceptual un tanto poliédrico con el que cuesta hallar feedback: a pesar de que la meta de Robles parece que es que el espectador se vea reflejado en la imagen del artista, la cosa hace aguas en la multiplicidad de caminos que transita para ello. Desde el hecho tecnológico hasta la imagen especular, desde el detournement de la memoria histórica compartida hasta la multiplicidad de puertas fantasmagóricas que desvelan la imposibilidad de un final, de toparse cara a cara con un ‘yo’ conciso -y calavérico.

El artista lleva a cabo un trabajo de eliminación de la identidad, un trabajo de reducción que remite a un sujeto como negativo de sí mismo, como efecto velado de su propia constitución, para desde ahí hacer tabula rasa con toda construcción escópica basada en la separación, reduciéndola hasta la mínima expresión y convertirla en un infrafino, en una superficie liminar. Ahí, otra vez, los excesos descentran la capacidad de reconstrucción de sus piezas: intentar reducir el objeto artístico al mínimo, al grosor –infraleve- del cristal que separa al yo del otro, la mirada que ve de la mirada que es vista.

Y el error, me da a mí, redunda a que ninguna pieza, o al menos pocas, hacen gala de un punto de escape, de un punctum por el que todo lo discursivo se filtre, por donde la imagen reflejada halle la imposibilidad de verse a sí misma, un punto de visión ortopédica. Todo en Robles remite a una planeidad escópica donde lo infrafino hace acopio de mermar la diferencia de polos hasta el mínimo de lo posible. Tal misión es imposible: o lo uno o lo otro, pero siempre a de mediar un punto ciego, una mirada incapaz de mirarse, un 'ver lo no-visto' que diría Brea.

En definitiva, devolverle al régimen hiperescópico actual lo mismo que nos da, sin operar un rasgamiento, un velamiento en la superficie libidinal, en la pantalla-tamiz, supone darse de bruces con lo ‘ya-visto’, con una imagen incapaz de traspasar nuestra fisicidad. Y sí, somos lo que vemos, o quizás, nos escondemos detrás de lo que vemos, pero reduciendo nuestra imagen, haciendo del ‘entre’ del visto/ser-visto un infrafino, no se consigue rearticulación alguna: solamente la constatación de que por fina que sea tal membrana, siempre existirá una separación, un trauma originario, un lugar a-significante, un vaciado del lenguaje, una expropiación incomunicable e invisible que apela a uno y que le llama a ponerse en manos del otro, a un otro al que no hay mirada alguna capaz de dar alcance.

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