martes, 29 de junio de 2010

EL TRAUMA SILENCIOSO DE LO COTIDIANO


ALEXANDRA RANNER: SILENCIO SÚBITO
GALERÍA OLIVA ARAUNA: hasta 24/07/10
(artículo original en 'Revista Claves de Arte':
Si es cierto que toda cultura no es más que un complejo de formación-reacción, un intento de limitar, de canalizar, de ‘culturizar’ el desequilibrio que conlleva el núcleo traumático de nuestra existencia, no menos cierto es que todos nuestros intentos no han hecho más que acentuar el carácter de desposesión en que queda anclada toda existencia. De ser vividos por el acontecimiento, de ser dichos en el lenguaje, hemos llegado al límite de toda deposición existencial: la de no ya ni siquiera habitar un espacio, sino ser habitados por él.
Y es que del núcleo trágico como esencia del romanticismo y modernidad siguiente, hemos pasado, en la postmodernidad, a una existencia conformada alrededor del núcleo traumático de sabernos anudados a un punto ciego, a una falla epistémica donde todo está desplazado, donde todo remite a una ausencia originaria. Así, todo en nuestra cotidianeidad nos resulta no ya extraño, sino siniestro. Una siniestralidad que para Freud era aquello tan cercano y familiar que ha llegado a sernos extraño y que, de repente, se manifiesta como si al mirarnos al espejo viésemos el rostro de otro.
La actual exposición de Alexandra Ranner y que hasta el día 24 de Julio puede verse en la Galería Oliva Arauna redunda magistralmente en este efecto traumático del dolor ante una ausencia contra la que luchamos pero que, y ese es el núcleo traumático, nos conforma como tales. A través de un juego donde cada obra remite en algún sentido al resto, la artista va desgranando la densa trama existencial de ausencias que nos perfilan como sujetos.
La obra sobre la que se sostiene y gira la exposición, sin saber si es prólogo o epilogo de lo ya/aún-no visto, es un vídeo donde un hombre sentado en un sofá, tranquilamente reposando en lo que no nos cuesta imaginar como su casa, lucha descarnadamente contra la voz inquietante y silenciosa que le llama: la tragedia del abandono, como trauma edípico no resuelto, es la voz de una conciencia que se desgañita en el silencio atronador de una ausencia original. ‘¡Silencio! Si no tengo absoluto silencio en este momento ¡Silencio!’



Requiere quietud, silencio. Pero, todo lo que hay detrás de esa capa de paz, no es más que el grito más ensordecedor de todos: el que es imposible de oír. La paradoja queda aquí alegorizada ya que no puede ser mostrada: o nos apuntalamos tras nuestras emociones y nuestro aliento perpetuo hacia un porvenir que, ya sabemos, nunca será el nuestro, o nos enfrentamos a lo inquietante que acampa silencioso detrás de todo el barniz anestesiante de lo banal y lo familiar.
No hay solución porque el terror es endémico: lo que nos aterra es que el ser está abierto bajo nuestros pies y que, pese a ello, nos es imposible dejarnos inundar por él. Cerrar los ojos en la noche, oír el murmullo imperceptible del ser: el ‘hay’ de Levinas, la corriente anónima del ser, está aquí perfilado. Nosotros, cómo él, sabemos el gran secreto: “que el roce del ‘hay’ es el horror”.
Esta existencia cotidiana bañada por el terror de lo familiar es escenificada en unas fotografías delicadamente construidas como maquetas y que remiten a lo siniestro de todo mirar. Estas fotografías, como perfectos dispositivos visuales, condensan en su escenografía el drama que todo mirar desencadena: como voyeures, nos adentramos en lo siniestro de una ausencia denunciada por una mirada que se traumatiza ante lo que de sobra debería conocer pero que, aún así, le provoca un extrañamiento casi enfermizo.
Alexandra Ranner nos da a mirar escenografías ambiguas, entre una cotidianeidad hiperreal y un barroquismo efectista, donde nuestra propia mirada se enfrenta a la gran ausencia que provoca el desconsolado encuentro con lo traumático de sabernos habitantes de ningún lugar. Nuestra mirada vagabundea sin hallar resorte donde acomodarse; pero, en el tránsito, descubrimos otra verdad: que la mirada nos preexiste, que no somos más que manchas en un mundo en descomposición. Frente al hiperrealismo que invita a deleitarse casi esquizofrénicamente en sus superficies, Ranner propone dar a la mirada una profundidad psíquica donde resuene el efecto de significancia denunciado por Lacan: que significado y significante no se resuelven en la identidad, que mirada y sujeto no se dan en relación el uno al otro.


Estos decorados acentúan el drama de la existencia colocando en ellos una masa amorfa que, a primera vista, pudiera parecer un sujeto dormitando. Y, de alguna manera, lo es. Solo que, dicha masa, diseccionada como edredón abandonado, remite una vez más a la ausencia de la que somos testigos y víctimas. Esta masa no remite ya más al sueño ni al descanso, sino que es el punto de ruptura entre la percepción y la conciencia de un sujeto alienado en su propio mirar. Es un resto, un despojo anónimo que simboliza aquello justo que no puede representarse: el encuentro siempre traumático con lo real.
Volviendo al principio, todo queda, en esta obra, condensado. Necesitamos al acontecimiento, al lenguaje y al espacio, no para vivir, sino para ser vividos; para podernos experimentar no ya en la totalidad que remite siempre a la victimología del amo y del esclavo, sino para, al menos de esta manera, experimentar algo parecido a una existencia. Será una existencia como síntoma, como retorno siempre de aquello que se quiere eludir, de lo reprimido. Pero, frente a la noche que propicia siempre un mundo fantasmagórico de sudores y pesadillas, necesitamos la tranquilidad de un mar de mentira, también simulado, donde todo grito de terror se pierda en la inmensidad del océano. No por casualidad entonces la última fotografía-maqueta de Ranner nos muestra el simulacro perfecto: un mar donde descansar una mirada que sabe demasiado bien que el dolor no le conviene.

viernes, 25 de junio de 2010

ONTOLOGÍA DEL FRIKI O LO SUBLIME MONSTRUOSOS COMO CATEGORÍA ESTÉTICA


DIANE ARBUS: SELECTED PHOTOGRAPHS
GALERÍA LA FÁBRICA: 27/05/10-23/07/10

El proceso de culturización llevado a cabo por la perfecta maquínica del simulacro hipercapitalista ha conseguido la machada: reducir el horror, el espanto de la civilización, a un tenue cosquilleo nervioso silenciado por la misma risa nerviosa que ensayamos noche tras noche en frente de la televisión. De esta forma, la ecuación se cierra con ganancia siempre para el signo-mercancía: consumismo y felicidad van, indisolublemente, de la mano.
Jacques Rancière, en un reciente ensayo, ponía el dedo en al yaga: “el imperio de la máquina capitalista es sólo el producto del deseo frenético de esos individuos de consumir todavía más productos, espectáculos y formas de disfrute”. Pero, más lejos todavía, sostiene que “la culpabilidad del sistema se ha convertido en la culpabilidad de los individuos que están sujetos a él”. Es decir, si la maquinaria es perfecta, si el proceso de culturización ha dado lugar a un sublime solapamiento entre la satisfacción libidinal del deseo y la realidad ontológica puesta en marcha para tales satisfacciones, es solo porque “aquellos que se rebelan contra aquellas formas de dominación son los mejores cómplices del sistema”.
Es decir, si el “malestar en la cultura” denunciado por Freud quedaba cifrado en una rebeldía en términos de agresividad como pulsión de muerte que no hallaba modo de resolverse en un mundo donde se nos dice, un tanto absurdamente, que al otro hay que amarle sin vacilación, teniendo por tanto que recaer sobre el propio sujeto toda esa carga negativa transformada en sentimiento de culpabilidad, el proceso llevado a cabo por la economía del signo-mercancía ha conseguido dar la vuelta a la tortilla: es justamente percatándose uno de nuestra cuota de culpabilidad, queriendo denunciarla, no comprendiendo incluso como el mundo puede estar compuesto de tanto idiota, cómo el capital consigue mantener el tanteo a su favor. Sólo así cabe entender el porvenir en que Rancière cifra la verdadera crítica cultural: “si algún tipo de pensamiento crítico es necesario hoy en día, es, en mi opinión, el pensamiento que se sale de la del circuito de ‘ignorancia’ y ‘culpabilidad’”
Sin embargo, la situación contraria, la del resabiado crítico que a duras penas comprende la idioticia que le rodea, la del individuo que sublima sus deseos por encima de los de la masa, siempre fachosa y casposa, son las dos actitudes más comunes en el pueril mundo de la ´cultura’. Así, el cinismo, la coartada que parecía perfecta, queda resuelta en la ideología perfecta del enmascaramiento postmoderno: desear aquello mismo que con más ahínco se rechaza. De ahí ha sostener con Paolo Virno que “el nihilismo, en un primer momento a la sombra de la potencia técnico-productiva, se convierte más tarde en un ingrediente fundamental, en una cualidad muy bien valorada” hay solo un paso. El sistema necesita del nihilismo postmoderno para retroalimentarse precisamente de aquellos que vociferan puño en alto una rebeldía que enmascara el deseo más soterrado: aquel que postula la continucaicón del espectáculo a toda costa.

Llegados a este punto, creemos estar en condiciones de lanzar nuestra ‘ácida’ crítica: comprendemos que la ambivalencia pulsional a la que es sometido el ciudadano (aquella que hemos denunciado arriba y que solapa lo deseado y lo reprimido hasta el punto límite de ser todo ganancias para el capital) tiene su último estadio en la producción del friki, aquel que a pesar de estar sometido al engranaje disciplinario del hiperconsumismo, realiza, sin saberlo, un gesto tan simple como inocente de ‘creer’ permanecer fuera del sistema. El friki realiza el simulacro más perfecto: el de ser capaz de postularse como antisimulacro. Porque, adormecido en la tecnoesclavitud, el friki se salva merced a una superficialidad absoluta. Para él, nada reviste más profundidad que la que le otorga la pantalla telemática a la que está conectado en todo momento. Lo trágico de todo esto, y al hilo de una crítica cultural que corre sin saberlo pareja a los dictados del capital, es que todos estamos llamados, si no lo somos ya, a ser frikis. Baudrillard ya lo predijo hace tiempo con su habitual y serena frialdad: “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”.
Que estamos irremediablemente cerca de esta distopía radical se ve con solo acudir a ver la excelente muestra de las fotografía de Diane Arbus en la Galería La Fábrica. Fotografías de personajes con ciertas anormalidades, de descatados, de frikis… Y, aún con tantas pistas, todavía no nos reconocemos en ellos: valorar el trabajo de Arbus como el milagro que consigue que ‘gente presuntamente normal aparezca como anormal’ sigue siendo lo común para una crítica que se autoabastece de los mismos procesos rumiantes a los que satisface. Y es que, sin embargo, lo milagroso de Arbus es justo lo contrario: hacer que todas las anormalidades aparezcan como la más impertérrita de las normalidades.
Arbus fotografiaba monstruos porque sabía muy bien que lo verdaderamente terrorífico anidaba en su propio interior, y que solo yendo al encuentro de lo terrorífico-real podría acallar momentáneamente esa sed masoquista de cercenar su propia subjetividad. Ahora sin embargo, lo friki, habiéndose elevado a categoría subjetiva preeminente, remite a un no-enfrentamirento, a una clausura y una cerrazón en torno a un mundo construido a golpe de bobalicada y banalidad, pero que realiza a la perfección la tarea para la que se la dispuso: mantener el dolor a raya y lo terrorífico de la existencia bien alejado de nosotros mismos.
Psicoanalíticamente, si las fotografías de Arbus, su vida artística completa, significan un revuelo contra los dictados del superyó, un no plegarse al placer que pudiera emanar de la autoridad del “padre” (a Diane se le prohibió, dicen, mirar todo lo que fuera “anormal”), y un dejarse inundar por la intuición de que es solo el encuentro con lo fantasmal de nuestros traumas lo que nos conforma en, como sostenía Freud, nuestro seguir siendo perversos, hoy, el privilegio del friki consuma lo terrorífico devenido simulacro hiperreal: todo trauma se enmascara, toda ausencia queda flotante en un mundo que de por sí ya es flotante, y todo deseo redunda en un principio que va más allá siempre del placer, pero de un placer, esta vez, para el que siempre hay una satisfacción inmediata al otro lado de la pantalla telemática.



De este modo, el arte de Arbus nos muestra aquello precisamente que hoy se nos invita a silenciar: “los freaks nacieron con su trauma. Ellos ya han pasado su prueba en vida. Son aristócratas”, decía la propia artista. Hoy, cuando todo intento de cargar uno con su propio trauma es denunciado por la ‘inteligenzia’ bien pensante como un gesto cínico y arrogante de desmembrarse de la turba y así caer en el topicazo del frikismo, o, incluso peor, ser catalogado así de buenas a primeras, es el silencio de nuestro propio trauma la marca que hemos de llevar siempre para poder ser incluidos en la cultura. Simbolizar nuestro trauma, nuestro innato frikismo, y resignificarlo a cada momento como siesteante rebeldía en frente de cualquier pantalla. El trauma ya no duele, la pulsión de muerte se renegocia como divertimento
Y es que, en resumidas cuentas, el poderío del simulacro en que queda cifrado la actual sociedad del espectáculo sabe que para que el show continúe solo una cosa es necesaria: que el trauma quede olvidado. Guy Debord, en este sentido, es desasosegadamente actual: “el espectáculo organiza con destreza la ignorancia de todo lo que sucede e, inmediatamente después, el olvido de lo que, a pesar de todo, ha llegado a conocerse”.
Y, claro está, silenciado el trauma, estamos ya en la senda de permanecer anestesiados ante el dolor en que toda vida queda, de una u otra manera, vinculado. Así, si en la película “La parada de los monstruos”, aglutinante del espíritu freak, el espanto está ya aletargado y lo terrible se soporta e incluso causa placer, hoy el friki, en su risa boba, todo lo soporta. Ya no se siente como monstruoso porque hasta lo monstruoso, y sobre todo ello, ha alcanzado el rango de hipervisibilidad. Con él, el signo sí que puede acelerar lo maquinal de su poder: todo lo aguantará. Su risa bobalicona es el espejo invertido de la ironía desplegada por el objeto en su triunfo absoluto. El nihilismo friki es la estrategia para soportar el horror de lo hipervisible en la maquinaria representacional del signo devenido perfecto simulacro.
Aún así, después de todo lo dicho, hemos caído en la crítica que Rancière desenmascaraba en su ensayo: no hemos hecho más que describir un mundo contemporáneo como el reino de una pequeña burguesía global de individualidades narcisistas. Y es que el arte, en el límite de sus posibilidades, irrumpe con desacostumbrada negatividad: no postular ninguna salida, no describir ninguna utopía; sólo mostrar el destierro al que estamos llamados todos nosotros. Señalarnos con el dedo y, como mucho, hurgar en nuestro silente trauma. Salir del círculo, operar una apertura en el cierre ontológico-estético del simulacro telemático: esa y no otra sería la radicalidad de un arte que emergiese por encima de sus propias capacidades.

jueves, 17 de junio de 2010

'NO SATISFACTION': LA SATISFACCIÓN EXCESIVA DE UN IMPOSIBLE

JOHN CHAMBERLAIN
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: 07/05/10-30/06/10


En las actuales consideraciones acerca del poder hipnótico que despierta mercancía, la pregunta más ineludible, ahí por donde hay que comenzar a pensar si de veras se quiere desmembrar a tal poder y no proferir una matraca archiconocida acerca de las maldades de este sociedad postutópica, es aquella que asume la forma más inocente de cuestionar: ¿por qué el trabajo asumió la forma del valor de la mercancía?, ¿por qué el trabajo puede afinar su carácter social sólo en la forma-mercancía de su producto? Es decir, si no nos creemos la bola de la responsabilidad social de cada trabajo (y menos aún aquellas inocentadas acerca de las dificultades de ejercer el ‘puesto’ de trabajo), es obvio que el valor de una mercancía no es, de ninguna de las maneras, puro azar. Abrir la herida y exponernos a su hedor, eso es lo que solo una pregunta que se interrogue por el misterioso ‘azar’ del valor y del uso de una mercancía puede llegar a conseguir.
¿Por qué el trabajo se expresa en valor?, ¿por qué el trabajo adquiere la forma de ‘valor’? Estas preguntas, en su punzante insidia, son tan fáciles de proferir como irresolubles en su contestación. Por lo que a nosotros respecta, lo lícito es ir a las fuentes: según Marx, el fetichismo de la mercancía surge de su separación de los trabajadores que la producen. De ahí, sin mucha dificultad, podemos llegar a la fantasmática ya apuntada por el propio Marx según la cual las relaciones sociales asumen “la forma fantasmagórica de una relación entre las cosas”.
Es decir, aunque creamos a pies juntillas que toda economía remite a una ontología realista del tratar con entes, lo cierto es que es más bien todo lo contrario. La economía no abre al sujeto a la realidad, si no que sella definitivamente su acceso a aquello precisamente que le está vedado: la realidad toda, completa. Así, nuestras relaciones no son más que fantasmagorías mediadas por el fetiche sobre el que se asienta la mentira del valor y del cambio de una mercancía cualquiera. No nos movemos entre objetos-mercancías, sino entre su otredad más y mejor disfrazada: ente fetiches.
Esta trabazón epistémica ha llegado hasta el límite de la implosión del signo. De este modo Baudrillard sostiene que lo que define el artículo de consumo en la sociedad hipercapitalista no es ya el significado o la utilidad de esta imagen o de aquel producto, sino lo que la diferencia como signo de otros signos. Lo que se produce entonces es un fetichismo…¡del signo! Lo que se convierte en fetiche es “la apariencia fáctica, diferencial, codificada, sintomatizada del objeto”. Lástima que, quizás en sus últimos años, no le diera tiempo a ser testigo del fetichismo de la ‘ausencia’: ‘just do it’, reza el lema de Nike. Lo que se consume no es ya un útil, ni un bien de consumo, ni tan siquiera un signo, sino la ausencia del imposible al que remite cualquier mercancía. No se consume ni la mercancía ni su símbolo, sino el exceso de un simbolizar que siempre conlleva una imposibilidad en su unívoca relación, el 'ello', el núcleo duro del exceso.
Lacanianamente hablando, se diría que lo que se consume entonces es el ‘objet petit a’, lo que siempre está de menos o de más en unas relaciones, las del deseo con su propio campo simbólico, que se descubren ancladas en un fallo endémico al sistema. El fetiche entonces, ha terminado por sellar aquello que parecía imposible: la falla ontológica en que descansa toda la realidad. Aunque, como es obvio, nada termina por cerrarse del todo: ¿es este consumismo devastador el final del camino o el inicio de otro más atrozmente fatal? Casi, estaríamos por decir, lo segundo: hacer del encuentro con lo Real algo posible merced a la fetichización del límite de la mercancía en su propio exceso, es, más que la salvaguarda perfecta ante el poder maquínico del signo-mercancía, la prueba más fehaciente de que no hay donde escondernos, que todo está mediado por un encuentro que, al tiempo que lo queremos evitar, lo mantenemos como tal. Es entonces el miedo, el miedo atroz a vernos solos en el campo libidinal de nuestras pulsiones, lo que nos conforma como tales.


Si nos hemos querido detener en estas consideraciones no ha sido solo por capricho, sino por que el arte, al menos inocentemente en un principio, no ha querido ser (y no podía serlo de ninguna de las maneras) ajeno a estas consideraciones. Y es que el arte, como producto ilustrado, no es en absoluto ajeno a estos pormenores del fetiche de la mercancía. Que sea sólo bajo unas relaciones de producción lo suficientemente desarrolladas cuando el arte ha conseguido irrumpir con más fuerza en su propia noción de específica negatividad, nos puede dar una pista sobre las íntimas relaciones que guarda la producción artística con su gran otro: la producción mercantil. Porque fue a comienzos de los años sesenta justo cuando el arte se dio de bruces con su aporía fundamental desoculta en forma de tautología capitalista: a pesar de que la necesidad del arte está determinada por el uso antes que por el intercambio, el arte ve con (cínico) horror como la pretendida autonomía del arte estaba sometida a las fuerzas del mercado.
A pesar incluso de venir de mucho más atrás, de los ejercicios dadaístas y de las ‘ready-mades’ de Marcel Duchamp, lo cierto es que desde los años sesenta la marcha se ha ido forzando. Si para el minimalismo el fetiche era algún material o técnica nueva, si para el pop el fetiche era el de los signos de las mercancías, con Koons o Steinbach, los grandes gurús del fetiche hipercapitalsita, aunque el valor de uso es una proyección de su valor de intercambio, donde se pone el acento es en el hecho de que ambos están sometidos por el signo del valor de intercambio. De ahí que las obras de arte no se diferencien de… ¡unas aspiradoras!
John Chamberlain trabaja en las obras que expone en la Galería Elvira González con el exceso que conlleva toda práctica económica del signo-mercancía: con el fetiche. Y es que el fetiche es justo eso: el remanente de exceso del que toda mercancía debe disponer para poder ser postulada como tal. Zizek ejemplifica magistralmente este doble ámbito de la mercancía partiendo del huevo Kinder: aunque lo que se desee sea el huevo de chocolate, el deseo más íntimo se dirige al interior: al juguetito que lleva dentro. Tan es así que, incluso, el huevo suele tirarse. Encerrado en su carcasa está el deseo libidinal que nos empuja a consumir, que provoca que ninguna mercancía concuerde con aquello mismo que prometía. La mercancía, en su interior, remite a un algo más (ineludiblemente el ‘plus de jousseance’ lacaniano) que siempre redunda en un exceso traumático, en una imposibilidad de lograr satisfacción.
Y es que, como bien ha sabido el capitalismo, una cosa es el objeto de deseo, y otra, bien diferente, aquello que me hace desear lo que deseo. En el centro de ambos, otra vez Lacan, está el objeto-causa del deseo: el encubrimiento mentiroso del propio deseo, aquello que el deseo se desbarre por la cuesta abajo del goce. Zizek lo dice de nuevo muy sarcásticamente: cuando decimos de una mujer ‘la encuentro atractica excepto porque…”, sin duda alguna que es ese ‘porque’ es que lo que realmetne nos atrae de esa mujer.
El fetiche, por tanto, sería el exceso del goce que toda mercancía necesita para ser catalogada como tal, y que además, debido a su prohibición original, a la necesaria insatisfacción de aquello que prometía, subsiste disfrazado como emblema, como promesa de satisfacción.




Volviendo a Chamberlain, lo que él propone son esculturas realizadas con los excesos ya inutilizados de una de las mercancías preferidas de la sociedad capitalista: el coche. El coche, como antes había sido la televisión, y ahora quizá sea el teléfono móvil, es una de esas mercancías con función de clase. En el fetichismo del signo denunciado como hemos visto por Baudrillard, el coche se convierte en tótem ideológico de una sociedad ávida por consumir (y trepar y aparentar) jerárquicamente. De esta forma, la misma economía que los eleva a símbolo totémico, es la que, en aras de continuar el salvajismo libidinal, los reduce a carroña poco tiempo después.
Lo que hace Chamberlain no es solo transformarlas, sino transfigurarlas ontológicamente. Trabajando con los excesos de una economía que se deglute a así misma en las cercanías de la autodeglución, el artista realiza el ´milagro’ de dotarles de incluso más valor del que hubieran podido tener como mercancía. La falsificación, por tanto, está ante nuestros ojos. Y no solo la falsificación, sino el autoengaño y el juego de espejos en que parece quedar reducido toda economía de la mercancía.
En otro nivel, el perceptivo, la obra puede remitir a las capacidades del arte de dar forma a lo informe, de explorar los límites del formalismo; pero sin duda que este simulacro hecho ante nuestros mismos eclipsa, al menos conceptualmente, al resto.
Sin embargo, no olvidemos, la paradoja que desvela este arte es, al mismo tiempo, la que le conviene para su supervivencia. Aún así, pensar aunque inocentemente que este gesto, aún en su cinismo, puede desvelar el carácter fantasmagórico en que nos movemos y relacionamos, vale para calibrar esta obra como un pequeño triunfo en campo ajeno.
El hecho de que los excesos herrumbrosos de una promesa nunca satisfecha del todo, sea de nuevo recargada, resignificada en sus valores de uso e intercambio, y que estos otorguen una plusvalía mucho mayor que en su primera instancia, es signo inequívoco de que la sintomatología del fetichismo hipercapitalista se asienta no ya en una fantasmática, sino en una esquizofrenia libidinal. En este sentido, de acuerdo con que no hallaremos satisfacción, pero, ¿es qué acaso lo necesitamos? Es decir, ¿no será que la respuesta a la pregunta que abrió este texto, la pregunta sobre las razones por las cuales el trabajo adquiere la forma de ‘valor’, está también fetichizada en su mismo origen? El trabajo se expresa en el valor que atesora la mercancía porque solo así se puede seguir soñando con la posibilidad de un mundo mejor, de una Gran Mercancía que nos satisfaga a todos por igual y de una sola vez. Que el síntoma de esta utopía coincida sorprendentemente con la esquizofrenia más que con la neurosis impulsiva al consumo es sólo un momento más en el camino del objeto-mercancía a su triunfo total.

jueves, 3 de junio de 2010

MIRADAS MATERIALIZADAS: EL PLACER DE LA VIGILANCIA


RAFAEL LOZANO-HEMMER: ‘VIGILANCIAS MATERIALIZADAS’
GALERÍA MAX ESTRELLA: hasta el 31 de Julio.
(artículo original publicado en 'arte10.com':
http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=371)
El simulacro postmoderno cifrado en la videocultura de la hipervisibilidad y el control panóptico, tiene en la propia mirada a su más incorruptible de los aliados. Hasta tal punto ha llegado el ejercicio del poder del signo-mercancía que ha conseguido lo inimaginable: conseguir que siempre haya una mirada, la del aterrado sujeto, mirando la pantalla-mediática. Las relaciones entre la mirada y la producción de subjetividades, así como las ulteriores consecuencias que esto tiene para el progreso hipercapitalista, son asuntos de vital importancia para una sociedad en la que el placer infinito de verlo todo coincide con el terror absoluto. Y es que, en la mirada que se pliega a lo hiperreal, se dan la mano la violencia de una sociedad desquiciada y el placer voyeurísta de ‘ser’ solo en la medida en que se deviene hipervisible.

Desde que Foucault en su microfísica del poder teorizase acerca de las relaciones existentes entre poder y subjetividad, apelando a que los dispositivos de poder no se conforman como normalizadores sino que tienden a ser constitutivos, lo cierto es que se ha ido produciendo un plegarse de las individualidades en sí mismas intentando guardar su parcela de fantasmagórica libertad. Aún sabedoras de que no hay salida posible, pues estar dotado de subjetividad es, al mismo tiempo, ejercer un poder y ser sometido a otro, la mónada postmoderna ha intentado plegarse y sellarse aterrada de sí misma y, sobre todo, de los otros. La misma mirada ya no contempla, ni siquiera enjuicia: la mirada ahora controla y, como tal, aterra. Sartre lo sabía: ‘el infierno son los otros’. Toda subjetividad es, como tal, un control panóptico.
Parejo a este proceso ‘la instancia control’ ha ido haciendo ver en la sociedad momentos de inusitada fe en las propuestas más tecnológicas como ‘el nuevo emplazamiento donde todas las subjetividades podrán verse libres y convivir en democracia plena’. La trampa es mortífera: el poder ofrece nuevos canales y nuevos medios al tiempo que los mina con una subjetividad más carcomida e infantilizada. El deleite orgasmático del sujeto actual a la hora de establecer sus relaciones y vínculos dentro de la pantalla telemática y cibernética es prueba de que las tecnologías de control cada vez necesitan menos para moldear una subjetividad.
Lo que en Nietzsche era la vertiente externa del poder la que producía efectos corporales, de manera que podía entenderse la voluntad de poder como una antropología del poder, ahora es una determinada tecnología de poder la que se interioriza como tal en la vida psíquica del sujeto configurándose así es la subjetivación del individuo.
No se trata ya de la superestructura piramidal, ni mucho menos de la coacción estatal. Violencia de Estado, coerción, estado policial, etc. Fantasmas que hace tiempo se apolillaron en manos de la reflexión postestructuralista. Deleuze, en su texto ‘¿Qué es un dispositivo?’, ya lo anunciaba: ‘es verdad que estamos entrando en sociedades de control que ya no son disciplinarias’. Y es que la sociedad ya no funciona a base de códigos y territorialidades, sino que lo hace sobre el fondo de una descodificación y una desterritorialización masiva. El sujeto postmoderno, el esquizoide actual, no para de desterritorializarse de sí mismo.
La función sujeto es el efecto último de los mecanismos disciplinarios vehiculizados en un primer momento por instituciones y luego por formas más flexibles, e interiorizado por el propio sujeto como subjetividad propia. El sujeto para Foucault consiste en el carácter integral de los mecanismos de sometimiento.
Lo curioso es que, si bien Foucault entiende la sociedad panóptica como conformada por dos tecnologías, la tecnología de sí, y la tecnología de poder, una siempre remitiendo a la otra en su condición de productor/producirse, de manera que el sujeto no se da nunca como tal de una sola vez, sino que es un proceso en el que la relación que en cada caso sea la suya entre tecnologías de poder y tecnologías de sí confiere cierta subjetivación al sujeto, Deleuze sí que privilegia un momento en la formación de subjetividades e incluso del poder mismo.
Para él, un dispositivo de deseo no implica dispositivo de poder. Es más, son los dispositivos de deseo los que distribuyen el poder. El poder únicamente aparece allí donde tienen lugar reterritorializaciones. Lo que sucede es que la reterritorialización es una característica esencial de la sociedad, de manera que, por tanto, el deseo y el poder actúan casi de manera pareja en un movimiento por el cual el deseo desea el poder. La pregunta en Deleuze sería entonces la siguiente: ¿cómo es posible que esto suceda, cómo se puede llegar a desear el poder?
La respuesta es tan simple como aterradora: debido a que, como ya hemos dicho, la sociedad no es otra cosa que una reterritorialización constante. Para Deleuze la sociedad no se contradice a sí misma ni tampoco se la ideologiza ni se la reprime. Simplemente sucede que actúa por estrategias, fugándose constantemente y escapándose por todas partes. E, incardinado en esas líneas de fuga, está el deseo: flujos libidinales intersecan constantemente el campo de inmanencia, todo se define por zonas de intensidades, umbrales, gradientes o flujos.
El dispositivo de poder surge entonces como reflejo de la fuga de la propia sociedad que desea la estrategia siguiente que la reterritorialice. Así, el poder es deseado como garantía de que se efectuará la fuga.

Siendo esta la teoría, la práctica es que la nueva perfección tardocapitalista con su perfecto y fluido círculo de cargas desiderativas hace que el poder sea máximo, que el control sea máximo, que el deseo del individuo fluya más rápido que nunca, que quede investido una vez tras otra en la vorágine del fetiche, del consumismo impulsivo y de la aceleración del simulacro en el que todo encalla.
Ya la burocracia socialdemócrata surgida allá por los años cincuenta en el incipiente estado del bienestar era clara: hacer que cada categoría profesional ejerciese funciones policiales y de control. Policías, psiquiatras, pedagogos, profesores, todos al servicio de una nueva sociedad a la que vigilar. A partir de entonces el proceso no ha ido (en su misma fuga y reterritorialización) sino creciendo exponencialmente. Tanto es así que ahora el sujeto es su propio instancia de control: incardinado dentro de esta red panóptica que el mismo produce, se le deja solo en su red de producción con el fin de que produzca lo máximo al mismo tiempo que se le subsume dentro de toda la colectividad.
Pero, la consecuencia última de tanta perfección viene al final: si el deseo fluye mejor, el control se ejerce mejor y, como no, el miedo, es también mucho mayor. Miedo, pánico generalizado, sensación de abandono... El sujeto postmoderno desea ser controlado, encerrado, catalogado, masificado. El sujeto desea pertenecer a la masa pero ahora, ésta, no logra estrategizar la fuga perfecta perdiéndose en un flujo constante que no cesa de investir objetos fetichizándolos hasta la paranoia, hasta la esquizofrenia desiderativa postmoderna. El triunfo del capitalismo como estrategia sin fin donde los flujos libidinales no cesan es total.
Como profetiza Virilio es el miedo al Accidente: las relaciones de poder, entendidas como microfísica del poder crean “un incesante feed-back de las actividades humanas (que)engendra la amenaza invisible de un accidente de esta hiperactividad generalizada cuyo síntoma podría ser el crack bursátil”. Nada acontece, todo ocurre. El miedo es latente. El mundo entero queda fagocitado en la implosión esquizoide del fantasma global del simulacro. Todo es, por tanto, fantasmagórico y aterrador.
La estrategia capitalista de investir los flujos libidinales con arreglo al fetiche otorga mayor parcela de subjetividad al que más posee, al que más poder tiene, al que más rápidamente fluye. Esa subjetividad, deudora también del simulacro que la ve nacer y ante la que tiene que dar cuentas en forma de autoexposición publicitaria, ha de bunkerizarse para no ser deglutido en su misma sobrexposición. Así, grados de subjetividad son proporcionales al grado de hipervisibilidad que esa subjetividad adquiera y, por tanto, al grado de bunkerizaión que necesita para no ser devastado por la misma estrategia simulacionista que la vio nacer. La última vuelta de tuerca es obvia: grados de subjetividad van también parejos al grado de miedo que sea capaz de soportar a la hora de hacer fluir sus flujos desiderativos.



Así pues, la estrategización social a la hora de fugarse y reterritorializarse merced a la hipertrofia del simulacro que todo lo fetichiza en la mercancía cuya catexización permite el flujo incesante y a velocidad límite, es ella misma la que impone los condicionantes al poder que la pueda llevar a cabo: hipervigilancia, drástica separación espacio público/espacio privado, bunkerización y aislamiento de las élites haciendo más patentes aún su calidad de pantallas-mediáticas y convirtiéndose en fetiches de la siguiente estratificación social, jerarquía social que permita dicha estrategia, simulacro de las nociones ilustradas de igualdad y libertad, propiedad privada como subjetividad naciente al tiempo que como posibilidad del miedo…
Las cartas son esas y con ellas cada uno realiza el juego: mayor poder remite a una mayor sobrexposición en el campo de hipervisibilidad y, por tanto, una mayor necesidad de vigilancia. Si se es en la medida en que se puede, lo que ha venido a desvelar la realidad óntica del simulacro postmoderno es que ser y poder ser se dan la mano en el hecho de ser vigilado. Solo siendo vigilados existimos. Así, el régimen óntico y el régimen escópico se dan la mano en la hipervisibilidad: ser y ser grabado/ser vigilado remiten el uno al otro en una idealidad solo llevada a cabo por el telesimulacro de la hipervisibilidad.
Rafael Lozano-Hemmer lleva ya un tiempo apostando por un arte que haga tangible el proceso de producción de subjetividades en la actual sociedad postutópica y que hasta aquí hemos tratado de delinear. Si el arte, en su específica negatividad, ha de problematizar los contenidos utópicos heredados de la modernidad, Lozano-Hemmer apunta directamente ahí donde la representación parece toparse con el imposible de una subjetividad procesada como dato en continuo movimiento, en continua vigilancia.
Rastreando un poco las condiciones de representación, el mismo Foucault data en punto de inflexión en “Las Meninas” de Velázquez. A partir de esta obra, el enunciado, que hasta entonces podía ser la interpretación/encarnación de una obra dada como exterioridad absoluta, ya no es simplemente un enunciado sino las condiciones de posibilidad del mismo. En este sentido, “Las Meninas” fue la primera obra en donde el significado de la obra se diluye en un juego de representaciones donde hay un afuera y un adentro, y entre ambos márgenes se van creando relaciones que hacen surgir mas tarde un conglomerado mediante el cual poder, no ya remitir a un enunciado que englobe a la obra por completo, sino dar cuenta de sus condiciones de posibilidad. Es decir, el acceso al sentido de la obra no se da ya de forma abarcadora ni como garantía de un orden entre lenguaje y mundo, sino que ahora el sentido es deudor de las condiciones de posibilidad del enunciado mismo.
Con Velázquez, por tanto, la identidad de la episteme medieval se disuelve en el juego de la representación. Lo que se ve en el cuadro es una representación; su personaje principal, el rey, no está “directamente” representado. Es como si la “verdad” del cuadro residiera en representar la representación. Y no solo representarla, sino también darle un lugar de privilegio, duplicándola y haciéndola surgir en el juego de ese remitirse entre el afuera y el adentro.
Lo que ha venido a suceder ahora es que el afuera y el adentro se han solapado tanto que remitir a las condiciones de posibilidad de la representación conlleva el propio proceso de hacer emerger la subjetividad. Porque, siendo como es la producción de subjetividades un artificio simulacionista operado por las economías del signo-mercancía, una representación en la superficie telemática de un sedimento libidinal constituido por flujos desiderativos a velocidad límite y reorganizados en la instantaneidad de la hipervigilancia, la representación del sujeto no puede sino coincidir con su estatus de recodificación escópica.
El sujeto, produciéndose como el excedente de las economías simulacionistas de la mercancía, no es más que un aleteo en la mirada que vigila y controla a escala global, una simple representación en el juego que el poder maquínico del signo ha sabido instaurar como régimen ontológico omniabarcante. Todo esto, Lozano-Hemmer es el primero en saberlo: “en mis proyectos de arte público, la gente se autorepresenta a través de las tecnologías de control”, ha dicho en una reciente entrevista.
Es decir, lo que para Perniola constituía el problema esencial de la modernidad, “el problema teórico básico de la imagen reside en su relación con el original”, queda silenciado debido a que, siguiendo a Brea, “el espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce”.
El trabajo de Lozano-Hemmer trata por tanto de representar aquello precisamente que es ya un imposible, un simple efecto de superficie que se da a una mirada que recae por completo del lado del poder del signo-mercancía; hacer emerger dichas subjetividades y enfrentarlas al último juego simulacionista operado por la telemática de lo hipervisible: que somos nosotros mismos los que, antes que cualquier otra instancia, deseamos ser vigilados, que es nuestra propia mirada la que más dócilmente se pliega a las exigencias de un mirar que necesita siempre un excedente de visibilidad para no ser hipertrofiado en la ceguera que provoca la vorágine del simulacro hiperreal.



Porque el riesgo también es esencial para el hipercapitalismo postmoderno: el riesgo del crack bursátil es ahora el riesgo al Accidente, al hecho de que, de una vez y quizá para siempre ya no haya nada que ver. La sentencia de Baudrillard según la cual el arte contemporáneo tendría como misión “fabricar una profusión de imágenes donde no hay nada que ver”, no es ni mucho menos despectiva para con el arte, al menos en un sentido. Pues, si como hemos ya señalado, el arte debe de vérselas críticamente con los excesos producidos por el hipercapitalismo, es de aplaudir que se haya hecho fuerte ahí justo donde el capitalismo tenía todas las de ganar: yendo cada representación de la mano del poder del signo-mercancía, el arte prefiere problematizar esa misma mirada, devolviendo entonces un lugar vacío ahí donde la mirada del espectador se posa deseoso de algo más que consumir.
Deseamos entonces ser vigilados porque deseamos que el espectáculo continúe. Temerosos de que el juego termine, nos proponemos nosotros mismos como objeto al que mirar, vigilar y controlar. El capitalismo tiene en esta baza su promesa de triunfo perpetuo. Si de nuevo Baudrillard dejó apuntado que “en el corazón de esta videocultura siempre hay una pantalla, pero no hay forzosamente una mirada” para dar cuenta del poder omnipotente de una economía libidinal que ni siquiera necesita ser propuesta como tal para triunfar, nuestros deseos han terminado por sellar la única sutura por donde tal premisa podría hacer temblar al capitalismo: provocando en nosotros el terror al hecho de que no haya nada que mirar, somos nosotros los primeros en llevar el simulacro hasta sus últimas consecuencias. Tanto es así, que hemos claudicado en nuestra subjetividad, y su producirse tiene la única misión de sellar de continuo la grieta por donde todo vendría a ‘perderse’.
Por lo tanto, una mirada es lo único que necesitamos, tanto nosotros como el hipercapitalismo, para seguir funcionando. Dicha mirada, eso sí, ha de seguir los dictados ya anunciados por Regis Debray al sostener que “una videosfera omnipresente –nuestra pantalla-mediática del tiempo del simulacro global- tendría el cinismo por virtud, el conformismo por fuerza y por horizonte un nihilismo consumado”. Y es que, si de adjetivar nuestra mirada se trata, tildarla de cínica, conformista y nihilista es poco menos que definirla por completo.
La presente exposición de Lozano-Hemmer en la galería Max Estrella propone un recorrido por este mirar que, al tiempo que nos controla y vigila, nos seduce hasta tal punto que necesitamos de él para seguir a cuestas con nuestra más que inocua existencia. A través de cinco obras, el sujeto queda desfondado en su identidad última al intuir que es sólo el reflejo devuelto por las imágenes producidas por esas obras lo que de verdad le conforman. La inmediatez, la desintermediación y la desterritorialización permiten que el sujeto se contemple representado en un mirar que busca en su desorientación un punto fijo al que agarrarse.
Otras muchas son las inquietudes de un artista que propone hacer del arte un ámbito crítico con aquello que, casi rozando ya lo posthumano, nos prefigura como instancias voyeurísticas de nosotros mismos: la relación entre el humano y la tecnología, el estatus óntico de las imágenes reproducible digital e interactivamente, la deriva de una sociedad que duda si dar carpetazo a sus antiguos modelos de subjetividad, la ética que pueda desprenderse de una comunidad basada en la soledad del terror endémico y el sublime placer de, aún así, no poder dejar de verlo todo.