miércoles, 6 de octubre de 2010

DESORIENTACIONES EN EL ESPACIO-ARTE


DARYA VON BERNER: “¿QUÉ SIGNIFICA ORIENTARSE EN EL PENSAMIENTO?”
GALERÍA MORIARTY


En sus Lecciones de Metafísica sostiene Ortega que la propia Metafísica no es otra cosa que tratar de orientarse dentro del fundamental “estar desorientado” al que remite la esencia de la existencia humana. Por ende, la liquidación de la Metafísica solo puede suponer dos cosas: o bien no hay manera de orientarse, o bien el modo “metafísico” ha de dejar paso a otras maneras de ensayar una orientación. Se sabe, por experiencia, que estas otras maneras son siempre gregarias, fragmentarias y altamente difusas. Ahí, por tanto, está el quid de la cuestión. O renunciar o contentarse con menudencias topológicas siempre al albor de rizomáticas fantasmagóricas.
Dicho de otra manera, o la destruktion heideggeriana supone el límite y final al que es llevado el pensamiento metafísico, o bien es solo el inicio que a modo de superación, como Verwindung, ha de dar paso a, dicho brevemente, otra cosa.
Para su triunfo, la orientación metafísica guardaba en su manga las dos cartas que, en principio, parecían iban a ser ganadoras: la representación y el poder de un cogito que no cesaba de traer para sí toda la carga de tiempo-presente que hiciese falta. En este sentido, el espacio y el tiempo eran los dos acólitos impertérritos sobre los que cargar un triunfo seguro y, casi por descontado, merecido.
El arte, quizá desde las primeras vanguardias, adivinó que el dardo envenenado tenía que ir ahí mismo, a la línea de flotación de una orientación metafísica cifrada en el primado del sujeto, la representación y el espacio.
Si las primeras vanguardias jugaban lúdicamente a cantar los beneficios de una razón siempre otra, las vanguardias de los años sesenta, en el parallax y acción diferida pregonizada por Hal Foster, supieron ver que jugando al mismo juego que la razón utilitaria podían mejor que de ninguna otra manera hacer frente a la burocrática absurdez nihilizadora en que dicha razón había definitivamente encallado. Lo conceptual y la serialización pop, comprendidos como retro-engranajes propios del racionalismo capitalista, sometieron a la razón a su nivel de tensión más alta hasta entonces.
La transfiguración del lugar común comenzaba a dar su frutos: si una caja de Brillo era arte por el mero hecho de ‘ser arte’, unas ideas, conceptuales, se aliaban con el arte por el mero hecho de ser… ¡ideas sobre arte! “Si se emplean palabras y estas proceden de ideas acerca del arte, entonces son arte, no literatura”, decía Sol LeWitt.
Así, y por ejemplo, un espacio vacío no era ‘solo’ un espacio vacío. Era una reflexión acerca de las coordenadas psíquicas sobre las que se erige el ser humano, era un discernimiento fenomenológico acerca de la hermenéutica, de alto calado existencial, entre el ser y la nada, era una trampa puesta al propio acto de ver, acto sobre el que se levantaba el mausolítico concepto, ya por entonces hecho institución, del arte.
Era eso y mucho más: era seguir, el propio arte, autoparodiándose y tratando de escapar a lo negativo de su destino, era, por último, oponerse, desde un ámbito de producción como es el arte, a la producción como triunfo radical del signo-mercancía. Era, en definitiva, crear una diferencia, un vacío en el armazón de estructuras prefijadas de antemano, la puesta en limpio de una de las metáforas más potentes del arte contemporáneo: poner ‘nada’ donde, presumiblemente, debía de haber ‘algo’. “¿Por qué es el ser y lo nada?”, se preguntaba Heidegger en uno de los textos fundacionales de está nueva aventura. Simplemente, dar que pensar, levantar sospechas.
Sin embargo, esto último que nos muestra Darya von Bermer en al Galería Moriarty es la más precisa contraefectuación a los dictados críticos con los que cabe comprender una producción artística contemporánea.
Por de pronto, de seguir al pie de la letra lo escrito en la hoja de sala, la artista redunda en unas ideas que, de lejos, han sido desplazadas por un torbellino desestabilizador. Y decimos esto porque, como si de un análisis de textos se tratase, todo lo que se destila en ella son remisiones a un pensar altamente subjetivista donde el sujeto, más que problematizado, parece todavía encuadrado entre la res extensa y la res cogitans de Descartes.
Y lo cierto es que lo que falla no es solo la idea. El espacio de la galería, cortado en sus aristas por líneas fluorescentes, nos trata de decir que todo ‘estar’ es evidentemente orientación y que, como tal, conlleva a un callejón sin salida, el propio que atenazó a Descartes, donde no se sabe que es antes si el contenido o el contenedor. Pero obviamente, el hacer remitir toda experiencia estética al privilegio de lo hipervisible-luminoso, a un acto de mirar que en modo alguno es puesto entre paréntesis, la obra yerra en su querer poner al espectador ante esa duda tan radical haciéndole, más bien, quedar encuadrado en u espacio topológico que de ninguna manera le corresponde ya.
El límite, lo idéntico, lo topológicamante liso, no son ya experiencias del ser humano contemporáneo y, sin ninguna otra alusión más que a lo arquitectónico de un espacio, la misma ‘idea de arte’ queda anulada dentro de un arte, el postmoderno, que necesita dudas más radicales, más virtuales y que se den, antes que nada, como fenomenología fantasmática de efectos como causas más que causas que se sigan de determinados efectos.

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