martes, 22 de febrero de 2011

FICCIONES DE LA TORSEIDAD: EL ESPECTADOR COMO CRIMINAL EN FUGA


ELMGREEN & DRAGSET : AMIGOS
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 20/01/11-05/03/11

Que el shock que propicia la estética del espectáculo venga a llenar de inmediato el campo entero de lo experimentable estéticamente no significa, ni mucho menos, que lo obvio se instaure entre nosotros como moneda de cambio con la que generar plusvalías en lo transbanal y en lo archi-recurrente de la fantasmagoría del espectáculo.

Cierto es que el impacto que genera la teatralización de lo estético viene a agotarse de inmediato en lo melifluo de lo intrascendente y lo chiripitiflaútico de lo molón. Pero no por ello es menos cierto que, al menos una crítica solvente, debe de andarse con pies de plomo para no caer en la tentación de la onerosa denostación de todo lo que traiga tras de sí un tufillo a espectacularización.

Porque, poniéndonos en nuestro sitio, resulta un poco sonrojante el que detrás de un estado-de-la-cuestión (referida ésta al ámbito del arte) que canta las verdades de lo insustancial y lo vodevilesco en la mayoría de estrategias artísticas, sea renuente y casi incapaz de dictar sentencia desfavorable y en contra de muchos artistas de -digámoslo así y sin ningún tipo de mala fe- perfil medio y, sin embargo, no les tiemble el pulso a la hora de denostar públicamente a los popes del negociado que nos traemos entre manos.

Quizá haya mucho que poner entre paréntesis, que la cosa no sea tan así sino que, más bien, sea muy otra, pero a veces cansa la fatuidad catatónica con que se despachan parabienes entre ‘aquellos que no molestan’ mientras que se llama a la intifada sadomasoquista contra aquellos que, extranjeros todos ellos obviamente, están bien agarrados a los cuernos del poder artístico.

Aunque, pensándolo bien, ni siquiera eso: la crítica fratricida, denodadamente negativa y que canta las verdades de lo pueril, ha sido subvertida por una crítica de los lugares comunes y del don’t disturb generalizado que opta por ponerse de perfil antes que abrir bien la herida para que nuestro muerto se desangre a la mayor celeridad posible.

Digo todo esto al hilo de una exposición, la de Elmgreen & Dragset en Helga de Alvear, que me ha hecho pensar más de la cuenta. Erigidos en semidioses de lo operístico en arte y de lo macroambicioso, en reyes de la instalación como nuevo entertainment con cargo al erario público, de lo marketiniano en que toda buena carrera artística ha de recaer cuantas veces sea necesario, nunca han sido merecedores de mucha atención por mi parte. Lo digo como lo siento. Esas sinsorgadas de la ‘crítica al cubo blanco’ siempre me han parecido gestos a la galería que, acicalándose como ultra-minimalismo, canta los parabienes de una tienda de Prada como la más retro-guay.

Sin embargo, y después de lo epatanante de la primera visita, la profusión de recesiones en periódicos y críticas superficiales que han dedicado espacio –y supongo que también tiempo- a esta pareja de daneses han hecho que me plantee la verdad de un arte que parece caminar gracias a la deslumbrante ceguera que produce en el espectador medio y en la parálisis que su encumbramiento produce en los demás.


Si toda la verdad que tiene el escenificar el ahogamiento de un coleccionista en la última Bienal de Venecia es la de ser una gracieta permitida por el establishment a unos niños malos, o si de verdad esconde tras de sí algo más que incluso una mema crítica a ese establishment que lo posibilita, es algo que, creo, urge diagnosticarlo con cierta solvencia –habida cuenta incluso que en la sala de arriba de la misma galería “expone” Ángela de la Cruz, artista esta de un discurso solvente y fuerte como pocos.

Entrando ya en materia, en esta ocasión le ha tocado el turno a una sauna, una sauna parece ser que gay. Uno entra en la galería, y, de repente, se ve inundado por una aséptica higiene de hospital que aparenta ser la réplica perfecta de, como decimos, una sauna.

El decorado, la tramoya de cartón piedra salta a la vista: el extrañamiento, lo inocuo que destila tal escenificación nos demuestra que nada de subterfugios, de enconamientos contra un arte que se contenta con erigir escenarios para la contemplación anestésica de lo hiperbanal y la atracción de feria. En pocas palabras: no estamos allí para contemplar el preciosismo de una mímesis que da risa, sino para desvelar algún secreto.

Si Debord decía que “la separación es el alfa y omega del espectáculo”, lo suyo, lo de Elmgreen & Dragset, al menos en esta instalación, no tiene nada que ver entonces con el espectáculo. Y es que estamos pegados, adheridos a una vivencia que se va a resolver como nuestra en ese mismo escenario. Que no sepamos cual es, que nos veamos confundíos por lo que los panfletos venden de un arte que es la quintaesencia de lo que ‘hay-que-ver-pero-no-sé-porqué’, que nuestros sentidos se vean atrofiados en la panacea del remitirlo todo a los efectos de simulación y escenificación, son posturas que recalcarán la nimiedad espectacular con que estos artistas quedan retratados. Pero, como creo que ya dejo intuir, no es lo que pienso.

Y es que, donde radica el acierto de sus obras es en no contentarse con ser un arte de la contemplación onanista, de la espectacularización de lo macro-escenificable, sino en situarse en la única apertura que permite una puesta en escena como la suya: la que apela al propio espectador a llenar algún cabo suelto, algún enigma.


Así pues, su arte de la grandilocuencia no remite sin más al efectismo de la disneylanización en que el arte ha encallado, sino que, más bien, se sirve de las estrategias en que el arte colinda con la hiperestetización de lo cotidiano para plantear –siquiera de forma fantasmal- un accidente, una ausencia, un crimen, un, en definitiva, renglón torcido en la abigarrada perfección postulada por la fascinación entrópica de la mercancía y su puesta en escena.

Lo que sucede, pensamos, es que Elmgreen & Dragset son aquí capaces de operar con diversas capas de significación y de, claro está, interpretación. La que más llama la atención, obviamente, es esa forma tan contundente de acaparar para sí todos los focos de la tan aclamada estética gay. Si el arte ejerce de catalizador de todas las pulsiones atrayéndolas para sí y fusionándolas en lo hiper-vendible, una sauna gay representa la quintaesencia del sainete postmoderno: gozo y placer por doquier, esteticismo de high-class, relaciones líquidas en un mundo vaporoso.

Pero donde dan en la diana es en proponer un nivel de lectura mucho más profundo. Dejando para otra ocasión sus poco o nada contundentes estudios sobre el cubo blanco, en esta ocasión sí que plantean una narratividad de los mecanismos del arte contemporáneo cuyos ecos pueden oírse con fuerza a lo largo de toda la sala. Porque su sauna no ha de contentarse con ser un efecto de simulación, un canto festivo a una estética de lo alegre, lo promiscuo y del festín de los sentidos, sino que se erige como emplazamiento donde operar el simulacro invertido de todo este sistema llamado ‘arte’.

Si Rancière, en su apología del espectador emancipado, dice que “el saber no es un conjunto de conocimientos sino una posición”, deambulando por la sauna, uno comprende, gracias a algunos detalles dejados como sueltos, que algo ha de desvelarse, algo ha de conocerse: nuestra posición, nuestro deambular fascinado ha de toparse con lo indescifrable o lo operístico; una de dos, pero no queda otra.

Lo que hacen Elmgreen & Dragset es propiciar un deslizamiento de los compartimentos en que la historia del arte es comprendida para, en el choque de placas tectónicas, postular una paradoja, una escenificación –esta vez sí- de lo tragi-cómico en que se desenvuelven la generación de nuestros mundos simbólicos. Así, lo que acontece –presumiblemente- en la sauna no es solo la escenificación de lo aséptico-postmoderno, ni tampoco es una contumaz crítica a nada.

La eficacia estética de lo que proponen se asienta, tomando aquí también las palabras de Rancière, “en la eficacia de la separación misma, de la discontinuidad entre las formas sensibles de producción artística y las formas sensibles a través de las cuales esta producción se ve apropiada por los espectadores, lectores u oyentes”. Pasando al final de la sauna, la representación escultórica de un dios griego, de una musculatura perfecta, descansa sentado y con rostro de desesperado mientras recibe una trasfusión de sangre. Al mismo tiempo, unos pantalones vaqueros detrás de una mampara, las chanclas gigantes junto a otras más pequeñas al principio de la sauna, dan fe de que…hay alguien más.


La eficacia estética de esta obra descansa por tanto en la suspensión de una narratividad que opera a lo largo de toda la historia del arte. Si Winckelman tomó el Torso de Belvedere como ejemplificación del que habría sido el arte griego, operando así un disenso que remitía a dos estructuras distantes –la griega y la ilustrada- para las cuales no hay continuum posible entre causa y efecto, Elmgreen & Dragset reactualizan de manera soberbia las claves de la eficacia estética sustentada en el disenso que opera en contra de la plausibilidad de generar un continuum.

Si en Winckelman el torso era la ejemplificación perfecta por su carencia de sentimentalidad, por una sustracción que remitía al silencio que media entre dos estructuras diferentes de significación, estos artistas sitúan ahora la nueva torseidad como necesitada de transfusión: ya no ilustra ninguna fe, no produce ninguna corrección, no apela a ninguna normatividad ética, no se dirige a ningún público, no –en definitiva-significa nada.

Tomando otro punto de partida, si para Benjamin la torseidad era característica preeminente del arte moderno, quedando cifrada ésta en lo destructivo, contingente, inexpresivo y fragmentario, y siendo la alegoría la forma expresiva de todo ello, ahora para Elmgreen & Dragset la torseidad toma forma de ficción, de fábula simulacionsita, y es escenificada más que mostrada.

Por tanto, el trabajo ficcional de Elmgreen & Dragset, su puesta en escena de decorados que para muchos son la quintaesencia de la espectacularización banal de lo archiestético, consiste en crear el entramado de relaciones necesarias para poner en relación lo que no lo estaba para, así, producir rupturas diferentes de las esperadas en el tejido sensible de las percepciones y los afectos. Su ficción opera el disenso pero, en vez de volcarlo ulteriormente en una actividad política, lo dejan ahí, camuflado de simulación, confundido con el paisaje de la nadería postmoderna, dando por válida una interpretación que haga gala de una cortedad de miras apabullante y que cante, sin más, los parabienes de lo gai, de lo alegre y divertido de confundir cualquier galería con cualquier sauna construida para el placer.

En última instancia, ¿no puede entonces pensarse que aquel que anda por ahí suelto, la solución al enigma, el dueño de esas chanclas y de esos pantalones, no puede pensarse –digo- que seamos nosotros mismos, los que disfrutamos con la ficción banal y que nos resistimos, por tanto, a proponernos como actores y optamos mejor por emprender la huida? El día de la inauguración, actores simulaban ser los clientes de la sauna, dejando a los espectadores incapaces de confundirse con la ficción tramada. Quizá sea esa la última lección de Elmgreen & Dragset: que nos deleitamos tanto con la ficción del simulacro que somos incapaces de proponernos como alternativa y, así, entrar en acción.

Preferimos lo festivo y carnavalesco, lo anestesiante y lo camaleónico de una buena escenificación, que tomar la parte que nos toca y sabernos los criminales en la escena del crimen. De ahí que el nuevo torso necesite de trasfusiones y, de ahí también, que siendo Elmgreen & Dragset tan poco profundos sean celebrados como verdaderos artistas de nuestro tiempo.


jueves, 17 de febrero de 2011

ARCO'11: LIBERARSE DE LAS CADENAS


ARCO'11
MADRID: 16/02/11-20/02/11


Antes que nada, antes de ponernos a hablar de lo que se ha podido ver –se está pudiendo ver-en esta edición de ARCO, decir que, en lo que a mi respecta, comparto punto por punto lo dicho por Rosa Olivares en el texto que acompaña a la última edición de EXIT. Ni se tiene porqué parar el mundo, ni se ha de poner el grito en el cielo, ni se ha tampoco de despotricar año tras año de esta feria que, contando contando, va ya por su trigésima edición.
Quizá, esta pasión por lo traumático de todo post-ARCO, venga de que cada uno le pide a ARCO que solucione los problemas del arte español por arte de birlibirloque y que cada año, estos cinco días dejen entrever un futuro de colores entre tanta densa tiniebla. Pero es que, como dijo aquel, lo que no puede ser no puede ser y, además, es que es imposible. El arte español tiene problemas endémicos que para nada vendrán a solucionarse en apenas cinco días.
Dicho lo cual me parece muy acertada la opinión de poner en rojo la cita –ineludible e inexcusable- de ARCO, pero para nada tiene que tomarse esto de la feria como el bálsamo que cada año venga aponer paños calientes a una herida que se abre cada día un poquito más, ni tampoco ver en ella la cuasante única de nuestra sangrante situación.

        Incluso, problemas como el de la contumaz persecución fiscal al inversor de arte o el fracaso rotundo que ha sido el plantearse de nexo de unión entre latinoamérica y Europa, podrían verse tamizados si cada uno intentase sacar de esta feria algo positivo y que no se pidiesen imposibles a algo que ha de comprenderse, simplemente, como una parada más en la agenda cultural del país.

Dicho esto, si desde aquí nos ocupamos a la crítica de arte, no vamos a meternos en camisa de once varas y empezar a medir la viabilidad del proyecto empezado por la nueva directiva, ni a ver fantasmas del fracaso ni, tampoco es el caso, saludar a una nueva época con ruido de fanfarria.
En principio, y resumiendo, dos consideraciones: acierto definitivo en dejar la cosa en dos pabellones, y encefalograma casi plano –en términos eminentemente artísticos- para una edición que ya barruntaba pocas galerías iban a tirar la casa por la ventana. Fotografía de tamaño medio (mucha composición y políptico), pintura y escultura también mediana viene a significar más del 80% de las obras para una edición que parece haber olvidado el vídeo, la instalación, el arte sonoro o performativo y haberlo dejado para mejores ocasiones.

La colección de obras grandilocuentes, festivas, con cierto tono a espectacularidad y cabecera de telediario se podían contar esta vez con los dedos de una mano. Las sempiternas figuras de Enrique Marty, los melancólicos payasos de Folkert de Jong, el esqueleto de Barthelemy Toguo o los esqueletos danzarines de Javier Pérez, se suman a Kimberly Clark y sus esculturas hiperreales de chicas borrachas y Ximen Agarrido-Lecca con sus tétricos escenarios de cementerio. Carlos Aires con un cristo crucificado con el letrero ‘lets get lost’ y el giacometti encadenado de Elmgreen & Dragset ponen la puntilla a la estética de lo transbanal.

Dicho esto, lo que de verdad se lleva la palma en esta edición –y creo que ya en todas ya que se ha asentado como el objeto consumible privilegiado- es la fotografía paisajística o arquitectónica. La maestría absoluta de Axel Hutte comparte aquí cartel con Julian Rusefeldt (foto-video), Rafael G. Bianchi, Caio Reisewitz, Tiina Itkonen o Sandra Kantanen (estás dos últimas artistas nórdicas que comparten una misma estética). En la otra vertiente, Juan Manuel Ballesteros está presente en varias galerías, representa el aséptico formalismo, mientras que Andrew Moore y Jorn Vanhofen ponen la nota catastrófica.
Iñaki Gracenea, Iñaki Bonillas y Guillermo Rubi parecen compartir unos mismos presupuestos estéticos al incidir en la versión panóptico-serial de la reproducción técnica, con una visión más popera en Katharina Sieverding. Otros a destacar sería lo poético-distante de Gonzalo Lebrija, los rostros de payasos de Robert Volt, el gift superpuesto de Thomas Lochner, la cotidianeidad fantsmal de Catarina Botelho, el siempre contundente Slater Bradley, la seducción hiperestetizada de Jurgen Klauke o lo retropop de David Lachapelle. Por último, destacar a Thomas Ruff, quién combina la sordidez de un matadero con la indiscreción escópica del ver-no ver escenas pornográficas.
Video, como decimos, no hay mucho. Pero sí que se puede destacar a Sara Ramo, Avelino Sala, Dora García con su último trabajo antes de Venecia y a Annika Larssen. Varios escalones por debajo se puede ver a Carlos Reynaldas y la belleza-banalidad de un partido de futbol, Rubens Mano grabando una ciudad desde el aire (un poco en la estética de Colomer) y los trucajes de Artemio haciendo que Russell Crown luche contra nadie en un ‘Gladiator’ muy especial.
Entre lo escultórico-instalación hay mucho y bueno que destacar, aunque se echa de manos un mayor riesgo en las propuestas: los ya archivendidos Tony Cragg y Erwin Wurm, los chinos Xooang Choi y Hwan-Kwon Yi (este con sus figuras difusas fue la atracción principal del año pasado), Madelaine Berkhemer y su pop perverso, Allen Jones con una obra que será de las preferidas en los próximos días (lo aseguramos), Bene Bergado y lo traumático del esqueleto de reptil bajo la alfombra, son quizá lo que más llama la atención.

Pero hay mucho más: Mathew Darbyshire es siempre interesante con sus dobles-objetos; el motocarro de Benjamín Bergmann; Peter Pogiers, Lawrence Carroll, Olaf Holzapfel y Jurgen Drescher pueden destacar en cuanto lo más cercano a lo escultórico-minimalista; las figuras de bronce de Tim Eitel; el arte luminoso de Bruno Peinado o la marquesina luminosa de Philippe Parreno; Klaus Fritze y su penny lane particular; Adelina Loopes y su dorian grey; Rut Olabarria y una cabeza-fuente entre la inocencia y lo perverso.
Aunque quizá lo más reseñable, quizá sobre todo por el halo de novedad y de aire fresco que traen consigo quepa destacar la incubadora de Beth Moyses, los cubos con vaho de agua de Liam Gillick, el paraguas musical de Bernhard Leitner, la ‘mirada blanca’ de Ángel Marcos, los ventanales sellados con sabanas y vendas de Albert Corbí.
Las obras que se pueden ver de los artistas consagrados en esta edición de ARCO son medianas, nada de gigantismos (ni en la calidad ni, mucho menos, en la cantidad y dimensiones de la obra). Gunter Förg quizá sea el más repetido, pero tampoco están nada mal tres Neo Rauch, un par de Konellis, así como piezas sueltas de Julian Schnabel, Tony Oursler, Matthew Barney, Atelier van Lieshout, Boltanski (fantástico éste), Ana Mendieta, Arnulf Rainer, Balka o Richten dentro de lo más destacable.
De entre los españoles hay, como no podía ser de otro modo, mucho y bueno. Ha destacar la amplia la presencia del No de Santiago Sierra (parece que tanto ‘no’ da para algo más que para dar que hablar) así como de Ignasi Aballí, presente al menos en tres galerías. Entre las presencias ya comunes se puede nombrar a Jaume Plensa, Daniel Canogar, García-Alix, Susana Solano o Jordi Colomer. También con obra que se ha podido ver este año en sus galerías respectivas y que nos parecen interesantes han acudido Ana Laura Alaez, Manu Arregui, Jordi Alcaraz, Aitor Ortiz, Jacobo Castellano, Pablo Valbuena, Karmelo Bermejo, Eulalia Valldosera, Amaya González Reyes o Alicia Framis. Sin embargo, destacar tres nombres que han acudido con una obra tan amplia como contundente: Juan Ugalde, Juan del Junco y Sergio Prego.
Por último, hacer mención también, para bien o para mal, a los muñequitos de Baltazar Torres, a la delicadeza de Liliana Porter, a las casitas de Carlos Bunga, a Jonathan Hernández y sus cercanías simpáticas con Baldesari, a David Maljkovic que con una simple obra pequeña deja su huella, a la maestría rotunda de Eric Baudelaire y Angela Bullboch, a las estrategias ya desactivadas de Sanja Ivekovic o David G. Andujar, lo cansado ya de Susy Gómez o Jose Maria Sicilia, y lo improductivo de la gracieta revolucionaria de Manuela Ribadeneira y la estupidez sordida del ‘fuck you all’ de Javier Calleja.

Y como todo es cuestión de listas, esta vez nos decidimos a dar la nuestra de lo indispensable de ARCO de este año, ¡un TOP10 muy bien avenido!:
1- Marlon de Azambuja: sus réplicas de Museos de arte contemporáneo convertidas en jaulas de pájaros dan en al diana de lo que es  la contundencia poética en el arte.
2- Alfredo Jaar: convertido en figura indispensable de hacia donde tiene que ir un arte capaz de llamarse político, su arte incide en las estrategias que rigen la política de las imágenes. Ya fue el mejor el pasado año en Oliva Arauna y en ARCO sus obras destacan por su innegociable contundencia.
3- Nicolás Provost: su video ‘Stardust’ narra enfatizando los nexos entre realid dy ficción. Las Vegas como campo de experimentación de unas subjetividades, las nuestras, alimentadas por el espectáculo de montaña rusa.
4- Fran Meana: pese a su juventud, las obras que se pueden ver en Nogueras dan fe de una capacidad innata para saber dirigir la mirada ahí donde algo ha de volver a narrarse.
5- Joana Vasconcelos: lo artesanal como modo de dar voz a lo siempre callado. Sorprendente.
6- Dora García: presente en varias galerías, su contundencia y versatilidad la convierten sin lugar a dudas en una artista de calibre internacional.
7- Sergio Prego: también presente en un par de galerías, su trabajo aquí se destaca sobre el del resto. Video, fotografía, instalación tecnológica: el cuerpo como preocupación y el espacio como intrincado nexo coreográfico. 
8- Hans Peter Feldmann: toda una galería para él, la Mehdi Chouakri, nos demuestra que lo suyo es arte con mayúsculas.
9- Albert Corbí: sus ventanales por donde no se ve nada, metáfora quizá de una mirada -la nuestra- que ha de curarse.
10- Marina Abramovic: para una feria que ha apostado por recortar presupuesto, por replegarse en un arte en parte bastante insustancial, las imágenes de Marina destacan si se quiere más que nunca. El arte es pasión y drama, sufrimiento y aliento.

martes, 15 de febrero de 2011

DAR QUÉ HABLAR/PERMITIR HABLAR: ARTE POLÍTICO COMO VERDADERA EMANCIPACIÓN


CABELLO/CARCELLER: SI YO FUERA…
MATADERO MADRID: 21/01/11-13/03/11

(artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=385
)
En una sociedad tan paralizada ante lo que vendría a ser la sana confrontación política, el deseado y fundamental debate social, el arte, visto lo visto, trata de ganar terreno y proponerse como instancia política preeminente. Sin embargo, hemos de decir, esto no es lo propio del arte. Junto a este claro síntoma del arte contemporáneo, las estrategias por él usadas son, la mayor parte de las veces, herederas de un modo ideológico ya dejado atrás que tiene en un extraño continuum su razón de ser: denunciar, mostrar la salvaje injusticia para, acto seguido, llamar a la insurgencia y al sentimiento de culpabilidad del espectador.
Cabello/Carceller, sin embargo, propone un arte tan político como el qué más cuyo modo de actuar se basa más en el ‘permitir hablar’ que en el ‘dar qué hablar’. Siguiendo las teorías de Rancière, y al hilo de la excepcional obra de esta pareja de artistas que se puede ver estos días en Matadero Madrid, el siguiente texto trata de poner en claro las directrices que ha de seguir un arte que quiera, verdaderamente, ser adjetivado como político.
Si hay una palabra por la que el arte sienta verdadera predilección esa es la palabra ‘política’. Es solo decir ‘arte político’, y a uno le viene a la mente, casi de inmediato, un montón de estrategias subversivas de desmoronamiento del sistema imperante.
Y es que, como contrapartida a la autonomía del arte, la política se ha adjudicado la labor de destinar al arte en su concepto y arribar a las soñadas playas de la libertad. Quizá sepamos que, ciertamente, no existen playas de libertad, que palabras tales como justicia y equidad funcionan solo como noúmenos ideales cuya misión es regular la distancia precisa para no quemarse entra tanta realidad mal avenida, pero no por ello –y aún quizá será justo por eso- transigimos en nuestra misión.
La política, entendida esta como íntimamente ligada a la problemática ética, acompañó ya desde Kant los primeros balbuceos de la estética como eminente rama del saber. Encallado en una multitud de paradojas al no encontrar un campo común entre la praxis y la teoría, entre la necesidad y la libertad, entre lo particular y lo universal, Kant tomó la senda de la estética para hacer del juicio desinteresado el eslabón perdido que vinculaba la pretendida autonomía del sujeto ilustrado con una teoría de la racionalidad donde la función ética garantizase un proyecto normativo donde el sujeto no viese cortadas de raíz las promesas de su autonomía.
Sin embargo, lo que en Kant es una simple ecuación que vincula el gusto estético con la cultura moral, pronto, en menos de una década, el recién nacido arte ilustrado prestó más atención al segundo aspecto –operar como campo práctico donde el sujeto potencializase sus cualidades emancipadoras- y trajo para sí la promesa de la redención. Schiller, promoviendo un arte como única vía de emancipación de la humanidad, puso las bases como lugar privilegiado donde alcanzar las promesas que la Ilustración no supo, desde el principio, hacer factibles.
Y es que, a fin de cuantas, un arte ilustrado solo podía funcionar como eso, como crítica del arte ilustrado: la pescadilla que se muerde la cola o los primeros efectos de la dialéctica de la desartización en estado puro. Así, el Romanticismo no es más –ni menos- que la primera crítica estética a la razón ilustrada.
Y en esta dialéctica es donde aún hoy nos movemos: entre un arte autónomo que se baste a sí mismo y vincule mediante la experiencia estética el gusto burgués con una pretensión normativa de validez universal, y entre un arte –heredero de las primeras escuelas románticas- cuya labor sea poner constantemente trabas a esa ilación perfecta que se da entre normatividad imperante como moral universal y una praxis estética que se autocomprenda como verdadera oposición a un régimen dado de cosas y donde sea factible una experiencia verdaderamente humana y redentora.
Así, de los balbuceos románticos de Schiller a la estética de la resistencia de Hal Foster solo media una cosa: una autoreflexión del propio arte llevada tan lejos como pueda pensarse, y el saber que, se pongan como se pongan, no hay ninguna solución –es decir, ninguna emancipación- que alcanzar. Si para Schiller el impulso libertario era inherente a la experiencia estética, Foster se conforma con menos, con mucho menos: su resistencia ni sabe de la existencia de límites a transgredir, ni, mucho menos aún, trata de vérselas con una hipotética liberación. Simplemente, plantea la lucha en términos de resistencia semiótica, haciendo de la resignificación y recodificación las dos armas más poderosas para un arte, el contemporáneo, cuyos procesos de desartización no significan más que una larga lista de derrotas de eso tan bucólico de ‘un arte para la vida y una vida para el arte’.
Es este sentido donde el arte político ha de dejar ya de jugar al victimismo de saberse perdedor antes de echar a andar y cambiar, quizá radicalmente, sus estrategias. Una vez que es ya claro y meridiano que las vanguardias y neovanguardias fracasaron al intentar reducir el arte de la vida (incluso sabiendo a ciencia cierta que cualquier halo de triunfo viene seguido de inmediato por una pasmosa neutralización merced a la dialéctica subvención/subversión como sistema patrón de la industria del arte), no es ya hora, decimos, de repetir la jugada.
Porque, quizá sean los rescoldos del fracaso del proyecto que las vanguardias erigieron en leitmotiv principal, pero aún hoy –más que nunca aún hoy- el arte parece extremadamente cómodo cargando con la fecunda promesa de un arte condenado al más estrepitoso de los fracasos.
Jacques Rancière, quizá el filósofo que más tiempo y esfuerzos ha dedicado a plantear está relación arte/política de manera novedosa y acorde con los tiempos que corren, nos da, si no la solución, si al menos el camino hacia el que apuntar.
Si los procesos de desartización que Adorno supo ver en el arte contemporáneo, Rancière los traduce en una indecibilidad manifiesta que funciona como estructura fundamental de la modernidad a la hora de decantarse por la autonomía del arte o plegarse a los dictados de la vida y la política, lo hace solo para, acto seguido, decir que de ninguna de las maneras el arte puede sustituir a la política y que el debilitamiento del conflicto político (el siesteo perpetuo del ciudadano medio que claudica ante cualquier conflicto) generado por el consenso dominante no puede ser ocupado por el arte.
En este sentido, las estrategias hasta ahora seguidas por el arte político, tomando para sí la dialéctica hegelo-marxista de los momentos de verdad y no-verdad, han de claudicar debido al hecho de estar construidos bajo el dictado de un continuum que, en absoluto, produce más que modorra y un épater le bourgeois que nada tiene que ver ya con la supuesta emancipación de la experiencia artística. A este respecto, no es ya solo que las estrategias hayan devenido nulas per se, sino que la realidad, tornándose en espectáculo, ha conquistado tantas parcelas de poder que, como dijo McLuhan, “el espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social”. Es decir, contra un campo social y político devastado por la post-ideología del espectáculo, estrategias políticas encorsetadas en viejos paradigmas son totalmente nulas. Y es que, en el límite, y haciendo aquí caso a Baudrillard, “si la era de la transgresión ha terminado es porque las mismas cosas han transgredido sus propios límites”
Para Rancière, simplificando su postura al máximo, la misión del arte actual es eminentemente política, pero no en aras de perseguir una denuncia, de dar a conocer las injusticias del mundo ni nada similar. El arte es político porque ha de cuestionar el actual reparto de lo sensible. Así, la verdadera pirueta argumental de Rancière consiste en desplazar de manera suficientemente significativa el campo de lucha dialéctica. Si hasta entonces la dialéctica arte/vida, autonomía/política, había sido erigida basándose en tales polos argumentales, para el francés se trataría sin embargo más de lucha dialéctica entre dos políticas de la estética en tensión que de una dialéctica pura entre arte y vida (entre arte y no-arte). A este estado de cosas, a esta nueva dialéctica que opera siempre como lucha entre políticas estéticas, Rancière lo llama ‘régimen estético de la modernidad’.
Es decir, ya no el arte ha de jugar la baza política para convertirse en momento contrario al de su pretendida autonomía, sino que ha de comprenderse, el arte, como un continuo modo de hacer entrar el desorden en el orden y de romper el reparto de lo sensible.
Para lograr esto Rancière desdeña la gran mayoría de estrategias subversivas que se han ido dando hasta ahora. No lo hace por su escaso valor, sino porque, una vez llevado el límite del arte hasta las lindes del ‘todo vale’, las estrategias políticas ‘al uso’ han terminado por recaer en una recodificación y reconfiguración de la, llamémosle así, visibilidad de lo común ampliamente ya dado por válido según el consenso plebiscitario de la amplia mayoría. De este modo, Rancière pone el dedo en la yaga y denuncia que, según el modelo pedagógico de la eficacia del arte todavía hoy extrañamente en boga, “todavía nos gusta creer que la representación en resina de tal o cual ídolo publicitario nos alzará contra el imperio mediático del espectáculo o que una serie fotográfica sobre la representación de los colonizados por el colonizador nos ayudará a desbaratar, hoy, las trampas de la representación dominante de las identidades”.
Esta fantasmagoría ideológica con la que el arte queda lastrado de raíz desvela que, como continúa el propio Rancière, “el problema no se encuentra entonces en la validez moral o política del mensaje transmitido por el dispositivo representativo”, sino que, por el contrario, el problema “se encuentra más bien en ese dispositivo mismo”. Y es que la eficacia del arte no está en transmitir mensajes con moralina ni en ofrecer modelos de comportamiento sino que “cosiste antes que nada en disposiciones de los cuerpos, en recortes de espacio y de tiempos singulares que definen maneras de estar juntos o separados, frente a o en medio de, dentro o fuera, próximos o distantes”.
Es decir, ni pedagogía de la representación sustentada en la contemplación de la belleza, ni tampoco pedagogía de la inmediatez ética. Entre ambas se encuentra la verdadera eficacia estética: la que suspende toda relación de continuidad entre las intenciones del artista y la mirada de un espectador que busca aquello que precisamente sabe va a encontrar. Benjamin sostenía algo bien parecido: “una forma artística nunca puede ser determinada por función de los efectos que produce”
En este punto Rancière es claro: un arte político a la altura de las circunstancias ha de “borrar las fronteras entre quienes actúan y quienes contemplan”. En este sentido, tanto el teatro como la perfomance “se proponen enseñar a sus espectadores los medios para dejar de ser espectadores para convertirse en agentes de una práctica colectiva”. Contra la práctica común del arte político que simplemente se ofrece como lugar de cobijo desde el cual convertirse en imagen especular del régimen imperante, Rancière sostiene que el arte ha de utilizar su distancia –la tensión que opera siempre en su interior- para eliminarla.
Así, el teatro, la perfomance, ofrece aquello otro que el espectáculo evita: propone una distancia que romper, un continuum que poner en liza. En el espectáculo, en la pasiva contemplación de aquello que ha devenido realidad preeminente, al sujete se le sustrae su propia esencia: en el espectáculo el espectador es enajenado, alienado en su propia esencia que se revuelve contra él.
Justo, entonces, lo contrario que sucede en el buen teatro, en el buen arte. Justo, ya por fin, lo contrario que nos ofrece está pieza de Cabello y Carceller que puede verse en Matadero Madrid hasta el día 13 de marzo.
Su título, “Si yo fuera…”, alude de manera precisa a la distancia primordial, aquella que media entre nosotros, nuestro destino, y aquello soñado, aquello –quién sabe- arrebatado. Distancia política como pocas, la pieza de estas artistas se enfrenta a la posibilidad de romper casi lo imposible: la distancia que opera como régimen disciplinante y que condensa todas las estrategias de inclusión/exclusión.
Porque ellas, como, insistimos, Rancière, entienden que el arte es eminentemente político no en cuanto en tanto tiene en sí la posibilidad de mostrar las injusticias del mundo ni la capacidad para hacernos pensar, sino porque se entiende que toda distancia es, esencialmente, una distancia política.
Si el espectáculo bendice a los pasivos, si la dysneilanización de los mundos de la vida gratifica al que consume y al que más rápido fluye, si, en una palabra, la escenificación de nuestra fantasmagoría diaria compensa al que calla y otorga, Cabello y Carceller se esfuerzan por devolver al arte a la misión de la cual nunca debió haber salido: dar la posibilidad de preguntar y de hablar, de romper la distancia entre lo esperado y lo posible, de fragmentar el régimen disciplinario que presenta el futuro como siempre-ya-dado.
Así, si la obra funciona en cuanto en tanto da voz a quien no la tiene, si realiza su función política de plantear, aún hoy y con cierta sorna, un quizá desesperado, es sin embargo en su capacidad de romper distancias, de enarbolar juntos la bandera y subirnos también al escenario –en una palabra, en hacernos no solo espectadores sino también actores- donde radica todo el potencial político de la pieza.
“Si yo fuera…” da qué hablar y permite hablar, narra una historia y permite narrar otras. Y es que, como bien sabe Rancière, “una comunidad emancipada es una comunidad de narradores y de traductores”.

lunes, 14 de febrero de 2011

SITUACIONES EN EL ESPACIO-LIENZO


LILIANA PORTER: SITUACIONS WITH LEVITATING RABBIT
GALERÍA ESPACIO MÍNIMO: hasta el 05/03/11


Desde que Lucio Fontana se atrevió con aquella desfachatez de rasgar el lienzo, la carrera por ver quien llevaba más lejos aquel ejercicio díscolo de practicar la autoreflexión del propio arte hasta el extremo de su propia autodestrucción entró definitivamente en su etapa de máxima aceleración.
Si el arte contemporáneo es en gran parte la manera preeminente de analizar el medio (y el artista por tanto como un privilegiado analista de medios), los ejercicios de autocuestionamiento del soporte tuvieron en las décadas de los 60 y 70 su edad dorada. Rasgar, plegar, ampliar el campo, eliminar el marco, eliminar el lienzo, tontear con lo escultórico, han sido todos ellos –y siguen siendo- estrategias que el arte, la pintura en este caso, ha seguido para realizarse en su propio concepto.
Llevado al límite de lo conceptual, estos ejercicios pueden verse sin dificultad alguna como lo propio a hacer para una época que tuvo en la desmaterialización del objeto artístico su leitmotiv principal.
Liliana Porter parece querer seguir esta tradición asentada ya del todo en lo archirecurrente de lo postconceptual, pero combinándolo de una forma muy particular con los ejercicios semióticos de comprender la pintura como una distribución de signos en la superficie plana del lienzo. Desdramatizando la retórica de la resistencia semiótica, renunciando a dar una vuelta de tuerca más a la neoexpresividad como modus operandi con el que disponer los signos en el espacio-lienzo, Porter une sus fuerzas a extraños poderes que lindan, en un primer momento, con lo narrativo, con la inocencia bucólica del cuento.
Para ella, el lienzo no es ningún problema, sino, más bien, todo lo ocntrario: el soporte más adecuado para contar y mostrar.
Quién sabe si, en última instancia, lo que nos propone Liliana es dejarnos de soliviantar por el qué pasará tras el soporte –la famosa sospecha de Groys- y dedicarnos a saborear la fantasía del acontecimiento de la superficie. Nada, por tanto, de cuestionarse la realidad del qué habrá detrás, nada de seguir al arte en su destinación principal y tensionar la cuerda de la destruktion como estrategia global del arte desde sus comienzos ilustrados.
De ser así –y en gran parte lo es-, sus ejercicios no dejarían de ser, se mire como se mire, la claudicación ante un destino que hace ya tiempo nos agobia y nos traumatiza. ¿Por qué no dejar todo, ya de una vez por todas, en las amables manos del divertimento ñoño y la mojigatería conceptual? Es decir, si ya todo se resuelve en la superficie, si el simulacro ha conseguido el no va más de eliminar cualquier profundidad, ¿por qué ha de seguir el arte erre que erre en su ya desfasado discurso de proponerse siempre como alternativa a la barbarie?, ¿por qué ha de seguir entendiéndose, el arte, como medio para la redención? Lo que propone entonces Liliana es, y aquí puede estar el particular dramatismo, dejar de ser románticos.

Pero también existe otra posibilidad -otra interpretación: y es que ya, habiendo devenido imposible le representar, habiendo arribado lo sublime postmoderno en el límite del no-ver, lo único que queda es narrar microficciones, pequeñas fantasías que den carpetazo a la vieja idea de que el arte lleva en su germen la destinación de una Historia que contar y a la cual, sobre todo, redimir. Es la lógica de lo micro como único modo de resistencia al efectismo global de la telemática y el simulacro que colapsa toda la realidad. Si, evidentemente, cada vez hay menos cosas que narrar, quizá sea le momento de, simplemente, mostrar y dejar que lo micro aparezca rodeada de esa pátina de insignificancia tan poderosa.
Solo así, fijándonos en su querencia por el detalle como ejercicio subversivo, llegamos a darnos cuenta de que los microacontecimientos de Porter, en su inocente siniestralidad, nos son de sobra conocidos. Los personajes parecen lanzados como dados al campo de batalla del lienzo; arrojados, sus existencia parece ser la del después de la tragedia. Pero no solo eso: hombres y mujeres enfrentándose a tareas imposibles, a ejercicios propios de Sísifo, a tareas sin sentido alguno. La extrañeza del juego que ya no es ningún juego, la siniestralidad de lo que de golpe, en su candorosa inocencia, se nos vuelve ajeno y desconocido.
Las miniaturas de Porter, lejos de anular la sospecha, lejos de anestesiarnos con lo superficial de todo relato, apunta a la necesidad de decir lo imposible de todas las maneras posibles, aunque sea contándonos cuentos con apariencia inofensiva.

miércoles, 9 de febrero de 2011

MAQUINAS DE MIRAR O LA ATROFIA ESCENOGRAFIADA


ROBERT LONGO: MYSTERIOUS HEARTGALERÍA SOLEDAD LORENZO: 11/01/11-26/02/11
En el hiperbarroquizado mundo postmoderno de hoy en día, si una cosa hay que tener clara, es que es el efecto, y no la causa, quien tiene el privilegio epistémico. Incapaces de retrotraernos a un pasado recién acaecido, todo acontece como a impulsos de deflagración, como a golpe de simulación que se basta y se sobra a sí misma.
La hipertrofia de la memoria histórica, los parabienes de una alegorización donde, en el límite de la fugacidad del tiempo, ni siquiera ya una mirada nostálgica nos pueda salvar, consigue el milagro de proponer como válido un mundo comprendido como una serie infinita de efectos de superficie.
Y esto, Longo, se lo sabe al dedillo. Desde los tiempos de sus célebres ‘Men in the cities’, Longo descubrió la llave de la virtualidad contemporánea: no ya la serialización hipertrófica de los procesos de producción/visión, sino lo superficial del momento devenido totalidad temporal. Un fogonazo, un destello, y la máquina-de-mirar queda saciada. Si Warhol quería ser una máquina, Longo sabe que la única máquina válida que se consume es la que adhiere constantemente tiempo a una imagen hasta su cortocircuito.
Esos ‘Men in the cities’ funcionan como máquinas chamánicas, como sanadores de un tiempo que nos autodestruye y que, parándolo justo-ahí, queda desmembrado de toda potencialidad. El tiempo, si es captado en una imagen, ya no pasa, sino que acontece en su virtualidad: es decir, nos sana.
Si, al hilo de estas consideraciones, se dice que los antiguos indios americanos no querían ser retratados porque una parte de su alma se iba, ahora sucede todo lo contrario: solo somos en la medida en que somos imagen; solo existimos en la medida en que nuestro tiempo acontece pegado a una imagen. Somos, una vez más, puras máquinas imagen-tiempo.
Muchos de los elogios de Longo iban sin embargo encaminados a convertirle en pope de la maestría del pop en blanco y negro, de una vuelta de tuerca más que, en el cinismo ochentero, funcionaba como una especie de versión decadente del imaginario colectivo del yuppi neuyorkino. Tras la tormenta, como quien dice, viene la calma, y sus dibujos se interpretaban como el negativo de unas vidas cortadas por el mismo patrón del ‘american way of life’. Es decir, después del glamour warholiano, Longo propone la otra cara de la moneda: pop desangelado para un mundo ya desasistido. Tan mentiroso como sus retratos, el mundo ya no era la idealidad catatónica de Warhol, sino lo trágico de unas vidas que valen justo eso: un disparo de flash.
Sería interesante, en este punto, interpretar las obras de Longo según Hal Foster hizo con Warhol: si éste sería un adalid del arte traumático, pudiéndose encontrar un puctum por el cual todo lo Real-traumático se filtraría, las imágenes de Longo carecen de esa rasgamiento de la pantalla-tamiz y se propone como tiempo condensado, puro tiempo enclaustrado y listo para consumir. Ya, por fin, no hay salida.



Y no hay salida porque todo son efectos: la imagen condensa el tiempo y no hay ya nada que desocultar. Nada que poner ante-la-mirada en un gesto traumático ni nada tampoco que quitar-de-la-mirada.
En este sentido, la exposición que hasta el día 26 de febrero puede verse en la Galería Soledad Lorenzo es puro Longo: escenificación y efectos condensados unos tras otros. Dibujos de grandes dimensiones y teatralización de la puesta en escena para una experiencia artística que se comprende como efectista escenificación en busca de sentimiento. Nada ya de buscar lo chocante y lo espectacular; de lo que se trata, según Longo, es de levantar un teatro de los sueños digno de nuestra época. Solo que, como bien debería saber, nuestros teatros se levantan ya solo en la alegorización de un trauma o en la anamnesis de una tragedia.
Longo se inmiscuye en las telas de la producción de imágenes a escala global e intenta romper la secuencia del reapropiacionismo hay donde, al menos aparentemente, más duele: donde la serialización y demás estrategias poperas lindaban ya con el diseño de masas y la internacionalización de un gusto con aroma a rancio.
A lo que juega entonces Longo es a proponernos la simulación decolorada de un neovanguardismo demodé que tiene en la apariencia y en la escenificación a su mayor aliado. Eso, y que ya no hay dilema que quepa en ninguna imagen: todo el tiempo de la imagen cabe reconcentrado en unos dibujos que aglutinan a su alrededor la parafernalia de lo ya visto y listo para consumir.

miércoles, 2 de febrero de 2011

NOTAS SOBRE LO SUBLIME: ESTÉTICA DEL ACCIDENTE COMO REFUGIO ÚLTIMO DE RESISTENCIA


Pese a que la noción de sublime remite a la problemática contradicción que pudiera haber entre estética y ética -en el sentido de dar respuesta a sí es lícito que la miseria humana cause placer estético (Moritz) desplazándose más tarde a la Naturaleza (Kant)-, hoy en día, una vez que el dominio de la naturaleza por la técnica ha venido a ser casi completo, surge la pregunta de si la categoría de lo sublime no tendría que aplicarse más bien en relación a esta hipertecnificación más que al sentimiento sobrecogedor que pudiera causarnos lo infinito de la naturaleza.
Si la vivencia de lo sublime viene a ser, desde Kant, una fuerza interna de nuestro ánimo por la cual, al tiempo que tenemos la experiencia del estar amenazados, también se nos da, como contrapartida, el sentimiento de que podemos resistir, de que somos superiores a la naturaleza, hoy, la impresión de lo sublime se activa ahí donde la amenaza de la técnica se nos impone sin apenas límites en el que respetarnos.
Dicho de otro modo: si lo sublime por tanto apunta a ese más allá de toda relación entre imaginación y razón merced a la cual nos sentimos impotentes y temerosos al tiempo que, gracias al desarrollo de ideas morales en nosotros, nos resolvemos en nuestra humanidad debido al hecho de ser capaces de juzgarnos como seres independientes de la naturaleza, hoy en día, cuando la naturaleza entera se ha tecnificado, lo sublime remite a una específica relación de temor que nos causa la cada vez más acuciante preponderancia de la técnica frente a la cual nuestra libertad poco o nada puede hacer salvo, eso sí, esperar lo inesperado.
Así pues, y para ir adelantando, lo sublime postmoderno será entonces la fascinación por el Accidente. Si lo sublime remite al cortocircuito que se produce en el libre juego entra la imaginación y la razón (Kant), si apunta a la representación de lo irrepresentable (Lyotard), sin duda alguna que lo sublime postmoderno vendría a ser ese espanto de horror que nos proporciona el poder casi absoluto de la técnica.
Lo inesperado, lo trágico, el accidente: lo sublime ha ido condensando a través de la historia los imposibles que ponían coto al campo de la experiencia estética comprendido éste como ámbito independiente y autónomo. Que la separación entre arte y ética es de por sí precaria es hacia donde apunta el concepto de sublime. Y es que lo sublime se sitúa justo ahí, entre el bien como categoría ética y entre lo bello como categoría estética, para tensionar las contradicciones de una autonomía como límite infranqueable de una estética cuya finalidad es no tener fin.
Estética del horror y provocación ética van entonces de la mano para lograr profundizar en sentencias como aquella de Rilke que aseguraba que “lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, que todavía apenas soportamos, y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña destrozarnos”. Eso, precisamente, es lo que hay despierta una naturaleza hipertecnologizada: un miedo paralizante, un pavor desorbitado al sabernos ya marionetas en manos de la técnica.



Pero es que, su dominio es tan amplio, tan serena la pasmosidad de su poder, que incluso ese sobreponernos a nosotros mismo al que apuntaba Kant y en el que se apoyaba para hacernos desvelar nuestra cualidad de libres y separados de la naturaleza, queda hoy sin duda puesta entre paréntesis debido al hecho de que nuestra subjetividad, nuestro ‘ser sujetos’, descansa en las propias tecnologías. De este modo tan perverso, el poder de la técnica, el pavor que causa no tiene contrapartida en ningún sentimiento de sobrepujanza de la racionalidad libre. El sujeto, en su propio estar-sujeto a la técnica, no tiene margen de maniobra desde el cual reafirmarse en su eticidad. Al sujeto no le queda nada: la experiencia estética es ese cercionamiento de estar amparado en un poder que le excede de tal modo que puede destruirle en cualquier momento y en el cual es imposible hallar ninguna falla, ningún punto de fractura por el cual filtrar algún potencial emancipador.
Tanto, así pues, es su poder, que el futuro, dejos de desearse, no es ni siquiera pensado como posible (Jameson); tanto es su poder que, sin el anclaje que suponía lo sublime para la autonomía del arte, el propio arte se va extinguiendo en un mundo cada vez más dominado por la técnica (Heidegger); tanto, por último, es su poder, que con un concepto de sublime que no pide nada al sujeto, queda borrada la línea de demarcación respecto a aquello que se llama industria cultural (Adorno).
Lo sublime postmoderno, lejos ya de funcionar como límite desde donde operar el libre juego entre entendimiento e imaginación que de pie a la emisión de un juicio estético, dentro de la lógica del capitalismo teje una red de posibles/imposibles que van administrando un campo deseante ideológico cimentado en las nociones de riqueza, felicidad y éxito.
En este proceso, si ha habido alguna dinámica que haya podido acelerar el progresivo desanclaje de la dimensión antropológica del concepto de sublime dejándolo todo del lado de la hipertecnificación de la naturaleza, esa ha sido la iniciada por la mercancía. Lo sublime de la mercancía ha sido sin duda alguna el catalizador a través del cual las experiencias modernas han ido ampliando el campo para una alienación de toda actividad humana, despejando la topología pulsional y liberándola para la instauración de la ideología propia del capital.
Su proceder es tan sencillo como sofisticados sus resultados: si lo sublime estético aparece ahí donde la mediación imaginación/entendimiento es incapaz de dar cuenta de una determinada experiencia sobrecogedora, lo sublime de la mercancía aparece, como efecto estructural, ahí donde la supuesta satisfacción de la mercancía es incapaz de dar cuenta del deseo.
Si lo sublime es un más allá de toda experiencia, al tiempo que apela directamente al sujeto, la mercancía aparece entonces, en su doble aparecer como la máxima abstracción y máxima corporeidad –mercancía como “cosa sensiblemente suprasensible” (Marx)-, como la instancia preferida para dar cuenta de la destrucción pavorosa a que lo sublime somete al sujeto. La fascinación que opera en el núcleo de la mercancía es que el sujeto sabe que lo sublime de la mercancía –esa inadecuación constante y perpetua entre deseo y gozo- puede terminar por destruirle.


En la perfección maximizada en que ha devenido el movimiento de capital a velocidad límite, la mercancía consigue, en ese movimiento subliminal de no dar nunca aquello que se le pide, anestesiar el campo de lo posible para, todo él, convertirlo en virtualidad. Así, lo sublime acapara todo el campo de lo virtual ya que éste, como sustitutivo de una realidad convertida en mera apariencia, se convierte en topología libidinal y pulsional donde la imagen quede imposibilitada de imaginar lo real ya que, de hecho, ella misma es lo real (Baudrillard).
En este sentido, el espectáculo como afirmación irrefrenable de la apariencia consigue subvertir la relación dialéctica de la historia de modo que ahora “lo verdadero es un momento de lo falso”, siendo así que, corrigiendo a Hegel, todo lo real es espectáculo y todo espectáculo es real (Debord).
Así pues, lo sublime de la mercancía opera deslizando constantemente el dominio simbólico de la ausencia en una profusión de imágenes que, en su brutal inmediatez, devienen realidad. En este sentido, lo sublime postmoderno coincidiría, en el límite de la total anulación de la realidad por el campo libidinal creado por la mercancía, con la implosión de lo real; en el límite de la instantaneidad de un mundo cuyo tiempo ya ha acabado, con el crack de las imágenes (Virilio).
Es decir, lo sublime coincide, ya por fin, con la posibilidad de la imposibilidad, con la decibilidad de lo que es imposible de decir: con el accidente, con el tiempo-cero de toda experiencia.
Esta naturaleza paradójica de lo sublime toma prestadas muchas de sus cualidades de lo Real (Lacan). Lo Real es ese lugar vacío que nos excede por completo; lo Real es ese noúmeno al que no podemos llegar porque, de hacerlo, no veríamos más que la verdadera cara del terror. De igual modo, el juego libidinal de las mercancías no estaría orientado sino a llenar el lugar vacío de ese Real que nos de-sujeta: bajo la promesa imposible de un plus de jouissence, corremos como locos tras el imposible de un gozo supremo: algo que nos alivie en nuestro constante estar remitidos a un afuera, a un algo más que nos excede.
Para concluir, si antes era la naturaleza la que causaba nuestro pavor, hoy es esta hipertecnologización la que, ya incluso, nos imposibilita tener una relación normalizada con la realidad. Si la realidad se ha acelerado y está ya en el límite de su virtualidad, lo sublime está tan cercano a nosotros que, en su coincidir con lo virtual, casi podemos decir que nuestro ethos fundamental es ahora el del miedo y el del terror.



Lo sublime, en su hacer de dique contra lo sobrecogedor, en su llamar al sujeto a ir más allá de sí mismo para autofundamentarse éticamente, en su servir de arbitrio en la elucidación de las paradojas fundacionales que respecto a la ética pudiera tener la autonomía del arte, ha ido desplazando cada vez más sus fronteras hasta lindar ya, en la implosión mediática, en las cercanías del accidente telemático, con aquello que, actualmente, se ha convertido en nuestra realidad: una aterradora fantasmagoría sustentada en un juego de apariencias provocado por la implosión de mercancías-imágenes a velocidad límite.
Así pues, no hay salida: la estética, no pudiendo renunciar a vérselas con lo sublime, ha de apostar por un arte que ensaye el accidente, profiriendo así, en la imposibilidad de lo posible, una última diferencia, una última jugada que le posibilite un poco más de tranquilidad, un poco más de humanidad. En este sentido, una estética de la resistencia para una categoría de sublime que ha terminado por abnegar el campo pulsional, solo puede comprenderse como una estética que violente al sistema, que, incluso, simule lo imposible: que el accidente ya está aquí.



Así pues, y llegados hasta este punto, ¿qué estrategias son las que ha de tomar para sí un arte que no disimule sus necesidades y se atreva a lanzarse de lleno en pos de lo sublime radical del Accidente?

Estética de la ceguera: perturbar el mirar, postular otro régimen escópico opuesto al de lo hipervisible y que se postule como de resistencia. Nihilidad escópica: ocultar a la mirada aquello que ’debe’ estar ahí. Estética de la resistencia como una siniestralización del ver. Quitar de la vista aquello que debería de estar presente. Así, al tiempo que se resiste frente a lo hipervisible, el riesgo sistémico queda evidenciado como ceguera colectiva y desorientación de nuestra relación con lo real.

Estética de la desaparición: frente a la automatización de la percepción y la industrialización de la visión. Apología de lo infraleve, ese algo que está ahí presente pero, al mismo tiempo, la visión es incapaz de verlo. Lo infraleve (inframince de Duchamp) remite al inconsciente óptico de Benjamin. Lo impensado, lo no dicho, lo no hecho; también lo que sobra de lo dicho y de lo hecho; lo imposible de deslindar: el reflejo y la superficie, la sombra y el suelo, la huella y el terreno

Estética/políticas de la identidad: la técnica cambia la percepción. Con la técnica, la función del arte deja de ser una mimesis de la naturaleza para tomar una función política (Benjamin). Políticas del mirar, políticas del ver como a priori de un nuevo reparto de lo sensible (Rancière). ¿Qué se nos da a ver?, ¿qué imagen es la insoportable?

Estética de la decepción: el acontecimiento ya ha sucedido, la mercancía ya ha sido consumida. Estéticas de la basura, del reciclaje. Lo kitsch como lo que se nos aparece como ya consumido (Eco)

Estética/seducción del accidente: insertarse dentro de la máquina productiva para jugar con el accidente, para ensayar una fuga, una ruptura. Microcaos. Introducir, quizá, lo aberrante dentro de la totalidad del sistema –alterar el espacio libidinal- para dejar constancia de la imposibilidad de cualquier utopía. De la utopía a la heterotopía (Vattimo).

Estética del trauma: si lo sublime se equipara con lo Real, esta estética remitiría a un arte que intente estar dentro de lo Real para comprobar el vaciamiento que se produce, para simular u cara-a-cara con lo traumático de nuestra existencia. Así, arte excesivo de lo abyecto, lo traumático, lo obsceno.

Estética de lo siniestro: asociado al anterior, lo siniestro indica que el sujeto está demasiado cerca de lo Real. A punto de llegar al accidente, a lo Real, se opta por una salida de escape. Angustia, extrañamiento, unheimlicht freudiano. Escenificación del trauma para quedarse un poco más acá o un poco más allá. El simulacro perfecto.




Estética de la (des)memoria: gran error: cosificar la memoria. Porque, ¿cuánta memoria es uno capaz de soportar? Mejor jugar a la anticipación/rememoración: ¿somos capaces de imaginar un futuro no-siempre-dado? Efecto Larssen: “la proximidad excesiva del evento y de su difusión en tiempo real genera indeterminación, una virtualidad del evento que lo despoja d su dimensión histórica y lo sustrae a la memoria “ (Baudrillard)

Estética de lo efímero: un último gesto: recoger potencialidades destruyendo el tiempo de la presencia. Si el aura es una trama particular de espacio-tiempo, resulta que la destrucción es también aurática. Nuevas ontología de la imagen digitales: su tiempo, ahora sí, es el del tiempo-real: ¿hay lugar para una e-utopía? (Brea)

Estéticas de la sospecha: definitivamente, al otro lado no hay nada. Bajo el soporte no hay nada. El Acccidente, aunque el (im)posible deje siempre su huella… ¡nunca tendrá lugar!

martes, 1 de febrero de 2011

ÁNGELA DE LA CRUZ: EL RUIDO Y LA FURIA


ÁNGELA DE LA CRUZ: 'TRANSFER'
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 20/01/11-05/03/11


Al referirse a Ángela de la Cruz, lo más común viene siendo el enfatizar el hecho de haber sido la primera artista española en optar el Premio Turner. Aún siendo esto cierto, la verdad es que dice bastante poco: aunque española de nacimiento, artísticamente es más que inglesa, y eso del Premio Turner habría que aplaudirlo justo hasta ahí, hasta donde empiezan las sempiternas críticas al estado de la cuestión de un arte que se mueve por impulsos espasmódicos de autobombo y promocionismo.
Una vez aclarado esto, lo segundo que suele a uno venírsele a la cabeza al hablar de la artista coruñesa es eso del discursito ya un poco pasado de la enésima muerte de la pintura y demás. Porque, aun siendo cierto que las estrategias preferidas de Ángela son aquellas que desmontan y deconstruyen lo pictórico, principalmente transformando el soporte-lienzo en un hecho escultórico, lo suyo dista mucho de ser un guiño más a las ruinas en que –para algunos- parece haber caído la pintura.
Y es que si estuviésemos ante una artista que se emplea afondo en transgredir los formalismos del hecho pictórico para acercarlo a los límites del campo expandido conceptualizado por Rossalind Krauss, estaríamos, quizá, ante una gran artista, pero no ante, como es Ángela, una grandísima artista.
Porque para ella el topicazo de la muerte de la pintura, más que un hecho conceptual asociado a la temporización misma del concepto de arte, responde ya a lo que puede ser una categoría estética cualquiera con la que trabajar sin complejo alguno. De ahí que sus obras no estén enclaustradas en lo conceptual, sino que el componente físico, la violencia de la destrucción, sea de vital importancia para de la Cruz.
Y es que, si hacemos un poco de filosofía del arte, asociada a la muerte de la pintura, la dialéctica de la desartización, esa extraña dialéctica que temporaliza la historia del concepto de arte, ha ido nutriéndose de la autoreferencialidad en que cada técnica artística parecía haber encallado ante los empujes de lo espectacular y transbanal del arte. Y para la pintura, en lo que a ella le tocaba de más cerca, eran los discursos de la imposibilidad de representar lo irrepresentable –lo sublime de Lyotard como destino último de todo el arte moderno- lo que le hacía ser condenada a mero objeto caduco y mortecino al cual despellejar vivo sin misericordia alguna.
Pero Ángela sabe muy bien que cada cosa tiene su tiempo y el tiempo de la muerte de la pintura ha sido ya sobrepasado por el propio concepto de arte. En un momento histórico como el que estamos, quizá sazonado con el leitmotiv del ‘todo vale’, ya no cabe refugiarse en muerte alguna sino que de lo que se trata es de coger otro impulso y, eso sí, quizá destrozar, quizá dotar de virulencia lo que antes eran simples ruinas del naufragio.



Y es que, en última instancia, si el arte de la posthistoria es aquel que ha dejado de tener narrativa, si todos los pluralismos que pueblan el mundo del arte tienen su razón de ser en el hecho de que la existencia del arte haya alcanzado ya al propio concepto de arte –como supuso Danto radicalizando la autonomía del arte gracias al hecho de abrir el ámbito de lo que puede ser catalogado como ‘arte’-, seguir epocalizando al concepto de arte, seguir poniendo barreras a un campo que hace ya tiempo ha emprendido la marcha hacia la plausibilidad de ser comprendido como mera instancia cultural al servicio de las industrias del entertainment, no es más que un reflejo especular con una capacidad casi nula de proponerse como instancia crítica.
Así pues, el liberar del soporte postulado por Ángela de la Cruz no ha de ser tomado como una apología de la muerte de la pintura, sino, más bien todo lo contrario, como un gesto, último y necesario, de dotar de vitalidad y furia una práctica, la pictórica, encorsetada en lo temeroso de una muerte anunciada.
Por último, si ausencia y repetición son los síntomas endogámicos de nuestra época, quizá no sea descabellado inferir un punto de contacto entre la estética de la ausencia y una pulsión de destrucción, la nuestra, que sabe que no le queda más que el apunte y el fragmento para sobrevivir entre las ruinas.
Así, los gestos de de la Cruz, el plegar y desplegar, el montar y desmontar, el ensamblaje de la instalación que fusiona lo heterogéneo, apuntan a esta dinámica ciclotópica y repetitiva con la que, ahora ya sí de una vez por todas, exhortizar la ausencia de ese relato que nos sujeta. Si para Buci-Gluksmann la razón barroca es “una diferencia que no cesa de desplegarse y replegarse en cada uno de los lados”, el trabajo de Ángela de la Cruz vendría a ser la seguridad de que nuestro espacio vivencial es este: no ya el de los restos del naufragio, no ya el de la tragedia en el post-Auschwitz de Adorno, sino aquel que emerge para quedar borrado, el que queda emplazado en su propia sedimentación, el que promete la seguridad de la grieta y el pliegue. Sortear entonces la muerte: hacia allí apunta el ruido y la furia del arte de Ángela de la Cruz.