jueves, 30 de diciembre de 2010

RESUMEN DEL AÑO 2010


Como ya hicimos el año anterior, y como es costumbre por estas fechas de balance y resúmenes, vamos a lanzarnos nosotros también a eso tan interesante de hacer listas con lo mejor que se ah podido ir viendo por las galerías madrileñas durante el año 2010. Excusándonos por lo no visto, por lo olvidado o, incluso, por lo no haber sabido valorar en su justa media, allá vamos.
Empezando por la pintura, la exposición más sorprende a nuestro juicio ha sido la de Phillipp Frölich en Soledad Lorenzo. Con un realismo algo sucio que postulaba una profundidad de campo cercana casi a la tercera dimensión, la pintura de esta artista, pese a ser conceptualmente inane, sorprende por su capacidad de crear rupturas lumínicas en el propio lienzo por donde, quien sabe, se escapa la realidad toda.
De corte más fenomenológico, buscando la pureza de la percepción sin duda alguna que Spaletti en Helga ha sido lo más interesante. También cabría citar aquí a John Zurier (Javier López), Lee Ufan (Elvira) o Katherine Grosse, aunque está más preocupa por dar a la pintura un lugar dentro de lo expandido en el arte. Marion Thieme (Casado) quizá sea otra de las que no habría que olvidarse en este encuentro entre lo contemplativo y lo procesual de la pintura.
De entre los españoles, cada uno en su estilo, podríamos mencionar a Juan Ugalde, Guillemro Perez-Villalta, Victoria Civera (Soledad), Miki Leal (Fúcares) o Jordi Teixidor (Nieves Fernández), sin olvidarnos de la ligera pero preciosa exposición de Vicky Usle y Carolina Silva en Travesía 4, ni de los somieres de Rebeca Plana en Fernando Latorre.
Citar también a dos grandes que han gustado en La Caja Negra: John Baledessari y Mathias Moritz, y a dos portugueses que con propuestas bien diferentes también han resultado interesantes: Gonzalo Pena (Fúcares) y Pedro Calapez (Max). Por último, Elgar Esser (Fúcares) ha resultado ser un maestro en eso de dotar de actualidad a registros fotográficos antiguos vía pictórica.
La fotografía, como viendo ya siendo habitual, y sobre todo al tirón de Photoespaña, ha tenido una presencia casi omnipotente. La escenografía espectral de nuestra realidad ha tenido un magnífico eco en obras excepcionales como las de Gregory Crewdson (Fábrica), Alexandre Ranner (Oliva), James Casebere (Helga) o el voyeurismo hiperreal de Annika Larsson (Fábrica). El fantasma de la posthistoria nos he venido del Este con Swetlana Heger (Casado), Sergey Bratkov (Espacio Mínimo), o con el triunfador de Photoespaña, Boris Mikhailov (Casado). Aunque para historias hay también otras: las de los olvidados africanos con Zwelethu Mthethwa (olive), las de los freaks en Diane Arbus (la fabrica), la que Leslie Hewitt (Maisterra) haya escondidas detrás de los objetos o las del mismo artista enfrentándose a sí mismo, como tuvo ocasión de hacer Richad Billingham (Fábrica). Por contra, dos portugueses nos enfrentan a nuestros yoes más como sombras huecas que como sujetos de los que relatar alguna historia: Jorge Molder (Oliva) y Helena Almeida (Helga), que aunque más perfromativa vuelva a dar en la diana de un sujeto que se evade desde su mism asombra. De españoles parece que no hubo mucho que reseñar: Chema Madoz estuvo más que previsible en Moriarty
Lo interdisciplinar, confundiéndose la escultura con la instalación, o dando a la exposición una pluralidad de puntos de vista que conjugan, desde la fotografía a la escultura, todo tipo de técnicas, ha sido también lugar común en este año. Nos encantaron sobre manera las propuestas de Carlos Schwartz (fúcares), Jay Heikes (Marta Cervera), Iñigo Manglano–Ovalle (Soledad), Lozano-Hemmer y Pedro Valbuena (Max). Isidro Blasco, con doblete en Alcala 21 y Fúcares, también ha sido otro ha destacar, al igual que la extraña simpleza de Alfonso Berridi (Metta), los pozos lingüísticos de Iván Navarro (Distrito 4), o lo escultórico-apropiacionista de Javier Arce (Max) o lo escópico-dinámico de Raha Raissnia (Marta Cervera). El cotizado John Chamberlain (Elvira) y su estética del deshecho estuvo aparente, mientras que el cinismo de John Isaacs (Travesia 4) pecó de mortecino, la muestra de Jaime de la Jara (Fúcares) de un tanto de falta de contundencia y lo vacio de Darya von Bermer (Moryarty) peco de eso, de vacío total. A destacar también al acierto de Nieves Fernández y su artista Chiharu Shiota (presente y bien presente en ARCO, y presente también en la exposición ‘Arte efímero’ de La casa Encendida)
La Galería Pilar Parra & Romero ha producido durante este año una serie de exposicones magistrales cercanas algunas a una exposición de tesis y otras veces, las más, proponiendo un arte que tiene en lo dinámico de las formas su carta de presentación. De entre las primeras cabe destar aquella titulada ‘Scene Grammar’ y de entre las segundas caeb traer a colación nombres como los de Philippe Decrauzat o Germaine Kruip.
Lo preformativo, aunque sea con sus registros documentales en forma de video y fotografía, tuvo una presencia pequeña pero de hondo calado. Lo más interesante casi estuvo en dos de las grandes: en Soledad Lorenzo pudimos ver lo que se fraguó en el MUSAC con Txomin Badiola, y en Juana pudimos ver a la polémica Tania Bruguera en una muestra de la que se hablo mucho. Karmelo Bermejo (Maisterra), Manuel Sanz (Moriarty), Eulalia Valldosera (Fábrica) y la inclasificable Kate Gilmore (Maisterra) son otros ejemplos destacados del nivel más ue alto de la performance.
El video, cada vez más a remolque de servir de documento más que de obra por sí misma, notamos tiene cada vez una menor presencia. Casi se nos antojan solo tres exposiciones que hayan tenido al video como único (o casi único) soporte: la historiografía fetichista de Jane & loius Wilson (Helga), la historia como lo olvidado de un discurso de Adria Julia (Soledad) y la solvencia magistral a la hora de desenmascarar el poder de las imágenes de Alfredo Jaar (Oliva)
Hacernos también eco de las magníficas exposiciones que el cuarenta cumpleaños de la Galería Juana de Aizpuru nos ha permitido ver. Siendo, porque es necesario, exhaustivos, ahí van los nombres: Richard Hamilton, Sol Lewitt, Mike Kelley, Martin Kippenberger, Alberto García Alix o Eduardo Chillida.
Por último, Elba Benítez, proponiendo con Huis Clos’ una manera diferente de entender el espacio expositivo, así como todo lo que implica el mero hecho de exponer (obra, visibilidad, producción, almacenaje, etc), destaca por lo arriesgado de su propuesta así como la capacidad crítica que su exposición tiene. Y de entre las exposicones colectivas, a parte hecha de la ‘Scene Grammar’ ya arriba reseñada, cabe destacar la exposición The Pipe and the Flow (Espacio Mínimo) comisariada por Omar Lopez-Chahoud.
Después de todo lo hasta aquí dicho, y esperando no habernso dejado mucho en el tintero, vamos con nuestras 10 + 1 mejores exposiciones del año:
1 Alfredo Jaar (Oliva Arauna);
2 Lozano-Hemmer (Max Estrella)
3 Txomin Badiola (Soledad)
4 Huis Clos (Elba Benitez)
5 Alexandre Ranner (Oliva Arauna)
6 Jay Heikes (Marta Cervera)
7 Gregory Crewdson (La Fábrica)
8 Jane & Loius Wilson (Helga)
9 Carlos Schwartz (Fúcares)
10 Pedro Valbuena (Max Estrella)
11 Iñigo Manglano–Ovalle (Soledad)




miércoles, 29 de diciembre de 2010

PINTURA NÓMADA: HUELLAS DE LA MATERIA Y EL INCONSCIENTE



VIKY USLÉ: INTO HABITATS / CAROLINA SILVA: THE DRAWER
GALERÍA TRAVESÍA 4

(artículo original en Revista Claves de Arte:
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20882/Vicky-Usle-y-Carolina-Silva-enTravesia-Cuatro/)

En un pasaje de “No escribo con luz artificial”, Derrida recuerda el uso que de la palabra Ri hizo Heidegger en su obra “El origen de la obra de arte”. Aunque referido a la arquitectura, Ri, como trazo o hendidura, también puede pensarse, más en la honda deconstructiva, como la huella de un escritura, como lo nómada, quizá incluso olvidado, como la apertura de una senda que va inscribiendo su rastro sin saber a donde va.
El camino no es lo mismo que el método; construir en medio del camino remite a un habitar como acontecimiento, a un vivir donde se sale y se entra, donde se está constantemente en camino, donde lo que se deja atrás es simplemente una huella, un trazo, un vagabundeo. Si la arquitectura tiene por cuestión el establecimiento de este lugar que hasta entonces no ha existido, y si dicha construcción se da como acontecimiento, como algo que se erige en medio del camino, la pintura, en especial la de Vicky Uslé (Santander, 1981), tiene en su interior muchas similitudes.
Ya el simple, título nos dice mucho: ‘Into habitats’; la pintura de Uslé construye, modela al tiempo que esculpe; se comprende como silueta pero también como contenedor de un espacio siempre evanescente, modulado por multitud de horizontes que se entretejen. Justo cuando el espacio está a punto de ser construido y la silueta perfectamente ejecutada, la pincelada toma otro rumbo, deshaciendo lo andado o construyendo más allá de lo esperado.
Lo así construido no es ni mucho menos un espacio, sino que debe de ser comprendido como una invitación a reconstruir la huella que queda, a reordenar el espacio de acuerda a nuevas coordenadas topológicas.
Su pintura, pese a valerse de la huella, del rastro y la expresión, dista mucho de poder calibrarse como expresionista, sino que tiene más de intuitiva y orgánica. Pese a que la completitud que busca está siempre por venir, sin duda alguna que es ahí hacia donde nos invita a mirar: hacia un horizonte siempre nuevo como prueba de un mundo en constante cambio.
Por su parte, la obra de Carolina Silva (Madrid, 1975), pese a entrar también de lleno en el mundo de la sugerencia y el apunte, pese a valerse igualmente del sueño y del recuerdo, más que a preocuparse por la construcción de habitats físicos, perceptivos en el sentido material de la pincelada, se preocupa más bien por otros espacios: los de la mente, los de la abrupta intimidad de nuestras representaciones más fantasmales.
Valiéndose de la figura del Zashiiki-warashi, figuras espectrales de naturaleza infantil pertenecientes a la tradición japonesa, la artista explora los territorios de lo no-obvio. Al igual que la casa donde habita el Zashiiki-warashi ha de reconocerle y venerarle para atraer a la buena suerte, de igual manera la artista nos sugiere un modo de aproximarnos al reino de lo íntimo, de lo que se deja dentro de un cajón par evitar que sea visto. En este sentido, reconocerlo, reconocer que al menos existe un ámbito donde no se sabe bien si se evita ver o no se desea ver, sus acuarelas nos remiten al territorio de lo secreto y de lo íntimo.
Sus dibujos desprenden una siniestralidad infantil donde una incomodidad en la percepción nos lanza en pos de aquello otro que no es visto. Efectos de perspectiva imaginarios, sombras misteriosas, el imaginario infantil subvertido por una extraña atmosfera, todo ello nos envuelve en nuestras propias vivencias haciéndonos comprender que, quizá, sea más bien lo intangible, lo transparente, lo efímero e impredecible lo que nos ha ido construyendo para traernos hasta aquí.
Como conclusión, ambas artistas enfatizan de manera magistral la importancia que la pintura, pese a las miles de muerte a las que ha sido lanzada, aún tiene para el arte. Capacidad de sugestión, de imaginar, de traspasar el umbral de lo obvio y lo presente, para dejarse embaucar por lo aún-no-construido o por lo no-mostrado. Pintura por tanto, y pese a la fragilidad de sus composiciones, de una contundencia muy poco común en la actualidad.

martes, 28 de diciembre de 2010

MI PRIMERA VEZ: ARTE CON MAYÚSCULAS EN CIUDAD REAL



MI PRIMERA VEZ
CONVENTO DE LA MERCED (CIUDAD REAL), hasta el 10 de Enero de 2011.

De antológica se puede considerar la exposición ‘Mi primera vez’ que hasta el día 10 de Enero se puede ver en el Convento de la Merced de Ciudad Real. Unos mismos intereses, la casualidad de pertenecer a una misma generación, haber expuesto en la Sala El Camarote o, incluso, el haber sido la mayoría de ellos becados por la Fundación Antonio Gala, no son más que meras oportunidades para darse uno cuenta de que, una vez más, el arte patrio, pese a quién pese, sigue vivo y coleando y gozando de, como suele decirse, una mala salud de hierro.

Ni mucho menos es una muestra de tesis, ni iniciática ni tampoco generacional. Pero la totalidad de los trabajos expuesto denota una íntima preocupación de la generación más joven por las corrientes más novedosas del arte contemporáneo. Desde el dibujo y la pintura hasta el vídeoarte más conceptual, la práctica totalidad de las técnicas tienen su ejemplificación en una exposición cuya nota media apunta alto.

Además de todo esto, la muestra es una magnífica ocasión para acercarse, de la mano de cuatro artistas ciudadrealeños, al arte más local. Cristina Megía, de Valdepeñas; Juanmi, de Manzanares; Paco Leal, de Alcázar de San Juan, y el artista, además de comisario de la exposición, Cuco, de Ciudad Real, son los responsables de dar a la exposición un carácter más autóctono, además de hallar sentido al porqué de exponer precisamente en Ciudad Real.

De entre ellos, es Cristina Megía la que nos parece destila mayor precisión en sus ejercicios. Postulando una pintura extrañamente realista deudora de los modos de Hockney, sus lienzos destilan, aún en su precisión composicional, un extraño reverberar de emociones que van de la familiaridad a la congoja y la siniestralidad. Lugares vacíos, esperas desesperadas, decorados siniestramente familiares, son los temas de una pintura que nos recuerda que, efectivamente, nada es lo que parece.


Dentro también de la pintura, y además de las interesante propuestas hiperexpresionistas de XX, cabría citar a Gorka G. Herrera que con sus naves industriales cercanas al derrumbe, propone una interpretación más sincera y apocalíptica del no-lugar postmoderno: si la globalidad nos equipara a todos, es más bien en su cualidad de basurero por donde habría que empezar.

Pero la exposición, como decimos, tiene mucho más que pintura. Antonio Blázquez, más conceptual, nos acerca con un interminable y rizomático work in progress al problema de la construcción/deconstrucción de las identidades. Teniendo al dibujo como soporte, su obra se adentra por el terreno de unas subjetividades, las nuestras, construidas siempre a medio camino entre todo el enjambre de voces que nos dan y quitan voz.

También cabría destacar la obra de Torregar que, en la línea de sus preocupaciones figurativas en torno al recién nacido, propone una obra a medio camino entre lo abyecto y la instalación donde una serie de cráneos de neonatos nos seducen con experiencias que van desde el extrañeza primera hasta la familiaridad en aquello que nos une: una insoportable ausencia de identidad.

Miguel Soler, más político en sus propuestas, se adentra con solvencia en lo más vaporoso del núcleo poder/saber: colgados del techo unos bocadillos de comics con frases ya hechas nos interroga acerca de la uniformidad de nuestras proposiciones al tiempo que nos inquieta provocando una fractura entre lo que decimos y lo que pensamos o, incluso, deseamos: ¿quién dice qué?, ¿soy yo quien dice qué?

Por último, citar a Miguel Ángel Moreno que con su obra ‘La nube’, proyecto de intervención artística en el paisaje en torno a una gigantesca golosina portátil, nos conduce por los terrenos de lo naif postmoderno, más en la onda de la inocencia perturbadora que del cinismo fin de siglo.

Todo lo hasta aquí dicho, sus doce artistas y más de cincuenta obras expuestas, hacen de esta exposición una cita ineludible para todo aquel que esté interesado en las vanguardias más contemporáneas de un arte que, cabe decir, solo se disfruta viéndolo en directo.

domingo, 26 de diciembre de 2010

COTIDIANEIDADES SIN HORIZONTE


ALFONSO BERRIDI: 'QUÉ HACEN Y QUIENES HACEN'
GALERÍA METTA: hasta 31/01/11

(artículo original publicado en 'Revista Claves de Arte':
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20883/Alfonso-Berridi-en-la-Galeria-Metta )

Bien podría decirse que la historia de la humanidad corre pareja a la historia de sus modos de representación. Y ésta, a su vez, queda ligada irreparablemente al lugar que el propio ser humano toma en relación a aquello que el rodea. De esta manera, no es nada descabellado decir que, al igual que el método científico ha sido de vital importancia para la imagen que el hombre se ha hecho de sí mismo, los modos y maneras de representarse dicen mucho de los momentos históricos por los que la humanidad ha ido atravesando.
En este sentido, es totalmente cierto que gran culpa del renacer del propio hombre tuvo en Giotto a uno de sus pilares básicos, al igual que, por ejemplo, cabe decir que Friedrich es de capital importancia para delinear las pulsiones románticas y vitales de principios de siglo XVIII, o que Piranesi supo intuir las paradojas de una razón que pretendía ser fundamentación última para el ser humano.
Autoconocimiento y líneas de fuga, racionalidad y línea del horizonte, subjetividad y profundidad de campo, son todas ellas síntesis fundamentales que atañen a la esencialidad propia del humano en cuanto seres eminentemente históricos.
Pero la línea de fuga se ha quebrado y la perspectiva ha quedado rota en una multiplicidad poliédrica de puntos de vista. La identidad de la episteme medieval que Foucault vio disuelta en el juego de la representación que suponía ‘Las Meninas’ -en cuanto no representar directamente aquello que se creía estar representando-, hoy en día ha quedado fagocitado en unos juegos de perspectivas que más que remitirnos a un ‘afuera’ y un ‘adentro’, nos remiten a un lugar desmembrado y fragmentado en su totalidad.
La obra de Alfonso Berridi (San Sebastián, 1958) incide precisamente en esta falta de horizonte para un hombre incapaz ya de hallar su lugar en el mundo. Si en sus anteriores trabajos ya jugaba con la extrañeza propia de los juegos de sombras, de lo anónimo en que parece haber encallado toda individualidad, en la presente exposición de la Galería Metta, y que se puede ver hasta el próximo día 31 de Enero, Berridi incide aún más en la teatralidad fantasmagórica de la vida moderna.
Asentados sobre el abismo de una línea que ya no supone ningún horizonte de sentido, sino más bien un laberinto cercano al derrumbe, grupos de personas parecen absortas en sus propios asuntos. Lo que en un principio parecía ser una fatua estetización del dibujo, pronto se resuelve en incómoda extrañeza, en siniestra familiaridad con esos grupúsculos de humanos. Y es que, recorriendo la sala, uno se percata de que las siluetas, aún en una falta de detalle que se resuelve en claustrofóbico anonimato, se repiten una y otra vez, y que, aquello de lo que se supone charlan, queda cada vez más sedimentado por capas de sinsentido y deshumanización.
La verdad que desvela la propuesta artística de Berridi supone una certera cuchillada en la fundamentación de nuestras ya de por sí débiles subjetividades: si, aún con todo, las figuras parecen concentradas serenamente en sus negocios, en su hojear y dialogar, la imagen invertida que nos devuelve nos interroga –y nos sentencia- de una forma apabullante. La extrañeza, el distanciamiento de estas figuras, viene a decirnos que, sin bien estos hombres parecen controlar sus vivencias –léase, sus mundos de sentido, sus posibilidades más existenciales- somos nosotros los que, irreversiblemente, hemos perdido el anclaje con el horizonte que nos contenía. Así y ahora, nos topamos cara a cara con la verdad más desnuda: asilamiento, incomunicación y anonimato son ahora nuestros existenciarios más propios.


¿Cómo entonces apelar a una nueva línea de horizonte?, ¿cómo entablar nuevas relaciones en nuestra diaria cotidianeidad sin perspectiva? Porque la necesidad de utopía, las condiciones de posibilidad del surgimiento de un nuevo ethos, pasan por la capacidad que tengamos de entablar nuevas relaciones entre las cosas, entre sus enunciados y el lenguaje.
Que la novedad que llegue a suponer el surgimiento de un nuevo régimen de relaciones se postule como nuestra salvación o como la más inocente de nuestras claudicaciones solo lo sabremos intentándolo. El propio Foucault predijo que bastaba que se generasen nuevas relaciones entre los saberes –saberes ya únicamente entre las palabras y las cosas- para que el hombre desapareciese “como en los límites del mar un rostro de arena”. Esta exposición, ese cosquilleo irrefrenable que supone ser expropiados de nuestra propia condición de seres humanos, íntimamente ligados a un horizonte de significación, nos dice que aún habita en nosotros la necesidad de comportarnos humanamente.

viernes, 24 de diciembre de 2010

IMAGENES DEL YO: LA PERVERSIÓN DE LA MIRADA


RAFA SENDÍN: ‘LA DOBLE NATURALEZA DEL ESPEJO’
GALERÍA FÚCARES (ALMAGRO): 18/12/10-26/02/10



Dentro de las diversas corrientes y estrategias con las que el arte contemporáneo queda caracterizado en este inicio de siglo XXI, quizá sea aquella que se preocupa por los dispositivos de la mirada la que más profundidad conceptual está consiguiendo. La mirada, el mirar, se ha convertido en la actividad principal del sujeto moderno y problematizarla redunda no solo en cuestiones estético-perceptivas, sino que queda anclada en los propios modos y maneras de darse la subjetividad en las modernas sociedades hipercapitalistas.
En este sentido, se ha pasado de una mirada a la que se le esconde aquello que, presumiblemente, ha de mirar –ejemplo preciso y quizá primero en la obra ‘Tisch’ de Gerhard Richter dónde mostraba una mesa tachada e imposible casi de distinguir- a un arte que se presente como negación absoluta de todos los dictados de lo ‘políticamente correcto’ dinamitando la dupla ‘permitir mirar/permitir ser’ –quizá aquí Santiago Sierra y su participación en la Bienal de Venecia de 2003 sea lo más conocido-. Y es que, desde que Marcel Duchamp nos legase para la posteridad, con su obra ‘Etánt donnés’, lo libidinoso de una mirada que tiene más de caprichoso, curioso y perverso que de candoroso sentido con el que aprehender el mundo, la mirada –más bien el no-mirar- se ha resuelto como el aquello con lo que hacer saltar por los aires el actual estado de nadería y obsolescencia social.
Teniendo esto en cuenta, el trabajo de Rafa Sendín adquiere significación propia al haber sabido conjugar de manera magistral la problematización del mirar con los procesos de producción de subjetividades –cifrados éstos en mayor medida, al menos en Occidente, en el órgano de la visión. El título con el que se presenta esta exposición en la Galería Fúcares de Almagro, y que se podrá visitar hasta el próximo día 26 de Febrero, no deja lugar a la duda: ‘La doble naturaleza del espejo’ nos remite a ese doble proceso de mirar y ser vistos donde no se sabe bien, y eso ya el psicoanálisis de Lacan lo descubrió, si es el sujeto quién mira al objeto o si, más bien, es el objeto el que devuelve una mirada invertida al propio sujeto con la cual éste ha de apañárselas para conformarse como persona.




Lo que nos propone Sendín es un juego de espejos (nunca mejor dicho) donde a unas imágenes se les ha sustituido la silueta del protagonismo humano por un espejo. De este modo tan simple, como decimos, además de prohibírsenos ver aquello que ‘originalmente’ pertenece a la imagen, nos enfrenta a un cara a cara donde nuestro adversario no somos sino nosotros mismos.
El decir no es lo dicho, lo mostrado no es lo señalado: la silueta recortada, eliminada, nos evidencia más la presencia de lo ausente que su mismo acto de aparecer. Y es más: esta, si se quiere, hiperpresencia de lo ausente se logra no representando –completando- lo eliminado, sino reconociéndonos nosotros mismos en nuestra propia imagen devuelta por el espejo. El resultado es una perversión de la mirada, un doblez en el hecho mismo de representar y, esencialmente, la creación de un ‘entre medias’ donde el ‘yo imaginario’ y el yo simbólico’ (el moi y el je que diría Lacan) se confrontan para quien sabe si devolvernos algo no solo desconocido sino incluso silenciado.
Porque, siguiendo en la onda psicoanalítica, eso y sólo eso somos: un conglomerado circunstancial de traumas y síntomas donde apenas nos reconocemos en una mirada que necesita ser velada, tachada, para poder ser soportada. Vernos cara a cara, sin la mediación del espejo simbólico que permite representarnos, duele. El simple hecho de lograr aunque sea un simulacro de esto que sucede a nivel inconsciente dice mucho de un artista que, pese a su juventud, sabe bien que la misión del arte no es otra que hacer rasgarnos los ojos de dolor.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

ARTE, IMAGEN Y TIEMPO EXPANDIDO: RAHA RAISSNIA EN LA GALERÍA MARTA CERVERA


RAHA RAISSNIA: 'GLEAN'
GALERÍA MARTA CERVERA: hasta el 06/01/11.
(artículo original publicado en 'arte10.com:
http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=383
Es ya conocido que, frente a los menosprecios sufridos por la fotografía durante años, los recientes estudios visuales privilegian cada vez más la imagen fotográfica en relación al cine o al video. Para ello, diferentes teóricos han desarrollado, a partir por ejemplo de las intuiciones de Bergson, las posibilidades que para la creación de un tiempo expandido tiene la fotografía.
Y lo cierto es que el movimiento es lo que media entre dos lapsus de tiempo inasibles para la percepción humana. Así, lo único que hace el cine es apoyar la ilusión fantasmática de la percepción humana de ver un continuo abstracto en lo que, fehacientemente, solo son cortes infinitos de espacio-tiempo. A este respecto Deleuze no duda a la hora de decir que “el cine nos presenta un falso movimiento”.
Lo propio del cine entonces, frente a la capacidad fotográfica del tiempo expandido, es crear un corte móvil que se desplaza temporalmente a lo largo del plano-secuencia creando la ilusión de un todo acompasado de movimiento y tiempo: la imagen convertida en imagen-movimiento por mor de la técnica.
Por el contrario, la duración, el todo del movimiento, no es nunca algo dado de antemano exterior a las cualidades matéricas del propio movimiento, sino que es su propio carácter de abierto lo que le esencia originariamente. El tiempo inscribe la huella del movimiento abriéndose a la duración: “allí done algo vive, hay, abierto en alguna parte, un registro en que el tiempo se inscribe”, decía Bergson.
Así pues, y concluyendo, es falso que el movimiento sea la sucesión de imágenes instantáneas; lo que hay realmente son imágenes-movimiento desplazándose como cortes móviles de la duración, hecho el cual expande -abre- el tiempo a un todo dado siempre como Abierto. Solo así pude sostener Deleuze que “el tiempo como intervalo es el presente variable acelerado, y el tiempo como todo es la espiral abierta en los dos extremos, la inmensidad del pasado y del futuro”.
El problema por tanto es que el cine, pese a su falsa promesa de movimiento casi mimético con la realidad, enfatiza la imposibilidad humana de expandir perceptivamente el tiempo en una duración inabarcable que se de como un todo en lo abierto de un pasado inmemorial y un futuro incognoscible. Pero no solo eso: hacer de la vida un relato, un irreal fantasmal, renunciar a horizontes siempre abiertos de sentido por un saber implícito y siempre calculable en lo ya-dado, apoyar a la imagen en su tarea de comprender el mundo como imagen, esos y no otros son los verdaderos senderos de una técnica, la cinematográfica, que, pese a lo comúnmente sostenido está a años luz de las capacidades artísticas de la fotografía.
Bien valdría aquí, aun en su inexacta brevedad, una nota a lo Heidegger: el cine abre el mundo imponiéndose como técnica, como cálculo inexcusable que nos remite a una destinación ya-dada, cerrada en las propias posibilidades de una técnica que impone no una imagen del mundo sino un mundo como imagen siempre presente –y del presente.






Lo tétrico es que, a estas alturas, ahora cuando hasta el mero acto de pensar se impone como tecnológico, la ideología tecnológica, cifrada en una industria de la conciencia que no ofrece “una visión deformada de lo real, sino que asume por entero el encargo de producir (o confundirnos con respecto a) la única forma en que lo real puede a partir de entonces darse” (José Luis Brea), se nos impone como clausura y dominio del campo “imaginariamente real de la totalidad del tiempo como tiempo vacío de la historia, como ahora pautado por la energía técnica” (de nuevo Brea).
En conclusión, si algo urge al ámbito de lo artístico es el propiciar relaciones con la técnica que desestabilicen el campo de dominio en el cual la técnica apuesta por un mundo como imagen, como algo ya dado en la presencia de lo ente, para, desde ahí, resemantizar el lapsus temporal que media siempre en la percepción del tiempo.
El arte no es de ninguna de las maneras mediación con lo que traer a la presencia lo asegurado del ente, no es temporalidad siempre-presente en el régimen de lo dado, sino que, muy por el contrario, es apertura vivencial en el desocultamiento del aparecer como verdad, es insumisión escópica contra la centralidad de la mirada que privilegia la factibilidad del presente y es, por último, apertura utópica capaz de hacer de la rememoración y la anticipación claras estrategias fenomenológicas desde donde ampliar el tiempo expandido de nuestro campo vivencial.
La obra de Raha Raissnia (Teherán, 1968) que ahora mismo puede verse en la Galería Marta Cervera de Madrid hasta el día 6 de Enero parece tomarse muy en serio las directrices heideggerianas de que el peligro no es la técnica –en este caso la cinematográfica- sino la esencia de la técnica, de manera que, dado que la esencia de la técnica no pertenece a la técnica, es necesario ir a otra parte a buscarla: al arte.
En este sentido, si lo cinematográfico en cuanto técnica se impone como mediación de una temporalidad dada siempre como presente –siendo el corte, los famosos 24 fotogramas por segundo lo que consigue la ilusión de movimiento temporalizado-, sus obras problematizan magistralmente aquello precisamente que posibilita la Ge-stell (el imponerse) de la técnica: el mero acto de ver.
Para sus pinturas, Raha Raissnia parte de lo que bien pudiera ser un fotograma para, usando la técnica del collage y el encolado, crear un juego de sombras que dinamicen la inherente presentabilidad del fotograma para ir en busca de una dimensión oculta, en mayor medida la temporal, capaz de crear una disensión, un cortocircuito, en una mirada, la nuestra, acomodada en las virtualidades del presente cinematográfico. Dotando a dicho presente de una extraña heurística, de un extrañamiento surgido del resonar de una superficie contra otra, Raissnia consigue volatizar la presencia de la inmediatez del ‘aquí y ahora’.

Sin embargo, es en uno de sus collage cinéticos (Tender Laps) donde alcanza la profundidad suficiente como para dotar a su obra de plena significación. Uniendo imágenes estáticas -160 diapositivas pintadas a mano- con la proyección de una película de 16 mm reconstruida a base de cut & paste de otras imágenes o películas de cine de archivo, Raissnia crea una temporalidad siempre desplazada, un ritmo desacordado pero que, en su acronía, parece perseguir algún extraño rito.
Acompañándose las imágenes con la música de Charles Curtis, la obra consigue crear un detournement nómada donde nada, en realidad, se consigue ver pero donde, por el contrario, nuestro pensamiento parece vagar en una presentabilidad muy diferente a aquella otra que surge del dictado del presente técnico.
Que aquel “inconsciente óptico” de Benjamin se haya tornado en inconsciente maquínico no debe de ser óbice para dejar a la técnica que se nos autoimponga, que triunfe a la hora de imponer su presente de manera absoluta, sino que, más bien, va siendo hora de sacar de las potencialidades de la propia técnica aquello que nos redima de la violencia de un tiempo-siempre-presente, de una mirada adiestrada en su capacidad de ver todo reducido a imagen-presente. Como dijo un poema citado por el propio Heidegger, “allí donde habita el peligro, crece también lo salvador”.

viernes, 10 de diciembre de 2010

ARTE EFÍMERO: TIEMPO-CERO COMO EXPERIENCIA LÍMITE EN EL ARTE


ON & ON
LA CASA ENCENDIDA: 19/11/10-16/01/11

De todas las categorías que han quedado reducidas a cero en la frenética carrera con que el arte contemporáneo se ha desarrollado en la última mitad siglo, quizá sea la que apela a su fragilidad temporal la que ha producido un mayor terremoto conceptual a la hora de enfrentarnos a la propia obra de arte. Un arte, entendido como sustento y soporte de unos imaginarios colectivos condensados en la durabilidad de unos relatos estructuradores de la realidad global, ha quedado desbaratado por diferentes intensiones que remiten a una fuerza interior de tal envergadura que hace de la destrucción y de su carácter de efímero la esencia propia del arte. Sin embargo, este destino del arte, lejos de ser comprendido, parece estar preso de tales contradicciones que reducen lo artístico a mera instancia inútil, cuando no mero campo abonado para la estupidez. A intentar una reflexión acerca de las efectivas condiciones de producción artística, así como al modo y razón en que éstas quedan inexorablemente ligadas al límite de una durabilidad-cero, apunta esta exposición que hasta el día 16 de Enero puede verse en La Casa Encendida de Madrid.

La cosa viene de lejos. Y es que casi parecería ser un error de bulto cometido por principiantes el seguir apostando por un aroma de eternidad en relación al arte contemporáneo. Incluso, abriendo el abanico hasta sus más claros antepasados, el asunto tendría el mismo gusto por el equívoco. Desde las fuerzas nocturnas e irracionales desplegadas por el yo-creador del genio artístico, pasando por el malditismo y satanismo de figuras claves como bien pudieran ser Baudelaire o Sade, el arte parece haberse aliado con lo fantasmático y febril en clara lucha con la sed de durabilidad que habita en el aparecer de lo bello natural –lugar éste, como no, del surgimiento de la verdad y la bondad de todo lo eterno.
Un poco más tarde en el tiempo Mallarmé sentencia: “la destrucción fue mi Beatriz” –sentencia ésta que no ha de tomarse como la sintomatología precisa de un fin de siécle enfermo de art pour l’art, sino la más clara concreción de lo paradoja fundacional del arte: en la trama por la cual el arte viene a rencontrarse con la plausibilidad de una certera autonomía –concretada en el grado-zero de toda expresividad-, la destrucción es el más corto y preciso de los caminos.
Trazando una breve historiografía contemporánea, tres son, pensamos, las fuerzas intensivas que han venido a confluir en la catalogación contemporánea del arte como efímero en contra del tan vanagloriado désir de durer de las obras clásicas. En primer lugar, la crítica del fetichismo de la mercancía que, junto con un énfasis en la autoreflexividad del arte –movimientos ambos referidos a lo conceptual y minimal de los años sesenta-, ha provocado una virtual desmaterialización del objeto artístico. En segundo lugar, la estética postmoderna, adjetivada a grandes rasgos como estética nihilista, tiene en la teoría de lo sublime de Lyotard (heredera también clara de lo sublime kantiano) un rasgo de relevante importancia a la hora de proponerse como crítica de los actuales regímenes panópticos de visibilidad, haciendo de la ceguera el, como diría Benjamin, “inconsciente óptico” capaz de subvertir el actual régimen de lo dado.
Por último, la propia obra de arte, entrada de lleno en la era de la reproducibilidad técnica, desbarata por completo sus referencias auráticas -de culto- haciendo que la temporalización que la atraviesa como producto socialmente producido quede referida a un instante descoyuntado en su mismo emerger temporal. Así, en esta profusión de imágenes en que queda cifrado el régimen económico del simulacro telemático, cada reproducción queda referida a un instante que, en la hipernovedad, queda destruido en el mismo momento en que se propone como imagen. Tanto es así, y aquí tenemos ya un primer acercamiento al tema que nos ocupa, que en el límite de la reproducibilidad, lo efímero adquiere rango de eternidad. O, dicho de otro modo, en la actual sociedad posthistórica y postutópica, la destrucción ha devenido aurática.



Es decir, el tiempo interior a la actual obra de arte no ha dejado de ser aurático, sino que, más bien, ha sido la condición del propio aura lo que ha cambiado. Si Benjamin definía al aura como “la captación de una lejanía” en referencia directa a un valor de culto adquirido durante el tiempo, el aura ha quedado, hoy en día, despojado de todo carácter mítico, ritual o mágico, para proponerse como potencialidad referida a un tiempo que se desmigaja, que se descompone y que queda reducido a una serie de instantes que se fagocitan en su propia reproducción. Así, si el arte, digamos tradicional, recoge sus potencialidades de la profundidad semiótica adquirida durante siglos –presencia, durabilidad, etc, pueden ser sus principales características-, ahora el arte, catalogado como efímero, recoge potencialidades destruyendo el tiempo, aniquilándolo y reduciéndolo a duración-zero.
Así por tanto, desmaterialización del objeto artístico, ceguera como régimen panóptico contrario a la hipervisibilidad promovida por el poder máquinico del signo-mercancía, y destrucción aurática en un tiempo que se desvanece en su mismo producirse, son los tres pilares sobre los que se erige la actual producción artística que toma de su calidad de efímero las potencialidades utópicas que antes recogía de su capacidad de atesar un tiempo dado siempre como perdurable.
En este sentido ha de quedar claro que la destrucción como modo de producción postmoderna no es por tanto un capricho de los popes del invento de ‘eso llamado arte’, ni un intento de despistar al personal, ni, mucho menos, la forma preferida en que lo idiota-artístico ha ido a converger con lo incomprensible de un arte tildado de engaño por el ciudadano medio, sino que, muy por el contrario, la destrucción queda referido al caudal necesario para que la obra de arte reaparezca como potencial emancipador y utópico.


Dicho sea de otra manera, si, siguiendo aquí a Guy Debord, el futuro se cumple irrebasablemente en el espectáculo, dándose éste como forma-mercancía acabada en la imagen-presente como objetivación precisa de una determinada cantidad de flujo capital, si el actual régimen del espectáculo concretiza y cierra la posibilidad de pensar el futuro en una presencia que llena el campo de lo social –y con ello igualmente el campo de la praxis- dándose todo lo ente bajo la categoría de la hiperpresencia de lo espectacular, el arte se ve en la necesidad de replegarse en su capacidad de autodestrucción para así, como pretendía hacer Benjamin, hacer saltar el continuo del tiempo y romper la factualidad de un futuro que es siempre ‘ya dado’ por el sistema
Ampliando aquí el campo de lo teórico sobre el que sustentar una crítica sustancial de lo efímero, podemos bien decir que es que, en la destinación propia del propio concepto de arte, en su específica negatividad, al arte no le ha quedado más remedio que proponerse en su autoaniquilación: si en la dupla racionalidad/mímesis en que queda cifrada la producción artística, el propósito del arte ha sido siempre proponer un regreso mimético a la naturaleza merced al carácter de aparecer que toma toda representación, lo cierto es que los instintos artísticos y creadores de una naturaleza que recoge sus potencialidades del hecho de ser interpretadas dionísicamente, se ven arrasados por una pulsión de muerte que ve en la propia autosuperación del arte la razón de ser de su tendencia a la aniquilación.
Si el arte conceptual va en esta línea -en el sentido de que a la idea estética no le hace ya falta ni siquiera su carácter de ‘aparición’- el arte efímero desdibuja las propias lindes de la facturación artística proponiendo un ‘más allá’ que raya no ya en su autocuestionamiento escópico, sino en su mero hecho de sustentarse con carácter de durabilidad –carácter ése indiscernible a toda representación.



Si se quiere, el arte efímero sería el último estadio del carácter de irreconciliado que está en la base de la esencia del propio arte. Si ya en Hegel el autoreconocimiento consciente que verifica la forma propia en que el pensamiento se vuelve consciente redunda ya, en su mero acto de aparición, en una determinación histórica más del pasado que del presente (pues toda determinación objetiva del Espíritu es dialécticamente superada en un presente que es ya desde siempre sido), si Adorno apunta igualmente a un ‘más allá’ del propio concepto de arte para el cual la síntesis de lo disperso que asume una apariencia de reconciliación solo puede ser conocida como tal volviéndose contra sí misma, de manera que “el arte es verdad solo en la medida en que haga aparecer lo real como irreconciliado”, entonces el arte efímero vendría a ser la última estación de un arte que en su querer ganar tiempo al tiempo de su imposible reconciliación no tiene más remedio que subvertir los ordenes y, más que seguir desdoblándose miméticamente en una segunda naturaleza, autodestruirse a sí misma.
Normal entonces que en esta poetología del proceso en que ha venido a encallar la producción artística contemporánea, sea la rememoración y la arqueología la metodología preferida para proferir potencialidades utópicas a una reificación y objetivación, la de la obra de arte, inconclusa en su ‘ir más allá’ de sí misma y que remite siempre ya a un tiempo descoyuntado y desmembrado.
Y normal también entonces que más que el símbolo sea la alegoría la forma preferida de representación postmoderna. Si la primera supone una relación entre la parte y el todo temporalizada en una durabilidad y permanencia del propio símbolo, la alegoría se caracteriza por lo inexpresivo y por la aparición de lo fantasmal en que queda remitida toda crítica sustancial de la apariencia. En la alegoría el pliegue de representación queda sellado debido a una duración –en el sentido más bergsoniano del término- reducida a cero y que imposibilita la súbita aparición quedando todo reducido a una forma inexpresiva.
Dicho sea de otro modo, si el tiempo es la forma donde se coagula la vida, si el carácter de apariencia del arte se hace verdad en la expresión de un símbolo, es por tanto en lo inexpresivo de un aparecer remitido siempre a un devenir temporal que está sin consumar siempre en cada instante por donde se cuela lo destructivo del arte y, como no, de la propia vida.



Eso, precisamente, es lo que nos ofrece está magistral exposición: arte y vida luchando por concretizarse en lo irrepetible de unos instantes sobredimensionados en cada retorno y devorándose en cada diferencia; arte y vida experimentándose en la frenética temporalidad del diferir de diferencias, hecho éste que, contra lo comúnmente afirmado, es la única manera de que el campo de lo posible –aquel que interseca perpendicularmente con el campo de lo real- devenga verdadero campo abierto a la fuerza utópica de lo vital.
Si la pregunta que nos esencia como humanos es aquella que nos invita a interrogarnos sobre lo que nos es lícito esperar, el arte, con su inherente potencialidad a la hora de experimentar una temporalidad siempre otra y diferente, nos abre el campo perceptivo de lo posible. Así pues, de esperanza es de lo que nos habla esta exposición que tiene en la destrucción y en la noción de efímero la llave de paso para una experiencia verdaderamente estética de nuestras vidas.