miércoles, 25 de enero de 2012

YASUMASA O EL VESTIDO DEL EMPERADOR: EL DISFRAZ DE LA HISTORIA


MORIMURA YASUMASA
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: hasta el 03/02/12

La estrategia es sencilla: metamorfosearse en artistas-iconos del pasado siglo XX, jugar a ser ellos durante instantes, disfrazarse lúdicamente: la cosa, en principio, no pasa de ahí. Uno se fotografía en pose más o menos pensada y hasta ahí. Pero si escribir la historia es ya un gesto siempre ideológico, reescribirla tiene matices que, si bien logran poder jugar con ese exceso ideológico y siempre violento, por otra no hace más que seguirle la pista a ese poder hegemónico de la historia.

Así, si por una parte acentúa el carácter de icono-fetiche de ciertos artistas, de determinados momentos del arte contemporáneo que no pueden ya pensarse sin un aúrea megalomaníaco y casi de leyenda, por otro lado sus disfraces logran –lo intentan- una rarefacción, un distanciamiento entre los presupuestos del arte y sus logros. En otras palabras, sus divertimentos remitirían a un castigo al arte, a esa pose de mercancía de la que nunca puede desasirse y con la que ha de cargar se quiera o no.

Siendo así, normal que la treta haya sido usada más de una vez para poder extraer de la historia una temporalidad diferente capaz de subvertir sus querencias hacia lo ya-sabido. Así, si Duchamp se convierte en Rose Selavy para subvertir códigos de género y autoría, si los “apropiacionistas” como –sobre todo- Cindy Sherman trasvisten el legado formal del arte para crear unas nuevas relaciones, es ahora Morimura quien adopta los rasgos completos de otro artista para, a partir de ahí, y quizá haciendo pie en su condición de oriental, ejemplarizar lo paradójico y enfermizo de haber creado una historia que late al unísono en una serie de puntos nodales de los que es imposible salir.

Pero ese gesto suyo, ese transformismo lúdico, al instante de proponerse –tímidamente, eso sí- como reacción contra el consenso suscitado en el urbe artístico en relación a una historia que, por mucho que se quiera pensar lo contrario, redunda en un quietismo triunfal, en una serie de nombres y fechas, de lugares y espacios, resabidos hasta la náusea, no hace más que seguirle la corriente de un modo tan efectivista como vacuo.


Porque, ¿no son esas mismas corrientes mercantilistas e icónicas, míticas y casi de leyenda, las que Morimura quisiera para su obra entera? Obviamente que su posición no es única: de ahí que muchos artistas, sabedores de esta treta ergonómica en el ideario de sus actuaciones, se camuflen, si no ya solo en el rostro de otro, sí en una pose cínica e irónica que, aparentemente, les descargue de tomar parte dentro de esa ‘suciedad’ que supone el mundo de los méritos y los prestigios.

Así pues, si hay que desconfiar y huir a la carrera de cualquier atisbo de pose contestataria basada en el cinismo como marca de una época, de lo que también habría que huir es de artistas que, bajo un preciosismo nada desdeñable, parecen seguir a pies juntillas aquello de Lampedusa de cambiarlo todo para que nada cambie.

Igual nos confundimos, seguramente, pero la distancia estética que produce el arte de Morimura es de inmediato abortada al hacer revertir en el espectador aquella misma estrategia que pareciera denunciar. Traer para sí el caudal del exceso semántico de las poderosas imágenes que nos ha regalado la historia reciente del arte, al tiempo que proponer dichas imágenes como el punto de fuga de un arte que siempre está deseoso de posarse en sus elegidos, es una ambivalencia tan compleja que, pensamos, se necesitaría lago más que unos retratos para llevarla a buen puerto sin dejarse todo por el camino.

Así, bien nos pareciera que su arte revierte en interrogarnos a nosotros mismos sobre sí el artista, la propia historia del arte, es un ejercicio vacuo y fatuo –si el emperador está desnudo-, o si de verdad lo que se puede conseguir con esa distancia geográfica de modos y maneras que propone Morimura es capaz de rarificar la mirada, de desgentrificar las operaciones de un arte que, cuando menos uno se lo espera, queda conquistado por las fuerzas totémicas de la mitomanía

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