miércoles, 16 de noviembre de 2011

ESTAMOS EN DERROTA, NUNCA EN DOMA: APLOGÍA DEL ARTISTA EN TIEMPOS DE FRACASO

Quizá sea una provocación, seguro. Una gran provocación ésta de dedicar un texto a la figura indeleble del artista, cuya sombra es cada vez más y más pequeña. Porque ahora lo que se lleva, después de las miles de muertes que ha soportado el autor, es ocultar al artista para que no se vea, para que no se note su presencia y, así, no moleste. Darle una palmadita en la espalda y ala, que siga así, sin meter mucha bulla. A medio camino entre la mitología de la buhardilla parisina y la tuberculosis, y el desprecio de una sociedad, la actual, que tilda sin más todo trabajo artístico de inútil y provocativo, el artista pareciera que debe de pedir perdón por no ser aquel al que todos nos gustaría que fuese.

Pero es que ni siquiera se le da tal posibilidad: invadido el campo cultural por un capitalismo adiestrado en saber demasiado bien que es aquello que le conviene, todo ejercicio de resistencia –aquello único que nos pudiera salvar- descansa en un proceso maquínico tan perverso que toda negación queda reasignada en una afirmación radical del statu quo imperante.

Arrinconado entre el desprestigio y unas estructuras endémicas al sistemas que lo convierten en parásito de comités, instituciones y demás prebendas lucrativas, el artista vaga en esta videosfera global sin rumbo claro, en devenir errático a través de los flujos e intersecciones que construyen un mundo a prueba de cualquier atisbo de resistencia que desde el arte se pudiera llevar a cabo.

Así entonces, toda apelación al artista que no redunde en una elegía de aquel que un día fue y que no haga sangre con el agravio de su falta de claridad, ha de cambiar por completo sus coordenadas. Nunca ya más ejercicios de resistencia semiótica, no ya tampoco apelar a lo provocativo, menos aún pretender hacerse fuerte en una crítica a un sistema que se ha demostrado que se retroalimenta de sus negatividades: el artista ha de saberse siempre en camino y, claro está, derrotado.

Sí, decimos bien: derrotado. Porque solo así, partiendo de una situación tal, el artista puede aún ser capaz de ejercer su trabajo en el silencio con que todo arte debe proceder. Es justo ahora, cuando la dialéctica del éxito remite sí o sí a los parabienes del poder, cuando el artista debe de ser más fiel al programa emancipatorio del arte: aquel que pasa no tanto por una redención romántica sino a la posibilidad última de inferir una reorganización en el terreno de sensorium común y para lo cual, obviamente, ha de saberse derrotado de antemano.

Quizá solo provocar una desconexión en el sistema, una nueva diferencia que haga saltar lo imposible, generar una malinterpretación en las estructuras libidinales que sustentan la hiperfluidez del capital, es más que suficiente. Un gesto mínimo, un ejercicio indómito de violencia interpretativa donde se busque no ya el boato de lo archisabido, sino la instantaneidad fugitiva de lo inesperado, de la radical apertura a lo nuevo.

Y es que el artista, lejos de ser el ser tocado por los dioses, es aquel que, jugando en las fronteras del abismo –y ahora este abismo ha devenido la topología de su endógeno fracaso- atisbe una interpretación adivinatoria. Porque si esta, en palabras de Deleuze, “consiste en la relación entre acontecimiento puro (todavía no efectuado) y la profundidad de los cuerpos, las acciones y las pasiones corporales de donde resultan”, el artista ha de apuntar a generar las condiciones para una última adivinación, una última interpretación: aquella última que siempre ha sido postergada, aquella que hemos ido dejando olvidado en la celebración de nuestros –insustanciales- triunfos.

Así pues, como sostenáim en un poema Claudio Rodriguez, en derrota, pero nunca en doma: porque sabemos de lo que somos aún capaces, porque adivinamos -¿no es ese, repetimos, el ejercicio de todo arte que se tenga como tal?- que nos queda lo más importante por hacer, remitirnos al acontecimiento olvidado y apostar por otra sociabilidad de los cuerpos, por otras fronteras libidinales desde donde operar el disenso.

Solo jugando en el terreno cifrado de lo imposible, ahí donde yace –y demasiado bien lo sabemos- el fracaso y la derrota- podemos apelar a un arte capaz de generar la sorpresa de la adivinación. Una adivinación esta que, en última instancia, remita a aquello tan dylaniano del “no hay éxito como el fracaso y el fracaso no es un éxito del todo”.

Y es que, en última instancia, un arte preocupado con dinamizar los afectos, con reasignar capacidades a los cuerpos, con reorganizar la topología de nuestros afectos –es decir, un arte eminentemente político-, no ha de preocuparse por las metas, sino que toda su capacidad descansa en una desconexión, en una indeterminación en el conjunto del sentido que solo puede y debe ser interpretado –según la lógica política de lo ya-dado- como una llamada al fracaso.

Pero, tomando otra vez la palabra de Deleuze, "¿resultaría acaso todo en vano porque el sufrimiento es eterno, y porque las revoluciones no sobreviven a su victoria?”. Más bien, como decimos, sucede todo lo contrario: “el éxito de una revolución sólo reside en la revolución misma, precisamente en las vibraciones, los abrazos, las aperturas que dio a los hombres en el momento en que se llevó a cabo, y que componen en sí un monumento siempre en devenir, como esos túmulos a los que cada nuevo viajero añade una piedra".

Así, no es que la derrota parezca ser desde siempre la destinación fatal del artista, sino que solo desde ella, desde la más conmovedora de las muertes y los sinsabores, puede una actividad, en esta caso la artística, trazar una nueva secuencia en los afectos, una nueva reorganización topográfica de los cuerpos. Operar el corte, ejecutar la fractura, dilatar los efectos que el sistema pretende sean cada vez más instantáneos: esa es, esa sigue siendo, la misión del arte. Y ese es su desconsuelo, su fracaso y su derrota.

2 comentarios:

  1. de todas formas ¿derrota o victoria respecto a quien o qué? hay que suponer que luchamos contra algo...

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