viernes, 8 de octubre de 2010

LA INOCENCIA (PERDIDA) DEL ARTE


JOHN ISAACS: “YOU ARE INNOCENT WHEN YU DREAM
TRAVESÍA CUATRO: 16/09/10-06/11/10

El arte, al menos desde que entró de lleno en la dinámica de la producción capitalista, un paso más incluso al autocomprenderse como producción ilustrada, goza, como suele decirse, de una mala salud de hierro. Prueba inefable de ello es que la tan manida coletilla de la “muerte del arte” ha quedado incardinada en una paradoja fundamental que esencia al arte contemporáneo desde sus mismas raíces: si, por un lado, es obvio que la estetización de la vida moderna corre pareja al ‘odio’ que el arte despierta entra el conjunto global de la población (no hablaríamos ya solo de muerte, sino de asesinato) –veáse por ejemplo las recientes palabras de Arthur C. Danto al no ser ajeno a percibir “la existencia de de una especie de ira, de resentimiento” y sentir como esta malidicencia “estimula una sombría negatividad en gentes dedicadas a erigir barreras entre el arte y el público”, por otro lado es ahora más que en ningún otro momento de su historia cuando el arte, el concepto historiográfico de arte, corre de forma más precisa hacia su im-posible destino.
Si es cierto que el arte ha muerto precisamente de éxito, no es menos cierto que la otra mitad siempre ausente del propio concepto de arte queda cada vez más indisolublemente ligada a cuestiones que, en palabras de Brea, “no pasan ya más por preguntarse cómo ‘resistir’ al proceso de encuentro y fusión de registros, sino, antes bien, por investigar cómo en su curso conseguir plantear una reorganización efectiva y en profundidad de las condiciones de la producción”. Es decir, el arte, en su quedar aniquilado en lo transbanal e hiperespectacular, tras quedar agazapado y siesteante en lo institucional, logra contraefectuarse de modo tan preciso como supieron ver tanto los popes de la negatividad (Adorno a la cabeza), como los más indómitos seguidores de la nueva episteme-rizoma (Deleuze, Brea).
En definitiva, y por ir concluyendo, es ahora cuando el arte no ha de rendir cuentas a nada, no ha de plegarse a nadie, no ha de sucumbir ante problemáticas ajenas en términos de legitimidad. Lejos de estar ya plegado a la lógica que acertadamente Walter Benjamin supo ver entre arte y política para promover una determinada ‘manera de mirar’ que se entregase al delirio del poder y el capital, el arte ha quedado sometido a una purgación de todos los dispositivos de resistencia para, definitivamente, entrar en la lógica de la diferencia pretérita, de la im-posibilidad plausible de toda promesa.
En este sentido, y por ejemplo, la cuestión de la ‘transfiguración del lugar común’ como piedra angular sobre el que levantar el edificio de lo artístico (comprendido sobre todo como instancia, ámbito o institución) queda ampliamente desconectada en una estética que ha llegado al límite en su solapamiento con el entramado de instancias formadoras de subjetividades siempre movedizas, siempre nómadas; o, de igual manera, el nudo “Bourriaudiano” queda desanclado de una producción, la del arte, que es endogámica a sí misma pero por elevación: el conjunto de redes productivas no responde ya solo a las condiciones de posibilidad sobre la que cimentar la producción de determinada superestructura –como pueda ser el arte- dando o negando carta de ciudadanía, sino que ahora la estética queda cifrada en una deriva en fuga donde, ya nunca más, ningún grupo de poder preestablecerá de antemano determinadas relaciones a seguir con el fin de perpetuarse.
Así, la dinámica inherente al sistema ha saltado por los aires al tiempo que se ha enquistado como preeminente; el arte no se pregunta sobre los modos de producción sino que él mismo autoensaya su propia representación: por eso escenifica siempre una huida, una contraefectuación, un suicidio teledirigido, una deriva fantasmagórica sobre el régimen de lo hipervisible, una huella de lo ‘aún-no-posible-pero-ya-sido’.
Siempre devastándose en sus propios límites, el arte ha dejado atrás su propia muerte para erigirse en el excedente, siempre ausente y a la deriva, de una producción hipercapitalista que, en su propio triunfo, crea las condiciones para la im-posibilidad de un accidente, para una diferencia que retorne no en lo idéntico de sí misma sino en otra diferencia, siempre sobredimensionada, siempre como envío, como fuga, como roce en el campo intensivo de la topología del sentido-acontecimiento.




El arte, por tanto, y aunque parezca mentira, ya no es inocente cuando sueña.

Lo único es que, estando sobrecubierto, sobre la seguridad que da el saberse ya inútil para un arte que ha bebido hasta los posos el veneno de su negatividad, el propio arte sigue parapetado en sus caducas formas que, si bien no le libran de una muerte preciosamente romántica, tampoco le encaminan hacia lo que, hemos tratado de poner en claro, su destinación.
John Isaacs, con el premonitoria título sacado de una canción de Tom Waits, “You are an inoccent when you dream”, es de aquellos artistas que prefieren el subterfugio de una salida a la carrera que el darse de bruces con la “inesperada” victoria en el tiempo de descuento. Y es que el arte también bebe de esto: de los miedos manifiestos a dejarse llevar por la huella de una memoria siempre extraviada, siempre renuente a reunirse con su “ya-sido”.
Enclaustrado en un idealismo de la praxis que enfatiza el “propio derecho independiente a existir” de todas las cosas, este arte sigue apostando por lo chamánico de un demiurgo, por lo romántico de un sujeto, yo-endiosado, como productor-mago. Al sostener, inconsecuentemente para un arte que en su autocomprensión queda remitido siempre a una desconexión rizomática en sus propios procesos de producción, una indiferenciación entre la forma física y la mental, su arte queda atrapado en una lógica de la conciencia que poco o nada tiene que ver con los problemas que acechan al arte, problemas que, como todo lo específico humano, remiten hoy a la, con Guattari, única finalidad aceptable de las actividades humanas: “la producción de una subjetividad que autoenriquezca de manera continua su relación con el mundo”.
Pensar, aún hoy en día, que el arte viene a ser un momento de síntesis orgánica, no es, las más de las veces, una treta para aquellos que prefieren seguir obnubilados con las promesas doradas de una redención fuera ya de plazo mejor que con lo des-esperanzador de un futuro siempre otro, siempre diferente y como aplazado en su espera. Lo único, y a señalar, es que el arte es capaz de transfigurarse de modo tan radicla que, en su mayoría, estas tretas vienen de aquellos que logran un mayor prestigio, como aquella corriente de los YBA y de la que Isaacs sigue sus ya más que obstruidas directrices.
Quizá, la inocencia se perdió cuando se supo que los sueños no quedan presos de una utopía idealizada, sino de un imposible más fantástico aún: aquel que nos esencia como precipitados de una deriva, de una fuga, de una espera para la que todo tiempo es ya siempre diferente.

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