domingo, 7 de febrero de 2010

PINTURA SIN RETORNO

CHANGHA HWANG: “ONE WAY ONLY
GALERÍA MARTA CERVERA: 09/01/10-13/02/10

Desde que Maurice Denis afirmase allá en el París de 1890 que “un cuadro –antes de llegar a ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera- es esencialmente una superficie plana cubierta con colores organizados de acuerdo con un cierto orden” el camino hacia la abstracción quedó inaugurado. Porque a raíz del postimpresionismo de Manet se delinean las dos ramas de la abstracción: aquella que de la mano del color desemboca en el expresionismo y hace surgir la abstracción de Kandinsky, y esa otra que emana del cubismo y acaba en la geometría pura y en Mondrian.
Colindando con el malditismo del pintor francés de la época, cabe citar la reflexión formal de los procesos artísticos, la autonomía del lienzo frente al mundo exterior, el reduccionismo como pathos general del arte moderno, como lugares comunes a la hora de procesar una génesis de la pintura abstracta.
Pero, anidado en el mismo centro de esta génesis, está la cada vez más obvia problematización de lo visible. Porque, no fue solo el triunfo de la forma geométrica o de la percepción de tinte fenomenológico lo que allanó el camino hacia la abstracción, sino que fue una falta de fe en lo visible, un desprestigio de la mirada, lo que funcionó de motor a la hora de prefigurar la abstracción.
De ahí que sean dos las tradiciones que se fusionan en la abstracción: si una de ellas tiene su origen en la tradición francesa, teniendo en Manet a su hijo predilecto (tradición que asume los triunfalismos del color y de la forma desenfrenada), otra nos llevaría hasta el espiritualismo que destila toda la tradición romántica con Friedrich como figura primordial.
Porque de ese espiritualismo romántico emana una forma de comprender el arte como lugar de mediación con lo invisible y una creencia en ir más allá de la imagen que, como no, tuvo en el “Cuadrado negro” de Malevich su punto álgido (punto álgido como ceguera total, como punto cero de toda mediación de la imagen: el arte es la aniquilación, vía representación, de la representación misma. Se representa lo irrepresentable porque es ahí donde está nuestra sospecha: la de que hay cosas no-visibles. De ahí que tenga perfecto la sentencia de Giorgio Agamben de que el arte moderno es una nada que se autoaniquila.


Changha Hwang parece tirar del hilo de esta nada pero sin asegurarse que tiene en la otra mano el otro extremo, aquel que devuelve al arte aquello mismo que le quita en el propio juego dialectico de su negatividad.
La lección la tiene bien aprendida: superficie del lienzo como superficie semiótica donde apurar la configuración más elemental de formas y colores, superposición como el procedimiento de asamblaje preferido, estratificación de tonalidades en forma de caleidoscopio. Todo ello bajo el indeleble tufillo a genio incomprendido y a “dejar que la obra acabe controlándote” que destila todo aquello que “huela” a Pollock.
Y es que o se sabe bien hacia donde se va o el traspiés es de órdago. En una época como la nuestra en la que el bombardeo mediático nos ha quemado las cejas haciendo de lo invisible la sospecha más profunda (sospecha de que detrás de lo Real no hay nada, de que bajo la superficie mediática no hay nada, de que el simulacro es aquello que nos calma al tiempo que nos enferma), toda delineación de formas que problematicen el campo expositivo del lienzo desde la seguridad de lo visible acicalado con el empalagamiento genial de todo expresionismo tiene todas las de perder.
De esta forma su arte colinda con todo pero sin llegar a nada, siendo precisamente la nada, el más puro no-ver nada, ahí donde ha de llegar toda abstracción que se precie de ser tenida como tal. Retazos de expresionismo abstracto, de geometrismo, de op-art, todo ello y bien mezclado se puede rastrear en ese intento de perderse en el lienzo que parece ser la marca de clase del artista coreano.
Pero es que quizá no sea el suyo sino la vuelta de tuerca de lo sublime postmoderno: querer ver algo en estas obras en las cuales es obvio no hay más que lo mismo de siempre es en donde radica la nueva invisibilidad, la atrofia de todo ir más allá de lo representado. Tan embobados estamos en la pantalla telemática que cualquier mezquindad nos parece un desafío para nuestros ojos quemados en el sol de lo visible.
“Lo que me gustaría trasmitir –dice el artista en una entrevista- con mis obras es esperanza”. Esperanza en la hipertrofia de lo hiperreal, en el descalabro postutópico del poder maquínico del signo, esperanza en arrancar otros gajos de invisibilidad a lo visible. Pero no. Se trata de la esperanza en que alguien se acerque y diga “esto puedo hacerlo yo” y “nazca otro artista”. No saber aún que el poder objetual hace del artista un guiñapo en el proceso del arte es, obviamente, creer aún en lo visible y proponer un arte melifluo y repetitivo.

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