sábado, 28 de mayo de 2011

CANDIDA HÖFER: LA MIRADA DEL SILENCIO


CANDIDA HÖFER

GALERÍA FÚCARES: 05/05/11-11/06/11


Bien pudiera uno pensar que en este mundo devenido pantalla, convertido en la imagen-mundo que postula Susan Buck-Morris, las estrategias fotográficas herederas de la escuela de Düsseldorf no tendrían ya nada que decirnos. Y es que realismo, distancia y objetividad, conceptos todos ellos a los que se recurre frecuentemente para uniformar la heterogeneidad de dicha escuela, cabe ser comprendidos como lo diametralmente opuesto a un mundo que se consume a golpe de reproducción digital en una efervescencia de los afectos nacidos en la instantaneidad de la imagen-superficie.

Pero, más bien, sucede todo lo contrario. Moviéndonos como dice José Luis Brea en “un régimen escópico de hipervisión administrada”, la misión del arte –de la fotografía en particular- debe comprenderse como traer a la presencia aquello que permanece oculto y, en términos políticos, reconfigurar la administración de la mirada.

En este punto, varias perspectivas vienen a converger. Si es cierto -como postula entre otros Nicholas Mirzoeff-que el giro icónico caracteriza nuestra época como de auténtica cultura visual, no por ello es menos cierto que, si algo ha de desecharse por completo, es la ideología del esencialismo visual. Ya Benjamin, quizá en otro tono, puso el dedo en la yaga: si Heidegger denunció a la técnica como el momento donde se hace visible al ser mediante hacer presente al ente, si Adorno vio en los modernos aparatos de reproducción el enemigo de la ansiado autonomía del hombre, Benjamin supo ver en ella –en al fotografía principalmente- un halo de posibilidad habida cuenta de la capacidad desorbitada de ésta para subvertir el régimen de lo dado –de lo visible.

En este sentido, si Derrida diferencia entre lo “visible in-visible” –aquello que aun siendo visible mantiene su invisibilidad no estando a la vista, y lo “absolutamente no-visible” –lo que nunca es, ni puede ser, dado a la vista-, es obvio que la reflexión utópica de Benjamin, sus consideraciones acerca del ‘inconsciente óptico, van dirigidas a esta última: la técnica, aún sobrepotenciando la capacidad de la mirada, ha de hacerse eco sobre todo de casi diríamos todo lo contrario: de su capacidad para hacer visible lo que de ningún modo puede verse y, en este sentido, reconfigurar el espacio de lo posible y lo experimentable.


 
Así, y por concluir, en las imágenes dadas a la mirada, todo potencial político, utópico o como queramos llamarle, viene de aquello que, aún con todo, permanece oculto pero que, de alguna forma, construye nuestro inconsciente en comunidad.

Ahí creemos que es donde el trabajo artístico de Candida Höfer debe entenderse en su mayor amplitud. Si el trabajo de Hilla y Bernd Becher debe ser comprendido como un ejercicio de posicionamiento político-visual que descubre a los edificios industriales como testigo de una época fagocitada en su propia espectacularidad, Höfer transita esa misma senda para operar una microfractura en el régimen de lo ya-dado a la vista.

Contrarestando –como ejercicio de resistencia- la saturación de imágenes y la hiperestetización de lo visual el trabajo de Candida Höfer se caracteriza por la emergencia de un aura diferente, uno que ya no depende de un presente siempre-hecho-presente donde la durabilidad de una memoria sostiene el edificio de la cultura, sino de un presente diacrónico y dialógico, donde la temporalidad fluye en todas direcciones y donde, por ende, el trabajo de la interpretación es siempre polisémico y nada dado a la univocidad de sentido.


 
Así, la famosa tesis de Nietzsche –tan querida al postestructuralsimo francés- según la cual “no hay hechos solo interpretaciones”, puede ser transformada en una traducción que enfatiza el ejercicio político de todo mirar y su carácter antiesencialista: no hay nada dado per se a la mirada, sino actos de ver, ejercicios polifónicos –ideológicos y políticos- que recortan el espacio de lo visible.

Para esta muestra que está abierta en la Galería Fúcares hasta el próximo día 11 de junio, la artista alemana propone un paseo por una historia que nunca queda clausurada sino, más bien, reabierta en su constante rememoración: frescos de batallas, edificios musulmanes –la Alhambra- y bibliotecas, sobre todo bibliotecas. Y es que la biblioteca ejerce el magnetismo perfecto para hallar entre sus paredes la intemporalidad de lo invisible. Ejercicios de saber y de poder, de libertad pero también de imposición. La biblioteca como legado inmemorial de un saber que nos configura, pero que también se nos impone como pesadas losas. Si Benjamin dejó escribo que “no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”, la biblioteca es entonces un lugar privilegiado para la catarsis y el duelo, para la reflexión y el silencio.

Trayendo de nuevo a colación el giro visual de esta época y si, como sostenía Barthes, “todo lo que fuerza el habla es intrínsecamente fascista”, ¿no será ahora que todo ejercicio forzoso de la mirada debe ser comprendido igualmente como fascista? La exquisitez de Höfer es que crea el sortilegio para hacernos ver aquello que de ningún modo se puede ver: la violencia de un decir nunca clausurado, el terror de una humanidad condenada a la culpa de un saber siempre autoimpuesto.

De modo bien diferente a aquel silencio al que Adorno condenó al arte, las fotografías de Candida Höfer parecen también seguir la estela de una necesidad ya estructural al discurso artístico: callar no ya para que los olvidos fundacionales de la modernidad sieguen la promesa de autonomía y emancipación, sino callar para que la mirada vea lo que siempre le ha sido imposible ver: una culpa, un delito, una falta, un pasado siempre golpeando. Al final, como no, no se trata de decir sino de mostrar; y de percatarse de que de lo que no se puede hablar, mejor es callarse… para ver mejor.

viernes, 20 de mayo de 2011

IMAGEN-MUNDO COMO ESCENARIO DE NUESTRO DESTINO



JOAQUÍN LALANNE: ESCENARIOS

EL CAMAROTE (CIUDAD REAL): 05/05/11-26/06/11

Si hay algo obvio en la problemática en torno a la incapacidad manifiesta de la clásica Historia del Arte de dar cuenta de los fenómenos artísticos es, en primer lugar, debido a la no existencia de la tal pureza fenomenológica de lo visual.

La Historia del Arte, amparada mayormente en lo que Rancière llama el régimen representacional, cree tener preeminencia epistemológica para articular un discurso en torno a los fenómenos artísticos habida cuenta de que, en tal régimen, es la analogía, la semejanza lo que –al menos aparentemente- otorga rango de obra maestra. Y si decimos aparentemente es porque, como bien se han encargado de desvelar todos los filósofos de la sospecha –Rancière en último caso- en ese ‘otorgamiento’, hay mucho más que una mirada. Hay un reparto de sensibilidades y de ocupaciones que dirigen ya la mirada en una determinada dirección. Hay, en definitiva, unas “condiciones según las cuales las imitaciones pueden ser reconocidas como pertenecientes propiamente a un arte, y apreciadas, en su marco, como buenas o malas, adecuadas o inadecuadas”.

Es decir, en el mirar, siempre, hay más de un simple ver. Hay, como diría José Luis Brea, “una distribución disimétrica de posiciones de poder en relación al propio ejercicio del ver”. La influencia de las consideraciones de Foucault acerca de Las Meninas es, como se puede ver, brutal.

Para articular bien el sentido de la impureza fenomenológica, quizá sea también bueno hacer hincapié en que si en el régimen representacional al que alude Rancière es la separación entre la idea de ficción y la de mentira la que le define, en el actual régimen estético del arte la ficción, no teniendo ya nada que ver con la verdad o la mentira, remite a una lectura de signos escrita sobre lugares y espacios, sobre personas y grupos, que va emergiendo como visible, dándose una indistinción entre la narración de la ficción y la interpretación de los fenómenos del mundo histórico y social.

En este régimen, cualquier enunciado político o literario tiene un efecto sobre la realidad en la medida en que construye “mapas de lo visible, trayectorias entre lo visible y lo decible, relaciones de modos de ser, modos del hacer y modos del decir”.

Si hemos dilatado tanto el momento de ponernos a hablar de la obra de Joaquín Lalanne es porque, pensamos, ha de quedar meridianamente claro el régimen –estético y de ficción- en el que nos movemos. Si, por una parte, lo que se ve –lo que vale- no es simplemente lo que se da a la mirada, la ficción que el arte contemporáneo lleva a cabo–como particular producción moderna- traza, al tiempo que se postula como imagen, una red de operadores con los que realizar un agenciamiento determinado, una fisura a nivel micro con el cual delinear una serie de adentros y afueras, de regímenes de visibilidad donde se da lo que es decible, pensable y posible. Dicho de otro modo, y como diría creemos que Deleuze, la imagen –sea una producida como arte u otra cualquiera- funciona como un dispositivo.

Y es que quizá la palabra dispositivo le viene como anillo al dedo a los lienzos de Lalanne -en este caso dispositivo-es. En ellos, antes que nada, hay un espacio, no ya solo el espacio-soporte con el que trabajo aún la anquilosada semiótica del signo, sino un espacio topográfico creado por el propio artista donde viene a solaparse diferentes temporalidades. Una, la del propio espacio que, al modo de de Chirico, funciona como extrañamiento, con perspectivas camufladas y donde objetos ajenos –bolígrafos, pinceles- terminan por entramar una topografía metafísica donde la conciencia fantasmagórica del sujeto podría, quien sabe, darse de bruces con lo Real lacaniano: con el fantasma que llena –y esto obviamente no lo sabía aún de Chirico- la fractura nómada de un sujeto fragmentado y poliédrico.

Y dos –la segunda temporalidad- es aquella que surge del compuesto de imágenes-iconos que forman el fondo del espacio. Imágenes por todos conocidos -Elvis warholianos, madonas leonardinas, etc- inciden en el hecho de que el campo fenomenológico de la conciencia no es tan pura como suponía Husserl sino que está ya dada y fijada en un espacio-tiempo concreto, en una estructura donde los deslizamientos –políticos- respecto a lo que es decible, pensable y visible surgen como agenciamientos en el campo topográfico delineado por nuestras actuales imágenes-mundo.

Si Susan Buck-Morss sostiene que “el mundo-imagen es la superficie de la globalización”, que “esta imagen-superficie es toda nuestra experiencia compartida”, los lienzos de Lalanne llevan a cabo un trabajo de ficcionalidad casi perfecto donde aquello que se da a la vista es una porción de este campo –cada vez más libidinal y cada vez más fragmentado- donde son hacinadas nuestras posibilidades de experimentación.

El fuera de escala de estas imágenes-iconos remiten no ya a lo traumático-real acuñado por Hal Foster como teleología compartida por las estrategias del arte contemporáneo desde mediados de los ochenta –es decir, no se trata ya de socavar la superficie-imagen, de traspasar lo Real fantasmagórico al que antes hemos aludido-, sino que remiten a que es ahora lo aberrante, lo desfigurado, lo que puebla nuestra campo social. Sí, un poco kitsch, pero ese es nuestro mundo: ahí donde todo se da ya como espectacularidad, como consumido en espera de otro deslizamiento orográfico.

Por último, el artista tiene la sapiencia necesaria como para insertar figuras humanas dentro del espacio y hacerlo como simple siluetas, como productos devenidos como mero efecto de superficie. No es ya la ironía que Baudrillard veía destilaban los objetos (objeto-imagen en este caso), sino que, en este juego de referencias múltiples, el sujeto es un fantasma de su propia especulación –un reflejo en el espejo de la significación- y para quien solo el lugar vacío, la ausencia, le estructura de alguna manera.

Así, y concluyendo, no hay redención posible ni tampoco ninguna estética de la alegoría –el pliegue representacional se ha cerrado y ya solo es posible la emergencia de un sentido como fantasmagoría del sinsentido en el mundo-imagen.

Si el trabajo de la ficción es, en último caso, la resistencia, ésta vendría dada en los lienzos de Lalanne como silencio espectral donde ni siquiera la melancolía es permitida. “El arte está condenado a un enmudecimiento desamparado”, dirá Adorno. Quien le iba al déspota zizañero decir que este mutismo sería la sombra espectral lanzada desde el simulacro de un mundo-imagen. Pero, sin duda, es el penúltimo paso: el siguiente será el crack de estas imágenes-mundo profetizado por Virilio y la desaparición de, incluso, nuestra tétrica sombra. ¿Hay ficción que pueda soportarlo? Esa es la pregunta de nuestro destino y hacia donde apuntan los ‘escenarios’ ficcionados de Lalanne.

Si se cifra de surrealista su trabajo, solo cabe aceptarlo en el sentido etimológico y francés de 'sobre-realimo'. Y es que sus escenarios son eso: una ficción sobre lo que realmente cubre el entramado al que llamamos realidad.


martes, 17 de mayo de 2011

IMAGEN Y ARTE: LAS RELACIONES PELIGROSAS



D-L ALVAREZ: GALERÍA CASADO SANTAPAU (hasta 11/06/11)
JON MIKEL EUBA: GALERÍA SOLEDAD LORENZO (hasta 04/06/11)


Las prácticas artísticas actuales, muchas de ellas, pese a saberse de memoria la diatriba a lanzar contra el demonio del espectáculo, no hace sino consignar su beneplácito con la lógica distributiva de las imágenes-mercancía. Adheridos aún hoy en día a estrategias de diversificación, desplazamiento, fragmentación, decantación, etc, cualquier pulido en la imagen perteneciente al imaginario colectivo –cualquier imagen-flujo filtrada en la mercadotecnia libidinal del merchandising que colapsa el mundo- es rápidamente asignada como obra de arte.



Algo más –mucho más- hay que pedir a un arte que si algo ha de procurar es crear una diferencia en la lógica de la mercancía. Repetir juegos de diferencias en la propia imagen, operar por velamientos y fracturas, no consiguen de ninguna de las maneras una distancia capaz de inmiscuirse como efectiva diferencia.



Aunque esta crítica surge al amparo de la exposición de D-L Álvarez en Casado Santapau y de Jon Mikel Euba en Soledad Lorenzo, sin duda alguna son muchas otras las exposiciones que llevan a cabo esta tosca inferencia entre lo que se le pide al arte y aquello que ofrece.



Quizá la coincidencia temporal de ambas haya dado la oportunidad para debatir las cualidades ontológicas y performativas que muchas prácticas artísticas proponen como arte.


Dentro del pliegue rizomático en que ha devenido la topología postmoderna de última hornada, en la implosión autoreferencial en que ha devenido el régimen escópico de lo hipervisible, lo cierto es que muchas prácticas artísticas abogan por lo contrario: por contradecir la supuesta economía de la abundancia en que parecen nadar las imágenes y hacer alegato a favor de lo invisible o, como poco, de la delgadez semiótica de la que adolece la telerealidad. Así, del “lo que se ve es lo que hay” de Stella hemos llegado a, como quien dice, “lo que no se ve es lo que hay”.

Si la visualidad se encuentra actualmente en el punto de mira de muchas prácticas artísticas que parecen querer situarse, por elevación, en las lindes de los Estudios Visuales –o Cultura Visual, aquí no podemos entrar en debates- lo cierto es que es la tan cacareada pureza de lo visual lo que en estos momentos goza del privilegio suficiente como para ser diana fácil de muchas discursos artísticos.

El enfoque no es en absoluto fenomenológico –nada o casi nada se cita a, por ejemplo, Merleau-Ponty y sus estudios del campo fenomenológico orientado a lo visual- sino que es la genealogía foucaltiana la que se ha alzado con la preeminencia metodológica en cuanto a trazar un enfoque crítico con solvencia en relación a hacer emerger los procesos de poder inscritos en cualquier imagen.

Así pues, la imagen entonces es lo que está en entredicho, lo que hay que pulir hasta llegar al quiasmo paradójico de su no-visión, de su emergencia como dispositivo de ultra-control. El arte, en el privilegio que él mismo se da, realiza el tour de forcé de poner en el disparadero los modos privilegiados de darse de la visibilidad y realiza una crítica –política y social- asentada en denunciar aquel entramado –dispositivo- del que él mismo se sirve para llevar a efecto su deseada muerte por triunfalitis.

En definitiva, el arte parece tocar la misión que para sí tiene el análisis cultural y se afana por examinar cómo el poder se inscribe de diferentes maneras en y entre zonas de cultura.

De acuerdo con esto –pensamos- estaría Brea y sus disquisiciones acerca de un arte que no goce de privilegio epistémico alguno en relación a cualesquiera otras prácticas culturales inscritas sin remordimiento alguno como crítica al régimen escópico-disciplinario puesto en juego en cada tirada de dados –en cada, como quien dice, acto de ver.

En donde –seguimos pensando- no estaría demasiado de acuerdo es en seguirle el hilo a estas prácticas artísticas tan en boga que, lejos de propiciar un acto de resistencia frente a lo institucionalizado por las redes panópticas de génesis de la imagen, lejos de propiciar un desplazamiento de los códigos dominantes comunes y apostar por la emergencia de códigos alternativos, se contentan con memas transformaciones de la imagen para, desde ahí, instaurarse, ellas también, como legalidad bien fundamentada y asentada en la crítica ‘al sistema’.

Si Judith Butler, por ejemplo, ha contribuido a la elasticidad del significado y a su más que posible modificación, pareciera que el despiste –o caradura- en esto del arte le ha tomado el brazo cuando solo se le daba la mano para darse por satisfecho con inquirir viejas estrategias de desplazamiento y metáfora, de ruptura y discontinuidad, para proferir la más que cantada sonata al despropósito y a la empalagosa repetición.


Tirando de esa elasticidad que propugnara como decimos Butler, el artista semiótico-visual se afana en crear rupturas de discurso –de visibilidad- dentro de la imagen que él mismo propone para, supuestamente desde ahí, y haciendo uso de como bien dice Rancière, una continuidad entre el efecto y la consecuencia que por de pronto rompe con toda la carga de liberación y sorpresa con que siempre ha de cargar el arte, dar por cantado el efecto perseguido: un esteticismo fragante que le hace valedor insospechado de entrar de lleno en el régimen de lo novísimo en que aún parecen querer encaramarse algunos artistas.

Siguiendo a Boris Groys, este arte pareciera disimular tan bien el desvelamiento de la sospecha que, al tiempo que lo lleva a cabo, la trae para sí y se adueña de ella para erigirse en imagen enternecedoramente tierna: si me dejas un pedacito de gloria, yo prometo no arruinarte, pareciera susurrar la imagen-arte a la imagen-mundo.

Nada que testear, nada que desvelar: la mediación que llevara a cabo Adorno entre mímesis y racionalidad según la cual “en el conocimiento discursivo la verdad se encuentra desvelada, pero a cambio él no la tiene” es reducida aquí a su mínima expresión: la apariencia en la reconciliación que media entre las dos remite al triunfalismo de la economía del simulacro que reparte sus dones siempre y cuando le sigas el juego a la profusión de la imagen y no desveles el truco. El arte capitula frente al poder maquínico del signo-imagen y se contenta con arrebatarle un pedacito de su poder con el que conseguir ponerse de puntillas y proclamar el triunfo de su (sic) descaro.

Su apariencia, entonces, no se postula como el grito desgarrado del sentido en medio del sinsentido, sino que se vale del sentido –de la ergonometría de la telepresencia- para, por medio de una fragmentación archisabida, de una decoloración insustancial o de una velación iconoclasta- instaurarse como meta-sentido, como utópica salvación que surge del efecto también archiconsignado que media entre estrategias artísticas ya probadas desde la emergencia de las primeras vanguardias.

Si Benjamin sentenció la funcionalidad del arte como eminentemente política a raíz de la reproductibilidad de la imagen, es ahora, cuando la imagen se solapa con su materialidad efectiva, cuando soporte e imagen coinciden en la telepresencia del pixel, cuando el arte parece no querer darse cuenta de lo que se le avecina –de sus por fin esta vez sí verdaderas potencialidades- para seguir siesteando en el burladero de lo archibanal, para continuar su masturbatorio ejercicio de lo fragmentario y lo desplazado: la genealogía de un desafuero, la desnudez de una praxeología como carta de ciudadanía para con cualquier imagen.


La imagen, cualquier imagen, surge como entramado de lo visible y de lo no-visible, de lo decible y lo no-decible, de lo posible y lo no-posible; pero no para que el arte realice la impostura de crear un nuevo aura, una nueva mediación fetichizadora, para –en una palabra- situarse en la distancia cero del espectáculo, sino para desplazar las dicotomías, contraefectuar un movimiento –por mínimo que este pudiera parecer- y transformar las fronteras.

Y es que sin estos condicionantes la imagen-arte, anestesiada en las potencialidades que pudiera recoger de la temporalidad habida cuenta de su identidad con el régimen disciplinario de exhibición/producción, habida cuenta de que juega en el mismo campo de juego y que anunciar y denunciar no subvierten en absoluto la economía del hipercapital sino que más bien la aceleran en su velocidad límite, queda atrofiada en la saturación de la pantalla a manos de la mismidad más siniestra.

Por muchos velamientos, por muchas fragmentaciones que se hagan en el espacio-lienzo o en la superficie-fotografía, el juego es siempre el mismo: el acercar el objeto al exceso de su representación –siquiera sea está la cara oculta de una misma moneda- para realizar otra tirada de dados, otro efecto de exhibición/distribución a expensas de aquello institucionalizado como ‘campo artístico’.

En palabras de Guillermo Yañez Tapia, la situación toma tintes de perogrullada: “lo ontológico de la superficie en el arte apunta siempre a la falta, a eso que nunca alcanza a ser representado, eso que se escapa, en su trascencia, la posibilidad de ser dicho. Se trata de rodear lo Real lacanianao para nunca ser puesto en la representación y decir que en eso que no está se ubica lo realmente representado: la nostalgia por lo no capturado en su distancia”.

Y es que la modernidad –donde estamos pese a quien pese y hasta nueva orden- es eso mismo: crear la distancia suficiente, via autoreflexividad, para permitirse el lujo de una crítica que, en un giro paradójico, la decapite.


Pero, y temo repetirme, la serialidad trastocada, lo azaroso de una disposición que recorte la imagen o la fragmente, lo estocástico de una ausencia elevado a sublime-irrepresentable, las técnicas –tan caras en ciertos ambientes- del velar o del rasgar, del neo-fetichismo de lo ya aclamado como válido, no supone en ningún caso la posibilidad de una nueva rememoración, de un ya-sido con el que el artista enfatice los rasgos de una nueva interpretación con el que delinear un nuevo darse en el futuro.

¿No será entonces que el arte, para su triunfo, para su seguir en la brecha, necesita las más de las veces incardinarse de lleno como nueva relación postmedial –en su calidad (como sostiene Jameson) de ya no pertinente-, como nuevo alegato a favor del espectáculo? Porque, si recordamos las palabras del propio Debord, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas mediatizadas por las imágenes”.

Qué el arte apueste por crear un cortocircuito en la redes distributivas del contemplar y se afane en hurgar en los dispositivos que permiten visibilidad, que se dé cuenta de que la postulación de un imaginario nuevo ya no puede venir por la vía de la criticidad inmanente –en el sentido de un tiempo bien consignado- sino que ha de trabajar en las condiciones de un tiempo implosionado en el interior de la misma imagen, es hacia donde debe apuntar un arte que no se contente con efectistas juegos de manos con los que ofrecernos un doble de aquello que ya tenemos y que nos ofrecen las perfectas máquinas disciplinarias.

sábado, 14 de mayo de 2011

MADRIDFOTO: A LA ESPERA DE UN FUTURO

MADRIDFOTO 2011: 04/05/11-08/05/11
FERIA DE MADRID
(texto original en Revista Claves de Arte:
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/21109/MadridFoto-2011)


Como cada año, una vez la primavera hace acto de presencia en los madriles, la fotografía empieza a tomar el protagonismo hasta llegar a la eclosión festivalera de Photoespaña pasando, como no y por tercer año consecutivo, por la feria Madridfoto, única feria internacional realizada en España con dedicación exclusiva a la fotografía.

Para esta ocasión, como decimos su tercera edición, se ha vuelto al que fue su lugar de origen –los pabellones de Ifema- y del que pensamos nunca debería haber salido, al menos –pensamos- para no ir a parar a un pabellón de deportes muy poco acondicionado para esto de la venta/exhibición de obras de arte.

Sea como fuere la lección cundió y si, por una parte, muchas galerías optaron por no acudir a esta edición pensando que el recinto sería el mismo, por otra parte cabe felicitarse por la decisión de la dirección (Giulietta Speranza a la cabeza) de retornar a los pabellones de la Feria de Madrid.

En definitiva, fueron 42 galerías, 24 españolas y 18 extranjeras, las que se han decidió en participar en esta edición que, esperamos, sea la definitiva para zanjar ya, al menos, varios aspectos de coordinación fundamentales para el buen funcionamiento –y como no su entrada en los calendarios internacionales- de cualquiera feria que se precie y desee consolidarse.

En todo caso, las reducidas dimensiones de la feria, a pesar de propiciar un paseo muy agradable, ha repercutido en el nivel medio de las obras y, de alguna que otra forma, en el riesgo de los propios galeristas a la hora de elegir a sus artistas. No es este el momento ni el lugar para reflexionar acerca de qué futuro le espera a la fotografía, pero es claro que los lugares más que obvios que suele frecuentar hacen inevitable una reconsideración –más aún en estos tiempos de eclosión de la imagen digital- de su primados teóricos y prácticos.



Así pues, focalizada –en palabras de la propia directora- en artistas que funcionan más como fotógrafos que como artistas, y en dar un apoyo consistente al coleccionismo privado, la feria se torna en un cómodo recorrido pero que pocas veces llega a sorprender y, ni mucho menos, se convierte en una fiel toma de pulso de la situación actual de la fotografía. Pero, y como siempre decimos, ¿es que acaso esa es la misión de una feria?

De entre todo lo que se puede ver, personalmente me quedo con cuatro nombres para recordar: la serie 'Stardust New York' de Jean-Christian Bourcart, el ejercicio de memoria de archivo de Jose Ramón Bas, las ‘Atopías’ baconianas de Nuno Cera, y la serena frialdad insecticida de Soledad Córdoba.

También a destacar la estupenda serie ‘Lie Train’ de Jaime de la Jara, la obra ‘Duo IV’ de Rafael Navarro y las fotografías en blanco y negro del israelí Michael Ackerman.

El resto, lejos de sorpresas encantadoras como nos pueda deparar la White Spaces Gallery con un par de fotografías de Tarkovsky y una estupenda selección de obras de Antanas Sutkus, bien pudiera seguir la ejemplificación de Umberto Eco en su obra ‘Apocalípticos e integrados’. Esta vez, si los primeros están representados por esa ya tradición de mostrarnos la desolación ruinosa de nuestro mundo postraumático (Cecilia de Val, Agustín David o Eduardo Nave), la segunda podría bien quedar representada por la cuidadosa puesta en escena de la fotografía de arquitectura o similares (Juan Carlos Martínez, Kiko Acosta o el siempre presente José Manuel Ballester) y la naturaleza siempre bella y distante (los paisajes glacialmente románticos de José María Mellado que trae la Crown Gallery, o la naturaleza siniestramente perfecta de Álvaro Sánchez Montañés)



Por último destacar positivamente el orgasmáticamente baconiano Antoine d'Agata y la presencia siempre destacada de Alfredo Jaar, enorme artista preocupado por los dispositivos que hacen emerger –siempre políticamente- la mirada, pero lamentar que la única muestra de la fotografía china –de frescura casi única actualmente- haya venido únicamente de la mano de la madrileña Gao Magee Gallery con obras muy destacables de, entre otros, Gao Shiqiang o la novedad del stand, Xu chongbao.

En el apartado institucional, destacar que Jacobo Castellano, artista presente en la Galería Fúcares, resultó galardonado con el Premio de la Comunidad de Madrid-MADRIDFOTO, dotado con 8.000 euros. Las dos obras expuestas, "Diez palillos sobre escenas animales" y "Ring en manos", pasarán a engrosar los fondos de la Colección de Arte Contemporáneo del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M), de Móstoles (Madrid), indicó la Consejería de Cultura de la Comunidad

En definitiva, una feria pequeñita y manejable que si bien en sus mismas dimensiones ha tenido uno de sus triunfos, está claro que tiene que consolidarse mucho más para poder ofrecer una visión más contundente del panorama fotográfico.




miércoles, 11 de mayo de 2011

ARTE Y SILENCIO: DEL SINSENTIDO COMO ÚNICA POSIBILIDAD


 

TABULA RASA
GALERÍA MARTA CERVERA: desde 28/04/11

(Mathieu K. Abonnenc, Lara Almarcegui, Mark Hagen, Jay Heikes, Joanna Malinowska, Mateo Maté, Clara Montoya, Adolfo Schlosser, Erin Shirreff)

“La posibilidad real de la utopía se une en una cumbre extraña con la posibilidad de la catástrofe”.
Adorno

Si la realidad es siempre una decisión política, pensar acerca del arte consiste en pensar una relación –cómo no, política- con la realidad y, sobre todo, pensar un futuro. Y, en este punto, pensar un futuro es, antes que nada, imaginarlo.
Imaginar…precisamente aquello que más nos cuesta llevar a cabo habida cuenta de que –y si de política se trata- parece no haber alternativa al hipercapitalismo. Benjamín ya nos trató de alertar –aún no siendo en absoluto utópico su pensamiento- de la necesidad de romper o interrumpir la continuidad entre presente y futuro para, de esta forma, dinamizar un progreso que tuviese la posibilidad de sortear con éxito el enorme poder del sistema: el conocimiento del futuro antes que nosotros mismos. Como sostiene Jameson, “la función política de la utopía consiste en interrumpir y/o romper nuestras ideas heredadas al respecto del futuro: romper ese futuro prefabricado”.
Así pues, la patente necesidad de replantear en términos políticos la realidad se ve amputada de raíz ante este poder adivinatorio, casi chamánico, del sistema que sabe justo aquello que va a ser el futuro incluso antes que nosotros. El juego de equilibrismo, aunque así dicho resulte casi indescifrable, es palmario y bien notorio: habiendo sustituido el conatus de Spinoza por el deseo libidinal, es ahora que cada ser –cada sujeto- se esfuerza en perseverar en aquello que desea y, más precisamente, en aquello que el sistema haga que desee. La cartografía es clara, la topografía desiderativa de la mercancía funciona como raíles bien trazados sobre los que es imposible descarrilar. Como diría Deleuze, el efecto precede a la causa.
Así las cosas, nuestra realidad es más que triste y desoladora: o somos incapaces de desear el futuro (Jameson), o lo único que somos capaces de imaginar es el desastre (Sontag).


En esta situación, el arte enfatiza la necesidad de orientarnos preguntándose en todo momento qué se pude imaginar, que posibilidades –éticas- hay para que surja la utopía. Si el arte es –y debe ser- político es precisamente por esta pregunta autoreflexiva que se lanza a sí mismo y que le lleva a desarrollarse en relación constante con una realidad a la que transfigura políticamente. En los últimos tiempos quizá sea Rancière –también pensador nada utópico- el que más claro haya tenido esta relación –nada ambigua pero sí problemática- con la política: “la política trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo”, estando, de esta forma, íntimamente ligada a determinadas formas sensibles de reparto de las competencias de cada uno.
Como es bien sabido, el llevar a cabo esta tarea le ha sido bastante fácil a un arte que tenía en la representación a su mayor aliado. Así, el arte ha sido comprendido como el lugar en el que se deposita el encargo de memorizar el ser. Para seguir con Rancière un poco más, ni en el régimen ético de las imágenes –donde las imágenes quedaban reguladas según su adherencia a un ethos general- ni en el régimen representativo –sustentado por el principio pragmático de la mímesis-, el arte tenía algún problema para correr en paralelo con la fijación del ser verdadero a la realidad. Prueba inefable de esto son conceptos que hasta hace bien poco funcionaban de modo normativo para el arte: autenticidad, aurático, etc
Sin embargo, fue entrar la imagen-movimiento en escena cuando los repartos de lo sensible, vinculados hasta entonces a grandes narrativas, se convierten en una profusión de datos e información que, hasta al fecha, ha conseguido convertir la realidad en una hiperealidad y la presencia en una telepresencia anclada en el tiempo global de la ciberpantalla. Si la imagen-estática remite a una ontología definitiva por la permanente repetición de su esenciante ser siempre lo mismo, en la imagen-tiempo, por el contrario, es la diferencia la que acontece en la misma superficie del signo visual. Así y ahora, el signo es dislocado, la referencia puesta entre paréntesis, la metáfora no funciona, solo la alegoría.
         Así las cosas, si la realidad ha quedado subsumida en procesos de simulación, telepresencia e hiperealidad, el arte ha quedado remito a unas relaciones con la realidad tan complicadas y estériles que, como decíamos arriba, apenas logra imaginar otra cosa que no sea el Accidente, la catástrofe final. Si lo real es puesto en duda (no ya solo por la virtualidad y el simulacro, sino por el inconsciente freudiano y el marxismo), ¿cómo puede el arte seguir su tarea política –no lo olvidemos esto nunca- de relación con ese real minimizado y famélico?, ¿cómo puede, en definitiva, seguir el arte su tarea en esta época posthistórica y postutópica?
Obviamente que, llegados a este punto, todas las preguntas han de contestarse con un sí rotundo. Porque es justo ahora, ahora cuando de lo real no es solo que no quede nada sino que incluso la apariencia está ya tan evolucionada que permite reflexividad sobre sí misma (es decir, el fantasma del fantasma), cuando las posibilidades utópicas del arte han de advenir sobrepotenciadas.
En el límite (otra vez Rancière), si la representación ha sido mal comprendida postulándose más como principio normativo que permitía –según su nivel de analogía con la realidad- la instauración de un régimen para el arte, es ahora, con la disolución de ese ‘real’ con el que comprarse, cuando el malentendido puede ser reconfigurado y pasar, de una vez por todas, al núcleo duro de los propósitos perseguidos por el arte. Ahora, con la crisis definitiva de la representación, se ha venido a desvelar que la representación no operaba según cándido principios de analogía, que, en pocas palabras, ni representaba ni imitaba, ni, mucho menos, expresaba. Ahora la representación remite a su propio acontecimiento postulándose como experiencia vivencial que problematiza las relaciones humano/mundo.


Si Baudelaire, pionero de la modernidad, sabía que la misión del arte era ir al encuentro del acontecimiento, ahora es el propio acontecimiento el que, devenido real, lo llena todo.
Las posibilidades, por tanto, son extraordinarias: posibilidades de sucumbir –pues sabemos que el Accidente llegará de manos de esta profusión de imágenes, del crack de las imágenes que diría Virilio – o de emanciparnos –pues igualmente sabemos que es ahora, en la nihilidad en que se ha trocado lo real, cuando el arte, alejado ya de los parabienes  dela representación, puede optar a resarcirse como operador visual de hiperconectividades. Ahora, definitivamente, todo está en juego.
En pocas palabras, es ahora cuando el arte, tratándoselas de veras con la implantación del instante efímero que trae la imagen-tiempo (ya incluso digital), hundiendo la raíz de su concepto hasta la médula de su relación con la política, reorientando la visión –los ‘actos de ver’ que enfatiza Brea en relación a los ‘actos de habla’ - en relación a esta racionalidad capitalista que va tejiendo una red de posibles/imposibles que van alimentando y conformando un campo deseante ideológico que opera presentando un futuro como algo obvio y a convenir, puede llevar a cabo el giro necesario para crear relaciones novedosas entre el pasado, el presente y el futuro.
La presente exposición de la Galería Marta Cervera, titulada Tabula rasa’ y comisariada excelentemente por Francesco Giaveri, parte de estos presupuestos para situarse en el ‘entre’ que separa la rememoración de un origen ancestral y la anticipación de un futuro apenas imaginado como apocalíptico, para coincidir que, en dicho límite, en el inframince duchampiano que separaría dichos momentos, las diferencias son más bien son pocas, que las contradicciones inconciliables que pueblan la realidad remiten a una rememoración donde, permanentemente y en cada ‘acto de ver’, en cada experiencia artística, se hace tabula rasa.
Hay mucho de Heidegger en estas piezas y en la interpretación poética y un tanto irracional de la exposición. Haciéndonos eco más de su segunda época, la comprensión del ser por parte del Dasein se da en el tiempo y remite a un acontecimiento por el cual el ser lanza al Dasein instituyendo una apertura en la que el hombre entra en relación consigo mismo y con los demás entes. Así, la existencia del Dasein remite a un habitar en el acontecimiento –ereignis-, en la apertura del ser que le lanza a la comprensión de su propia existencia temporalizada. Así, las vivencias del Dasein remiten a una rememoración –Andenken-  constante de lo ya sido que posibilitan que el ser siga abierto en su claridad permitiendo así la comprensión. 


El pasado no es sólo y meramente pasado, sino que es una trasmisión viva que nos está siendo constantemente dada y que articula por completo la triple dimensión de la temporalidad del Dasein abriéndonos –proyectándonos en el futuro- al claro despejado por el ser y que nos posibilita su comprensión.   
De modo metodológicamente diferente, pero coincidente en los resultados, Adorno, otro insurgente del irracionalsimo necesario para la estética, sostiene que “el ser del arte remite siempre  a lo que fue y a su apertura”, postulando esta vez que es en su negación determinada donde el arte lleva a cabo su antinomia fundacional: el arte quiere y debe ser utopía pero su nexo funcional real lo obstaculiza resultando entonces que “solo mediante su negatividad absoluta, el arte dice lo indecible, la utopía”.
Un arte condenado al silencio y al mutismo, un arte de la rememoración, un arte en definitiva que no opte sin más por la emancipación, pues ya es harto conocido el carácter regresivo de ese tipo de movimientos, sino que se torne contra sí mismo, contra su despótica racionalidad, contra los triunfos levantados en nombre de la cultura –que siempre es barbarie-, que permita la salvaguarda de lo innombrable que ya supuso Beckett, que no se contente con la verdad sino que conjugue la apariencia en el sentido de Adorno de que “el arte es apariencia por ser incapaz de escapar a la sugestión de un sentido en medio de lo insensato”.
En definitiva, ahora quizá más que nunca y por mor de la esperanza en la reconciliación, il faut continuer. Quizá hacia allí apunta esta estupenda exposición, a dar cumplida cuenta de que, en el fondo, siempre existe una progresiva negación de sentido, y que solo a raíz de ese sinsentido podemos aún garantizar una esperanza, una utopía, y así subvertir el tiempo-idéntico con el que la hiperracionalidad del capital pretende sellarnos cualquier posibilidad de futuro.

viernes, 6 de mayo de 2011

MINIMALISMO: DESARTIZACIONES COMO EFECTO DE LA MIRADA


 JUS JUCHTMANS: BIPOLAR
GALERÍA NIEVES FERNÁNDEZ: desde el 28/04/11

Si uno estudia, de manera no muy profunda la historia del arte contemporáneo, se da cuenta –a poco que ponga de su parte- que el grueso de los procesos de desartización han ido enfocados a problematizar justo el órgano o sentido que siempre ha tenido –al menso presumiblemente- la primacía en esto del arte: la mirada.
Y es que, si algo ha marcado las idas y venidas en la historia del arte, es la paulatina y cada vez más clara denigración de la mirada. Como bien dice Martin Jay, si algo caracteriza al siglo XX es precisamente una hostilidad hacia ella, hacia la mirada.
Ya desde las primeras vanguardias, la premisa epistemológica con la que llevar a cabo su plan de subversión consistía en una problematización y radicalización del mero hecho de mirar. Malévich a la cabeza, pero también y obviamente el cubismo, el futurismo, el plasticimso, etc.
Tirando del hilo llegamos a una época, la nuestra, en la cual una de las estéticas de la resistencia más potente es aquella que se comprende como arte-ceguera, como el arte de anular precisamente aquello que en principio debería de ser dado a la vista. Unido a ello está todo el arte de lo siniestro y lo traumático, el retorno a lo real ya consignado por Hal Foster: si la paradoja de este no-ver es que no puede ser eliminado del todo, el arte parece precisamente ser la estrategia perfecta para acercarse a aquello que no se pude tocar: lo Real lacaniano. Las estéticas escatológicas, de la rememoración/regresión de lo infantil, aquellas que glosan lo traumático, el peluchismo que diría Castro Flórez, son todas ellas estéticas que, en el decir de Foster, se han atrevido a rasgar la pantalla-tamiz que nos separaba de lo Real.
Pero, para no irnos demasiado del tema que nos ocupa, si en algún momento esta denigración de la mirada tomó carta de ciudadanía desde un punto de vista teórico fue sin duda alguna a partir de las reflexiones de Benjamin en torno a la reproducibilidad técnica, sabiendo intuir de ahí una ligazón conceptual con los problemas políticos en los que aún hoy seguimos enfangados –y sin demasiados visos de solución, todo hay que decirlo. Según él, la reproducción técnica trae consigo una nueva función para el arte que, anulada ya la noción de aura sobre la que se asentaba todo el entramado social del arte, queda hora sustentada dentro de una función política.
La técnica, la reproducibilidad infinita que fomenta, remite a unas estrategias novedosas para lo artístico que quedan desde el principio sujetas a los proceso de formación y construcción del imaginario colectivo. A este respecto, el inconsciente óptico es aquello precisamente a modelar por las fuerzas políticas; es lo que se escapa a la visión y es por tanto sometido a regímenes disciplinarios varios. En las propias palabras de Benjamin, “Lo que se atrofia en la era de la reproducibilidad técnica de la obra de arte es su aura”; es decir, el mirar, la premisa de la durabilidad, de la memoria como a priori desde donde se construye el archivo que designa a una sociedad, a una cultura. De ahí hasta Rancière y su tesis según la cual todo régimen estético remite a una determinada manera de relacionar lo visible, lo posible y lo decible no hay más que un pequeño paso. 


En otras palabras, la separación que opera Freud entre el inconsciente y consciente, la traslada Benjamin a al problemática ver/no-ver –dialéctica esta muy querida al arte ya que, como venimos sosteniendo, sobre se asienta gran parte de los procesos de desartización.
Dentro de esta pequeña geneaología que hemos tratado de delinear a trazo más bien grueso, y unido a las estrategias artísticas que han ido surgiendo a la carera, pareciera que el minimalismo es una rara avis dentro de las coordenadas en las que nos hemos movido. Porque el minimalismo, sustentado por ejemplo en la sentencia de LeWitt de que lo que hay es lo que ves, pareciera llevarnos la contraria.
Pero, sin embargo, la realidad es bastante diferente. Quienes aún hoy en día, después de la distancia que supone la friolera de casi cincuenta años, sostengan que el minimalismo es ese movimiento aséptico, inmovilista, preocupado por las líneas claras y la mirada segura, está bastante confundido.
El minimalismo supone por un lado la culminación formalista de la modernidad pero también una reflexión sobre la percepción y la producción. Si no queremos hacer de él una serie de motivos decorativos, que en absoluto lo son, el minimalismo no puede ser entendido como un idealismo reduccionista preocupado en vérselas con la captación de formas puras, sino que ha de entenderse como un movimiento capaz de romper con el espacio trascendental y situar al espectador en un ‘aquí y ahora’ concreto y al que se le hace partícipe de una percepción de la obra que se puede redefinir en términos de lugar y tiempo.
Aislando, por una parte, al objeto y, por otra, especificando su comprensión en contextualización directa con el espacio circundante, el minimalismo hará hincapié en las condiciones epistemológicas y perceptivas de la obra de arte. La diferencia, por tanto, entre considerarlo arte o decoración reside en ese plus de negatividad que él mismo lleva en sí.
Pero su posicionamiento más radical es el que lo hace ser tomado como un movimiento que rompe con el modo de significar hasta entonces imperante: el que se da como mediado por la intencionalidad de una conciencia más o menos ideologizada. Aquí es precisamente donde se lleva a cabo su específica negatividad. Si el significar ideológico era propio de la producción pre-industrial, ahora se sientan las bases para una dislocación de esos mismos parámetros de significación. Esto lo consigue problematizando la percepción del espectador y la expresión del artista. Es decir, la fenomenología que el minimal problematiza ha de entenderse como yendo de la mano de los nuevos modos de significar. Aquí ya parece más clara la correspondencia entre el minimalismo y los procesos antes puestos sobre la mesa de problematización de la mirada.
En esto supone un paso más que el conceptualismo: centrándose en la percepción puede llegar a desplegar una negatividad como cuestionamiento de los procesos sociales de significar, mientras que, por el contrario, el conceptualismo, yendo directamente al concepto, no puede aludir más que a procesos de significar basados en las mismas estructuras del lenguaje del arte, pero no del producirse social.
El minimal, por otra parte, renueva ciertos postulados de la vanguardia y los hace autoconscientes. De ahí se infiere que suponga ya un ataque a una institucionalidad del arte ya bien conformada. Lo que el dadaísmo había apuntado, pero aún no conseguido al no ser el tiempo todavía del arte perfectamente institucionalizado, el minimal lo logra. Fue precisamente sobrepasando los límites de una nueva objetividad postulada por las esferas del arte institucionalizado (con Greenberg a la cabeza) cómo el minimal logró el golpe de efecto de, sin salirse aparentemente de los cauces establecidos, pasarse al otro lado: el de la efectuación de su negatividad.
Porque fue solo en ese movimiento de saltarse los límites de apelación a un regreso de la forma, si se quiere, en un exceso de celo, como el minimalismo pudo llegar a problematizar los procesos de percepción y significación. De esta forma, el minimalismo, como reza la hipótesis que más ha calado –quizá, todo hay que decirlo, porque sea verdad-, surge como réplica a la ya de decadente crítica de corte greenbergiano, y surge precisamente no como una contraefectuación de todos los primados en que descansaba la teoría a eliminar, sino en un aplicar a rajatabla sus líneas directrices. Por tanto, apelando a la radical vuelta a la figuración que la época reclamaba fue como el minimal, pasándose de la raya en ese retornar, logró explorarse artísticamente como negatividad. 


En definitiva, el minimalismo, lejos de poder reducirse a la perfección de las formas, a una reducción casi a cero de los primados subjetivistas y emotivos del arte más sensiblero, cabe insertarlo en el grueso de los movimientos que vieron la necesidad, ya imperiosa por aquella época, de problematizar las estructuras ideológico-políticas de la producción, de la exhibición y, obviamente, de la mirada. A este respecto, minimalismo y pop art, lejos de querer verlos aún como su contraréplica perfecta,  han de ir de la mano al comprender que si algo tenían claro que había que enfatizar, era el producirse social de la obra. Simplemente con el mero gesto de introducir la obra en los procesos de producción en serie y del consumo en masa, fue como ambos movimientos se dispusieron a dar una vuelta de tuerca más en el proceso cosificante de la obra de arte desatando así la negatividad del arte específico de la era postindustrial.
Dicho lo cual, y yendo ya por fin al núcleo del asunto, la obra pictórica de Jus Juchtmans reconduce los primados epistemológicos y perceptivos del minimalismo para, en conjunción con la problematización ya casi eterna de la pintura, seguir investigando las condiciones de la mirada y la acción de ver.
Sus cuadros, aparentemente monocromos, remiten a la plausibilidad de un mirar que, en la contemplación, descubre nuevos efectos, nuevos colores que invitan a traspasar el lienzo para ir más allá. Sobre una superficie, como decimos monocroma, Juchtmans repite compulsivamente –hasta treinta veces- el gesto pictórico de volver a cubrir el lienzo de pintura. Capas superpuestas de colores con tonalidades incluso diferentes vienen a dar como resultado una superficie donde la mirada se pierde en texturas diferentes y en coloraciones imprevistas.
Siempre, como decíamos más arriba, un algo más allá de la mirada; siempre un mirar que mira aquello que no-ve. La negatividad del arte, una vez más, avanza a golpe de visión obstruida o de no-visión permitida. El esteticismo claro de sus obras debe de dejar paso sin duda alguna a reflexiones que tienen en al problemática del mirar su eje discursivo. De no ser así estaríamos reduciendo la obra a simple cosa, a mero contemplar psicologicista, y estaríamos cometiendo el mismo atropello que se comete contra el minimalismo.
Quizá ya no sea plausible una trascendencia a la que apelar como pudiera hacer Malevich, quizá tampoco sean este tipo de estrategias tan novedosas y contundentes como pudiera serlo para LeWitt o Stella, pero sin duda que la problematización de la mirada sigue siendo el eje discursivo sobre el que trazar los procesos de desartización que articulan la historia del concpeto d earte en su totalidad. Solo así puede Adorno, y con esto concluimos, sentenciar que “los polos de la desartización son que la obra de arte se convierte en una cosa más y en un vehículo de la psicología del conteMplador”.