viernes, 27 de febrero de 2009

ARCO’ 09: CRISIS O EL ONANISMO DEL ARTE

Si algo caracteriza a las crisis es esa manera suya, despiadada y cruel, de mostrar los secretos mejor vetados del sistema en cuestión. Siempre el proceso es el mismo: todo parece dormido, afianzado con una precisión casi milimétrica que hace del sistema el mecanismo omnipresencial de todos los ámbitos de lo humano. Pero, agazapada Dios sabe donde, de repente, como de un feroz zarpazo se tratase, la crisis irrumpe a dentelladas.
Además de todo esto, si por algo se han caracterizado las épocas de crisis, crisis del mercado capitalista, es por dejar bien patente las contradicciones de su modo de operar. La cuerda se estira, se tensa hasta el límite de lo soportable para luego, de manera aparentemente milagrosa, o no tanto, retornar sobrepotenciada.
Llevando esta tesitura al arte, los polos quedan tan marcados que debería ser fácil operar en él a modo de preciso cirujano y diseccionar con exactitud. Muchos se duelen de la influencia que la crisis pueda tener para el mercado del arte. Sus miedos son coherentes y compartidos por todos aquellos con un mínimo de solidaridad empresarial. Pero, tan común y normal es esa preocupación, como zafio y obsceno el hacer de ella el paradigma de la situación del arte actual. Más bien debería ser al contrario. Se debería, precisamente ahora que la situación lo hace propicio, de prestar mas cuidado, afinar la observación para encontrar los entresijos del arte contemporáneo.
Nada importa demasiado, eso es cierto, y tan pronto la situación se nos antoja inexcusable, como nos damos cuenta de que inexcusable no es sino otro adjetivo con el que caracterizar una época, una más, de tedio, miseria y aburrimiento global. Pero aún así, merecerá la pena el intentarlo.
Porque, si algo es claro y patente, es que, aunque la coyuntura pueda parecernos preciosa y precisa, eso es algo que queda zanjado en el mismo momento de ser expuesta. Porque, después de todo, ¿quién está por la labor? Mirar para otro lado, poner cara de despistado y hacer mutis cuando la situación sea la propicia. Entrar y salir haciendo el menor ruido posible, dejando que todo siga su marcha, esa marcha inocua, almibarada y dulzona de un arte descastado, que ni danza a ritmos dionisiacos ni tampoco se propone nada con la seriedad que debería, es la característica que debe de poseer el artista de hoy.
Un paso más allá de lo obvio infantiloide y un paso más acá de lo prohibido; entre esas dos aguas del esteticismo tecnológico del siglo XXI y el querer seguir dándonoslas de díscolos, ahí es donde el arte habita a sus anchas.
Pero, si trazamos los recorridos precisos, si nos desplazamos hacia márgenes no preestablecidos donde poder hacer disonar algún concepto, si enfatizamos ciertos relieves dentro de la topología institucionalizada que ARCO nos propone, podremos entonces descubrir momentos dignos de tener en cuenta y descubrir una cara, la misma que nos proporciona el mercado, pero, al mismo tiempo, otra bien diferente donde poder, al menos, debatir con todo el énfasis que se desee (porque, a fin de cuentas, nada será suficientemente importante).
Propuestas de peregrinaje las hay a miles, pero nosotros nos vamos a decantar por hacer una incisión profunda, que haga drenar el sistema. Diseccionar con precisión consistirá en hacer saltar por los aires esa barricada a la que antes hemos puesto límites y donde el arte habita somnoliente pero, no lo olvidemos, vivo. A este respecto, la pregunta se ha de enfrentar al Accidente: si está aquí mismo, a las puertas incluso, ¿qué ofrece el arte?, ¿qué caminos toma cuando está a punto incluso de darse de bruces con él?
Si decíamos que a nadie importa, es precisamente por esa grandilocuencia que toda pregunta, si es necesaria, como está creemos que lo es, despierta en su seno. Grandilocuencia que, por otra parte, necesita de una amplitud de miras muy por encima de la mirada mermada y esquizoide del mercado.
Las respuestas son varias, pero todas son sintomáticas de una época tan descreída de todo que aún duda de que pueda llegar a suceder algo de envergadura suficiente que deba de repensarlo. Una sensación de comodidad, de estar encantado de haberse conocido, de pleitesía consigo mismo, es la primera característica del arte moribundo de hoy.
Incapaz de refigurarse y sacar de sí mismo aquello que un día prometió, se vanagloria de, o bien jugar a la ambigüedad de ser idolatrado por el mercado, o bien esforzarse por llegar tan lejos como le permita el arrastre pesado del fardo de la modernidad que, aunque cadáver, todavía emite quejidos de quién se resiste a ser enterrado todavía.
Quizá es que el arte nos es ya tan familiar, estamos tan apegados a él pese a no conocerlo en absoluto, que todas sus potencialidad en forma de repolitización y subversión han quedado disfrazadas. No es más que un muñeco de feria, una atracción de barraca. Se inmiscuye, inunda la vida, llena todos los espacios de vida, desde el íntimo y personal hasta las más altas formas de abstracción. La estetización es global. Pero eso es todo. Que no se le pida nada, porque no tendrá nada que ofrecer salvo lo mismo: entretenimiento y esa pegajosa mercadotecnia adherida a él hasta chuparle la sangre.
En esta situación, merece la pena detenernos en una obra expuesta en este ARCO que puede hacernos reflexionar sobre estos derroteros carcomidos del arte de hoy. Caminando, digiriendo una trayectoria a veces dejada al azar de lo que nos salta a la vista, de repente uno topa con una pared llena completamente de titulares de prensa en tamaño sobredimensionado.
Pero eso no es lo que nos sorprende. El que sean titulares de prensa nos damos cuenta después. Lo principal es que todos ellos hacen referencia a la crisis y al arte. ‘El arte siempre ha vivido en crisis’, ‘el arte planta cara a la crisis’, ‘el arte, un refugio en tiempos de crisis’, etc. Simplemente demoledor. Postconceptualismo en grandes dosis para descifrar, una vez más, la pleitesía que, mercado y arte, se tienen entre sí.
Y es que si uno se detiene delante de esta obra, ve mucho más de lo que ha simple vista pueda percibirse. Porque su modo de operar parece heredado del conceptualismo, pero insertándose un poco más allá, en lo post-, es capaz de hacer girar las tornas y desvelar, aunque sea por un instante, los verdaderos entresijos del arte. Porque ahora no es que el arte coincidiese con la obra de arte (como por ejemplo las sillas de Kosuth); ahora es que el arte, porque es arte al haber franqueado la puerta que le daba o no derecho a entrar en la feria, se entiende tautológicamente como el mercado y sus problemas son los problemas que la crisis pueda desentrañar.
La tautología entonces es perfecta. Es arte al conseguir definirse en términos cuanto que únicamente hablan de las relaciones del arte con el mercado. Cuando el arte, mas que recaer en la obra, se ha convertido en una estrafalaria forma de simbiosis arte-mercado donde se nos dice que son precisamente esos procesos de marketing, gestión y producción lo que ha de enfatizarse a la hora de calificar algo como artístico, la obra de Muntadas y López Cuenca logra desmontar la tautología de este simulacro del arte que danza de feria en feria al abrigo del mejor postor.
Los artistas aceptan la simbiosis arte-mercado como una tautología en sí misma. No se pregunta por la verdad/falsedad, sino que lo acepta como una mera descripción de un hecho. Y, al igual que el conceptualismo llega a la obra de arte definiendo lo que es arte, Muntadas y López Cuenca llegan al meollo de los entresijos del arte con ese doble movimiento que supone, por una parte, hacerlo visible en forma de proposiciones como descripción de un hecho y, en segundo lugar, darle el nombre de obra de arte.
Claro que, por otra parte, hay también mucho más. Hay todo lo que se pueda sonsacar con relación a la autoría de la obra. Porque no hay que dejar pasar desapercibido que son los mass-medias los que han prefigurado la obra. Es ahora cuando toca darse cuenta que son titulares de prensa lo que conforman la obra. El artista, ahora más que nunca y llegando al límite, ha quedado relegado al mero papel enfatizado por Barthes de seleccionador y clasificador de signos.
Si las vanguardias, el cubismo por ejemplo a la hora de llevar recortes de periódico a sus lienzos, enfatizaban un futuro que se deshacía en sus manos a golpes de conjugar arte y vida llevando a sus obras pedazos de realidad, la selección hecha por Muntadas y López Cuenca nada tiene que ver con esta utópica fascinación vanguardista por la vida sino que se inserta en los mecanismos postmodernos de producción de esas mismas estructuras semióticas que estructuran la realidad: es decir, los medios de comunicación.
El plus de significación que se logra con la acción de seleccionar y clasificar textos no va en pos de una consumación posthistórica, sino que se asienta de lleno en el simulacro del arte mismo. El que para ellos, igual que para otros, el arte se defina en términos de relación con el mercado y la crisis no tiene mayor importancia. Lo brutal es que sean los mass medias los únicos productores de sentido. El arte queda definido por su propia efectuación en los medios, decidores absolutos de discursos.
De esta manera el límite se consigue: el artista queda, una vez más, reducido a cero. Pero esta vez las consecuencias van mas allá de lo común: el arte queda zanjado en las relaciones simulacionistas con que los mass medias quieran dotarle.
Nada queda por hacer ya; o quizá sea esta misma obra el comienzo de todo lo que resta por hacer. Aunque mucho nos tememos que ni lo uno ni lo otro, sino que todo seguirá sumergido en esta grandilocuencia del siesteo.

viernes, 20 de febrero de 2009

EL PARQUE SIN NIÑOS DEL ARTE

RINEKE DIJKSTRA: 'PARK PORTRAITS'
GALERÍA LA FÁBRICA: ENE-FEB'09

El que una imagen tenga que, de por sí, representar, es algo que ya el arte no tan reciente se ha encargado de aclarar de la mejor manera que ha sabido. Todo el proceso deconstructivo de la imagen en los años ochenta, apropiacionismo e hiperrealismo como hitos manoseados a mansalva, se ha encargado de dar cuenta de una imagen, la postmoderna, entendida no tanto a modo de apertura de relaciones (cosa que luego permitiría una hermenéutica del sentido) sino en cuanto en tanto sedimentación y estratificación.
Si entendemos este proceso de irrepresentación de la imagen como yendo de la mano del encargo que la postmodernidad ha tomado sobre sí de dar cuantos carpetazos sean necesarios, no será de extrañar que la imagen llegue a ser un lugar de desrepresentación pero donde lo real acampa a sus anchas haciéndonos casi insoportable la misma contemplación.
Porque, claro está que, de tanto hipertextualizar una imagen, ésta, en cuanto original, ha quedado finalmente opaca y vacía en sí misma. Pero no es menos cierto que, junto a esta opacidad de la representación, el proceso de retorno a lo real ha corrido parejo y es imposible el entender el uno sin el otro.
No se ha apostado por la abstracción a la hora de obviar la representación, ni tampoco por desmaterializar lo que se quería entender por real. Su estrategia, puramente postmoderna, ha consistido en ir añadiendo capas de realidad, una encima de otra, para, de esa manera, que la representación quede velada detrás de una sobrexposición de realidad.


Deteniéndonos lo suficiente, se puede comprobar que es el mismo proceso que ha seguido el mundo: ¿no es sobresaturando los cauces de acceso en tiempo real a todo tipo de información lo que ha producido una cosificación total del mundo y una virtualidad, apuntando ya a lo cibernético, de toda relación y mediación entre sujeto y objeto?, ¿no son esos mismos procesos los que hacen imposible toda representación ya que nos basta sintonizar, conectar con el canal en cuestión para saberlo todo acerca del objeto en cuestión? Es este mundo postmoderno al que le resulta inútil la mediación de la representación cuando puede tener lo real cuando quiera.
Pero si encima esa sobredosis de realidad que no representa nada, pone su objetivo en procesos humanos de cambio, de transformación o de metamorfosis, el resultado será una brutal parálisis general en lo ‘representado’, una atrofia claustrofóbica que lo envuelve por completo haciéndolo remitir a un presente-continuo donde ninguna de sus inherentes potencialidades serán nunca actualizadas.
El cuerpo, como objeto igualmente cosificado, su vuelve extraño. Imposible tampoco de representar, esa brutalidad de la realidad lo despoja de toda referencialidad humana. Habiendo pasado la enfermedad de lo traumático, el cuerpo, cansado de sus encuentros fallidos con la realidad, herido de amputación en amputación en ese filo cortante que antaño era la realidad, aboga por, él también, sobreexponerse a esa misma realidad. Al precio de no poder ni siquiera imaginar un futuro, descansa plácido en el remanso de lo real siempre presente.
El trabajo de Rineke Dijkstra es un claro paradigma de esta nueva posición que la fotografía, como relación mediata con la imagen, es capaz de acentuar con nitidez. Así, su trabajo es la fehaciente constatación de que ya no cabe lugar para la representación.
Claro está que el deslizarse por esta pendiente para, mediante la imagen, dejar constancia del desenlace final de la crisis de la representación, tiene el riesgo de caer del otro lado, es decir, del de la fotografía como medio perfecto para seguir el juego de la representación. Pero si por algo merece la pena seguir confiando en el arte, es por ser capaz de atestiguar los restos de los procesos humanos de producción en un ámbito de relación que ya no soporta ninguna relación más que la realidad sobredimensionada.
Como llega a hacer patente la imposibilidad de la representación es el misterio de su trabajo. Para ello, usa los recursos específicos de la fotografía. La pregunta a la que el artista se enfrenta armado con su cámara sería ¿qué se cosifica en la mediación con el retratado? En primer lugar, la toma no es instantánea, sino que requiere de varios minutos de pose por parte del retratado. Y es precisamente esa dilación lo que queda reflejado en la fotografía a modo de hipertrofia emocional. El espectador, en la contemplación, no consigue ningún tipo de acercamiento; en ningún caso se da una relación entre lo que se muestra y la identidad de esa persona. Todo queda en el abotargamiento de unos sentidos, los nuestros, que se esfuerzan por realizar la mediación pero que se ven constreñidos a esa fina capa de cegadora realidad desprendida por la fotografía.
El gran mérito, por tanto, de estas imágenes es que consiguen, recurriendo a un formalismo clásico como elemento de extrañamiento, plasmar esa dilación imagen-tiempo que el cine sí es capaz de desarrollar con precisión y que la fotografía ha sido capaz de manejarlo con maestría mientras ha podido.
Mientras que el primero consigue operar el cambio de una ontología de la imagen como devenir en el tiempo, la fotografía debe, o bien renunciar a ello, o bien hacerlo patente mediante otros procedimientos. Pero ahora las tornas han girado: habiéndose cerrado sobre sí mismo el pliegue del tiempo que permite la representación, no hay ya cabida para ningún otro devenir que no sea el de lo presente-siempre-real.

Así, las fotografías que nos plantea el artista consisten en la congelación catatónica de ese tiempo que de tanto repetirse llega a no ser nada más que un nicho vacío donde depositar el cuerpo yaciente del sujeto moderno. Sus retratos, descarnadamente simples, incómodamente formales, no pregonizan ni siquiera la alegoría. Nada transcurre. La barroquización del decorado es extrema. Nada está en lugar de nada porque la realidad llena la fotografía por completo. No hay membrana que filtre, todo es pura superficie donde lo representado es amputado y sustituido por lo real. Son puros cuerpos, pura materialidad referida a un tiempo siempre presenta que evita cualquier mediación con ellos.
En su contemplación, una débil corriente eléctrica nos sacude. Tan rápido como aséptico. Es la sacudida, breve, del sabernos también condenados a habitar un parque donde, habiéndose convertido todo en eterna realidad presente, no hay nada de lo que disfrutar.
Es la sacudida de estar condenado, como esos niños y adolescentes, a ser desposeído de la ingenuidad que permite representar, es decir, jugar y desear.

FILOSOFÍA DE LA HISTORIA A LAS PUERTAS DE ARCO

EL ESPECTÁCULO DEL ARTE COMO ACONTECIMIENTO

17 de Marzo de 2008: analistas bursátiles de los cinco continentes contemplan expectantes sus pantallas en un mismo tiempo real esperando se produzca el dato. Efectivamente, la Administración Bush sale al amparo de la quiebra de Bears Stearns, uno de los mayores bancos norteamericanos. Desde diversos sectores arrecian críticas de intrusismo, dirigismo y de no respetar el mercado libre y global producido por el juego de la oferta y la demanda. Sin embargo, una única voz se levanta: era necesario para la supervivencia del sistema.
Diciembre de 2008: las alarmas del globo entero saltan al descubrirse el escándalo Madoff. Las pantallas bursátiles sufren un colapso que, a modo de virus, se propaga de sistema en sistema arruinando un número difícil de predecir de carteras y fondos bursátiles. Sin embargo, y aunque las consecuencias se sabrán con claridad en meses, los procesos en cadena no llegan hasta los cimientos y el sistema, una vez mas, se ve a salvo.
Uno y otro son ejemplos de la probabilidad casi inminente de que el futuro, además de no poder ser imaginado ni siquiera como catástrofe, no llegue nunca a suceder (al menos el futuro histórico comenzado en la modernidad).



Entre ambas fechas, y todavía más hasta el día de hoy, una serie en paralelo de actuaciones gubernamentales han tenido que desoír las mismas reglas por ellos diseñadas de no actuación en un mercado cada vez mas libre, cada vez mas global, cada vez mas autoregulado gracias a la creación de diversos órganos independientes de control, e inyectar cantidades astronómicas de dinero para la perdurabilidad del sistema.
Pero no hay remisión: la dromótica, apunto de llegar al límite de la implosión de un tiempo real detrás del cual ya no hay nada mas que la instantaneidad absoluta de tiempo y espacio, ensaya una y otra vez pseudo catástrofes. Cada vez más rápido, del crack del 27 a la crisis del petróleo del 73 hasta la sobresaturación de las diferentes burbujas bursátiles de fin de siglo pasado: asiática, tecnológica, de la construcción…, el sistema se ve sobrepasado por los propios agentes tecnológicos por él puestos en juego.
Un sistema condicionado por la absoluta simulación de una ley de la oferta y la demanda sin ninguna correlación con el mundo real de la producción, una regulación gubernamental y estatal que infla datos numéricos en una abstracción absoluta de la correlación valor de uso/valor de cambio, ha conseguido que un sistema ya al límite juegue con la posibilidad cada vez mas fehaciente de que acontezca el Accidente.
Al igual que la tensión de Bahía Cochinos en la Guerra Fría estuvo a punto de desencadenar el Accidente, del mismo modo que a finales de los 80 el botón rojo que daba acceso al arsenal nuclear soviético estaba en manos de una persona con graves problemas de alcohol, la implosión dromótica del tiempo real y del sistema único está a punto de provocar la bomba, en este caso bomba informática.
Bomba atómica para el capitalismo industrial heredado todavía del período de entreguerras sometido a la tensión del estado del bienestar occidental y la utopía comunista, bomba nuclear del capitalismo postindustrial que corría ya detrás del desenlace final de la carrera armamentística y espacial, y bomba informática del capitalismo tecnológico que hace del mundo una basta instantaneidad de tiempos y lugares indiferenciables e indistinguibles, son los Accidentes con los que el sistema ha tenido que lidiar para, en su vorágine, llegar hasta el momento actual del simulacro global.
Porque, corriendo paralelo al proceso genealógico del sistema-simulacro actual, si la fantasmagoría marxista que en un primer momento conllevaba la alienación de la mercancía, ahora, merced a la fagocitación de la realidad a manos de la dromótica de la implementación capitalista, la realidad entera ha sucumbido al poder fetichizador y subyugante de la fantasmagoría.
Y, junto a esta sucesión a velocidad límite de puntos de colapso y de no-retorno, la Historia sigue de igual manera su camino. Pero se trata ya de una Historia amortajada, renuente a continuar. ¿Cómo puede entenderse una Historia que dé sustento al progreso desquiciado que ha convertido cualquier acontecimiento en simulacro y que ha roto con cualquier límite espacial y temporal gracias a la hipertecnologización?, ¿de qué historia se puede hablar si todo es explicado en base a redes mediáticas de información global e instantánea que imposibilitan toda mediación memorística y de adquisición de conocimiento?
Con todo, la trampa de dar cuenta del fin de la Historia, desde Hegel hasta Fukuyama, no descansa sino en el error de considerar la Historia como un objeto de conocimiento cerrado y limitado en sí mismo. Por eso, ¿qué punto y final se puede aducir en cualquier narración si todo queda ahora en manos de un devenir fantasmal que hace implosionar cualquier tesis de acabamiento en la red de imágenes espectrales surgidas del bombardeo mediático de los mass media?
De ahí que Danto, en sus comienzos como filósofo analítico de la Historia e influido por el desprestigio al que Popper había llevado el historicismo, tensase la dependencia que todo acontecimiento histórico tiene de interpretaciones siempre surgidas a posteriori. La Historia entonces pasaba a entenderse como cualquier cosa excepto como un ente acotado y listo para ser estudiado.
La Historia se convierte en máquina de interpretaciones. La interpretación, de un sentido textual y hermenéutico, siempre al servicio de aperturas de sentido con que abrir horizontes de significado, pasó a ser la manera de acercarse a una Historia que ya no podía ser captada en su presencia, sino que era necesario inferirla de un futuro siempre deviniendo diferente.
Así pues, sistema endogámico capitalista y narración como interpretación son los instrumentos de disección de una Historia que sigue, pese a todo, su marcha.
¿Qué ha sucedido entonces para que la historia de ese sistema (el que nace en la modernidad) se vea tan comúnmente asaltado por la interpretación de un final en su progreso?
Lo que ha sucedido, y al hilo de la explosión dromótica, es que prácticamente todos los ámbitos de actuación y producción del ser humano en el devenir de la Historia, se han visto problematizados hasta tal punto que, uno por uno, han ido sufriendo en sus carnes la necesidad de considerarse como acabados al no poder imaginar interpretaciones ni presentes ni futuras.


Todos y cada uno de ellos han saltado por los aires bajo el poder dogmático de una conciencia subjetivizadora que, primero con un manufacturar artesanal, luego con una producción mecánica e industrial, y mas tarde con una tecnologización de todos los ámbitos de actuación humano, ha ido cosificando la naturaleza real hasta convertirla en una atrofia simulacionista y fantasmal. Por tanto, la Historia como ente cerrado no existe, pero tampoco es nada sobre lo que se pueda ensayar interpretaciones, ya que todas ellas caen del lado del simulacro del presente-continuo que prohíbe cualquier atisbo de utopía.
El proceso ha ido incrementando su velocidad hasta llegar a esta época postutópica donde ya no es que nuevas interpretaciones puedan surgir en el momento menos esperado, sino que, como se ha visto, el sistema entero descansa en un acabamiento y anquilosamiento que solo permite la simulación como regla del juego, donde el valor de cambio universal ha devenido una abstracción usada como reguladora de este sistema fantasmal por parte de sujetos con posibilidad de decisión cada vez mas ‘soft’ o cada vez más transpersonales (MTV, CNN, FMI, ..), y donde, principalmente, los procesos de generación de interpretaciones que toda narración lleva en su seno se ven asaltados por la imposibilidad de continuar.
Velocidad límite en el transmitir informacional y mediático, indistingibilidad de tiempos y espacios subsumidos en el aquí y ahora global del presente-continuo, una subjetividad que forma parte de la topología desiderativa que la economía libidinal del capitalismo ha conseguido poner en marcha: todo ello forma parte de un acabamiento de todos los ámbitos de lo humano que, herederos de la Ilustración, todavía intentan dar cuenta de una universalidad en el producir humano como proceso de racionalización.
Entre ellos, el arte, como producirse social, también tiene su particular manera de llevar acabo su acabamiento. Si se quiere, debido a la capacidad negativa del producir ilustrado y racional que el arte lleva en su seno en forma de promesa original, el fin del arte es, ni más ni menos, que el final de una manera de producir social que, al tiempo que permite y promueve la cosificación y dominio técnico de la naturaleza, también despliega el ámbito crítico de lo específico humano en ese producirse.
Porque es esa capacidad de producirse negativamente como crítica al sistema lo que constituye la característica esencial del arte nacido con la primera reflexión estética de mediados del XVIII.
Por ejemplo, Freud definía la cultura en términos de represión. Negatividad, espacio crítico, represión, incluso el hacer surgir la diferencia (en sentido postestructuralista y derridiano), son maneras de nombrar lo mismo: la inadecuación del arte con su propio concepto, de forma que aquello que desvela es al mismo tiempo lo que oculta. Habiéndose fetichizado ese ámbito intermedio, habiéndose cosificado esa diferencia, el arte ya sí que coincide consigo mismo, pero como cosa, como mercancía, como máquina productora de imágenes huecas.

Perfilándose el sistema como perfección absoluta de manera que hasta los impulsos libidinales del sujeto ha logrado fetichizar, habiéndose convertido dicho sistema en un entramado abstracto de simulaciones fantasmales donde cualquier acción crítica o cualquier intento de re-politizar la escena puede, y de hecho es, inmediatamente subsumida por la implosión de imágenes huecas con que los mass media se cuidan mucho de bombardearnos, la negatividad esencializadora del arte no es sino otra diferencia, otro valor de cambio, fetichizado en la vertiginosa carrera tecnológica y mediática que él promueve para su perdurabilidad.
Al arte entonces no le queda nada. Vaciado, cosificado en imágenes que devuelven su propio reflejo vacío y fantasmal, el arte se ve empujado a seguir su marcha pero renunciando a eso que le era propio y haciendo ímprobos esfuerzos por guardar algo que le constituya de alguna manera.
El final, como todo acontecimiento importante, ya decía Marx que sucedería dos veces, primero como tragedia y luego como farsa. Este fin de semana, aquí en Madrid, en ARCO como más tarde será en lugares diferentes (aunque idénticos), no sabremos si será una ejemplificación de la tragedia o de la farsa, pero contemplar la masificación e idolatría que despierta el arte moderno, quizá sea un ensayo general de la broma en la que todo se desinfla.
En todo caso, será la plasmación del espectáculo perfecto: el espectáculo de un final que juguetea consigo mismo sabedor de que en cualquier caso, el Accidente, o está sucediendo siempre, o no sucederá en absoluto.

miércoles, 11 de febrero de 2009

GRAVEDADES TOPOLÓGICAS

SERGIO PREGO: 'MÓDULOS'
GALERÍA SOLEDAD LORENZO (22/01/09-7/03/09)

Si para Ortega el filósofo sería aquel que nos enseña a orientarnos con el pensamiento, el artista, lejos de ser el que nos enseñaría a orientarnos con imágenes, no es sino quien nos ofrece orientaciones a modo de lugares a los que ya no se puede ir. Que muchas de ellas no sean otra cosa que tartamudeos del que quiere ponerse en marcha y no puede, es claro signo de un arte hecho para registrar la instantaneidad de un mundo acabado. O, como dice Virilio, para dar fe del mundo del tiempo acabado.



Ni siquiera es que, a riego de no poder volver, la senda que haya que recorrer en la orientación sea difícil de transitar y valga mas la pena la seguridad de nuestra cotidianidad, sino que no hay orientación que valga ya que el espacio no es sino un rizoma ectoplasmático sin orografía ni relieve.
La hiperrealidad del mundo devenido virtual produce una desconexión perceptiva, una atrofia a nivel sensitivo y una parálisis inexcusable de encefalograma plano que hace inútil todo intento de orientación.
Todo parece moverse en este tiempo real del dato global, pero precisamente esa recursividad procesual es lo que, además de reificación y sublimación libidinal, produce ese amaneramiento y esa parálisis hipertrofiada. Todo a nuestro alrededor son presencias siempre presentes desjerarquizadas en la implosión de la imagen mediática a las que tenemos un acceso tan inmediato como fugaz.
La orientación se desfigura en una absoluta cotidianeidad de mismidades enajenadas y de juegos de mass medias sin referentes concretos en los que se hace imposible referirse a una conciencia subjetivadora mas que como aquello que irrumpe en el campo libidinal como mero deseo capitalizado y capitalista.
El cuerpo se aplana en el pliegue rizomático de un sujeto desiderativo que ha quedado a merced de la implosión de la imagen-fetiche vacía y de deseos siempre dados por buenos en la economía libidinal del tecnocapitalismo.
Todo cambio de perspectiva en el sistema entropomórfico nos ofrece lo mismo: densidades similares de energía desiderativa puesta al servicio de la estrategia unificadora de la hiperrealidad digitalizada y retransmitida en el ‘live’ global del espectáculo diario. La simetría es perfecta porque tanto da lo uno como lo otro. No hay lugar siquiera para la revelación de una imagen especular devuelta invertida en una repetición traumática. Ahora cada cosa coincide con la mismidad devuelta por el espejo que todo lo nivela.
El cuerpo, plano y unidimensional, se convierte en el lugar donde acontece la implosión, el choque de imágenes confrontadas con su mismidad hiperreal. Pero ya no hay ninguna referencialidad que incida en la herida traumática del sujeto. Contar con eso sería todavía dejarnos guiar.
Representar esta geografía, simétrica, autoreferenciada en cada punto a lo global indiferenciado, donde no cabe siquiera hablar de gravedad, es el intento que Sergio Prego ha intentado llevar a cabo en esta oportunidad. La dificultad de un desanclaje total de referencias de esta orografía desiderativa, convierte su intento en un verdadero salto al vacío donde la simpleza de un espacio desorientado podía quedar desvirtuada por cualquier intento de aprehensión intencional por parte del artista.
Sin embargo, la impecable sencillez de una escenografía desnuda de referencialidades, la geometría recursiva y simétrica del andamiaje y, sobre todo, la construcción de un espacio de gravedad cero y perspectiva indiferenciada, han conseguido dotar a la obra de todos los presupuestos conceptuales que se pretendían llevar a efecto.
Campo desmaterizalizado y afísico, donde las únicas líneas de fuerza son las que el mismo sujeto consigue hacer intersecar mediante su constituirse como bloque de deseo, el andamiaje por el que los dos cuerpos deambulan está desprovisto de cualquier tipo de referencialidad, ya sea ésta izquierda/derecha o arriba/abajo. Así, su transitar se vuelve tortuoso, lento y desacompasado, constituido a base de impulsos de pseudópodos amébicos que lo hacen simular una masa amorfa y casi hasta deshumanizada.
Contemplando el vídeo y el sufrimiento de su lento afianzarse en el campo topológico de la indiferencia máxima, resulta demoledoramente agónico el patetismo de un esfuerzo inútil, devaluado en su inoperancia pero al que, irremediablemente, se ven apelados. Porque, si toda orientación es imposible, si nuestro cotidiano deambular es una procesión de la mas inoperante de las subjetividades, ¿qué nos hace ponernos en marcha?
Quizá el punto de mayor dramatismo de la obra sea precisamente ese, el sabernos en un movimiento oscilante y agónico, pero al que no podemos dejar de referirnos como prueba de nuestro estar todavía en condiciones de cerciorarnos al menos como objeto corporal.
Que el ámbito de nuestras subjetividades, el bunker de nuestras expectativas siempre confeccionadas por la orografía de nuestro espacio topológico interior e indiferenciado, haya devenido espacio siempre en construcción como reverso de la dromótica llevada al límite de la hipertecnologización, no es sino efecto de esta geografía superficial de lo amorfo donde todo objeto esta siempre referido a su tercera dimensión: no ya la masa ni la energía, sino la red de significados informacionales que en relación al sistema se puedan conectar y relacionar, el despliegue sublimado de fetiches-mercancías que pueda generar.


El cuerpo, ya problematizado en tendencias como el body-art, el happening o el accionismo vienés, es ahora hipostasiado como pliegue rizomático donde cualquier amputación, cualquier puesta entre paréntesis, cualquier intento ritual de trascendentalidad o de identidad supone un acto desvirtuado y despolitizado debido al campo indiferenciado de imágenes vacías en el que el cuerpo habita.
Como hemos dicho, solo seguir, al compas de nuestra propia inercia perceptiva y desiderativa, esperando surja el encontronazo, el accidente, lo otro. Pero, sujetos escindidos entre el cinismo y la ironía postmoderna, demasiado bien sabemos que nunca ocurrirá. Habitamos la desutopía y el placer es máximo.

domingo, 8 de febrero de 2009

EL PODER QUE BAILA

FERNANDO SÁNCHEZ CASTILLO: ‘DIVERTIMENTO (notas para la educación estética de las masas)’GALERÍA JUANA DE AIZPURU (8/01/09-18/02/09)De la subversión al divertimento, la relación de la masa con el poder ha sido siempre tan cambiante como ambigua. Pero lo que sí que es cierto es que, el poder, al igual que se ejerce, fascina. Por la idiosincrasia de sus maneras, por el estoicismo abigarrado y mentiroso de su autoritarismo, por el triunfo de esa voluntad de hierro que, en su saber siempre lo que hay que hacer, que coincide de forma misteriosa siempre con lo que mas le conviene, sigue haciendo de las suyas por doquier y, además, impunemente.




Por todo ello el poder ejerce un magnetismo que aunque solo sea para despotricar contra él, siempre es susceptible de encontrar un resuello de admiración.
Hoy en día, sin embargo, la radicalidad del triunfo del poder es total y absoluta. Desde Foucault se sabe que el poder no es solo un instrumento, sino que forma parte de las tecnologías que, desplegadas, constituyen y construyen las subjetividades. Tomando esto como premisas del constituirse del poder actual como tal, el camino realizado por este poder hasta nuestros días no deja de seguir la estrategia fetichizadora de la economía libidinal de la mercadotecnia capitalista.
Desideologizando el campo transitado por esas tecnologías, despoblando el relieve político, haciéndolo depender de cuestiones que más tienen que ver con constructos subjetivos al nivel de lo pasional y el deseo, así, poco a poco, se ha ido gestando un poder al que no nos cabe otra cosa, porque lo deseamos, que unirnos en su barbarie.
De hecho, el día en que lo social se constituya por fin como tal, el número de excluidos e incluidos será casi idéntico: la maquinaria libidinal del poder administra su poder tensando cada vez mas la cuerda, de manera que el estar conectado, el pertenecer a la masa (¡pues es donde queremos estar!), el ser capaces, en una palabra, de dotarnos de una subjetividad, requerirá por nuestra parte una cada vez mayor dosis de fascinación por ese poder político que, en el despliegue cada vez mas perfecto de sus tecnologías, se ha convertido en espectáculo y divertimento.
Porque, fetichizando la política, la gestión del poder deviene espectáculo y divertimento. La estrategia es, por tanto, perfecta: ¿quién no quiere adherirse a esta fantasmagoría de un poder en apariencia venial? Participar del espectáculo, pertenecer a la masa, esa masa que en su salvajismo desgaja, de buenas a primeras, pedazos de ese poder fetichizado que le da permiso para comportarse como pequeños tiranos sometidos al impulso de sus deseos que saben serán cumplidos; eso es lo que nos permite el adherirnos al poder.
Por tanto, lo político, el poder, se ha transformado en otro lugar para el espectáculo, para el divertimento de unas masas que, satisfechas con estar conectadas a la máquina expendedora de simulacros que, a la vez que los selecciona, los satisface, tienen bastante.
De hecho, es que es imposible no dejarse fascinar por esta intrincada maquinaria sublimatoria y omnipresente de un poder que, en su fagocitarse plural, es capaz de encontrar lo perfecto maquínico del adiestramiento de masas. El lugar para la posible oposición se desvanece por la misma función esquizofrénica de vernos representados únicamente como consumidores compulsivos y adiestrados.
Así las cosas, ¿qué nos queda? Simplemente gozar del espectáculo. No hay dejación de intereses, no hay sometimiento ciego. Nuestras armas son pocas porque nuestro tiempo es esquizofrénico además de acabado.
La belleza, porque se trata de belleza, de unos tanques antidisturbios, ejecutando brillantes pasos de baile y juegos florales, quizá sea la representación perfecta de la actualidad de un poder que ya no se impone ni decapita libertades. Se trata, como ya hemos dicho, del buenismo de un poder que se preocupa por no dejar de fascinarnos y engatusarnos, del talante del buen rollismo preocupado por lograr la unanimidad de la masa.




Solo sentémonos a contemplar el espectáculo. Sin duda que nuestros deseos, nos serán desvelado y satisfechos al mismo tiempo. De nada tenemos que preocuparnos.
Pero es que además, como bien dice el artista, con el espectáculo político de un poder danzarín, lo que se consigue además es, nada más y nada menos, que la inserción de ese mismo poder en una sociedad espectralmente democrática a través de la alta cultura.
Política de la parálisis, de la delegación de toda responsabilidad en aras de la posposición de un futuro solo imaginado como desastre, del conflicto como lugar de la simulación cínica que no hace sino desear compulsivamente la congelación de toda utopía.
Si la política aristocrática del príncipe de Salina era cambiar todo para que todo siguiese igual, el espectáculo de los tanques antidisturbios nos recuerdan el cinismo de una sociedad que se redime en la mismidad perpetua del divertimento y el espectáculo.

LA REPETICIÓN DESNUDA DE UN CUENTO

SALVADOR DÍAZ: “EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR”
GALERÍA FERNANDO PRADILLA (ENERO-FEBRERO 09)
Existe una corriente artística, que pronto, por el hartazgo que produce, bien pudieran llamarle movimiento con todas las letras, consistente en jugar en dos ámbitos bien diferenciados y que han corrido parejos en el diluirse de la modernidad en estas últimas dos décadas.
Me refiero a esa estratagema, porque no creo que llegue ni siquiera, exceptuando casos honrosísimos y que vieron la oportunidad en los años ochenta, que trata de, por un lado, tomar el sustrato realidad aportado por periódicos o noticieros de diferentes lugares del planeta, y por otro, desplegar, en paralelo, una serie de imágenes desprovistas de cualquier marco al que adherirse que no sea el del propio sentir del artista, en relación, alguna vez, al texto informacional que acompaña. En el chocar en la superficie del lienzo entre la imagen-realidad tomada de periódicos, y la imagen como tal, surgen, o se intenta que surja, algo que tenga que ver con algo parecido a la experiencia estética postmoderna: un deslizarse de significantes surgidos de la implosión mediática.
En ese doble movimiento de tomar una realidad, la que existe, la de la información, y trabajar con ella adosándola imágenes se logra un efecto, que si bien es socorrido y produce un material artístico de alguna envergadura, es necesario situar en su lugar y no hacer de ello lugar común de prácticas que hace ya años están empezando a mostrar signos de fatiga intelectual.
La sencillez de remontarse a la vieja técnica del collage y resituarla en el panorama actual de la posmodernidad, requiere una reflexión mas honda, o al menos mas variada, que el uso de periódicos con el fin, no ya de redefinir el papel del lienzo, como pudieran hacer los primeros cubistas, sino de hacer las veces de esa realidad hipervirtualizada en la red de informaciones en la que estamos situados.


Como fondo del lienzo, como punto de fuga de todas las demás imágenes que pueblan la obra, tiene su sentido, pero se requieren modalidades de sustrato que hagan gala de un atrevimiento mayor a la hora de situarse. Además, que la noticia, por sí sola, no es garante de nada, ni siquiera de esta realidad atrofiada en la información, sino que es el sistema completo, el simulacro en el que se inserta cada noticias en su dimensión de esencia-informativa susceptible de verse fagocitada por la hipercomunicación, lo que define el “sustrato-realidad”. El recortar-y-pegar que se propone como “engaño” a lo real tiene, parece ser, más que ver entonces con la obra en su faceta de selección y recolección de partes.
En su segundo movimiento, las imágenes, tomadas también de recortes de prensa, crean el polo opuesto. Ahora son estas las que son lanzadas a la red simulacional del espectáculo de la información. Como tales, resultan ser imágenes planas, pura superficie, puro acontecimiento insertado en el todo de la realidad virtualizada.
El artista, por tanto, toma lo real-fantasmagórico al pie de la letra: aquello que es carne de cañón, y, en su doble vertiente de texto e imagen, lo hace ponerse en contacto en la pantalla plana del lienzo. Lo que surge, como no podía ser menos, es otra fantasmagoría, otra relación claudicante antes de ponerse incluso en actitud de reflexión.
El que se nos ofrezca este espectáculo desnudo de la carnicería virtual, como un producto de ensamblage, recolección y apropiacionismo hipertextual, parece una estrategia artística fallida ya que, si bien no se le puede pedir que transite por otros caminos, si puede explicitar los momentos de contradicción en ese chocar de texto e imagen en la simulación de la que ambos toman su razón de ser. Parece que el artista se concentra en mostrar, de indicar, de proporcionarnos un trozo de realidad en la hipermediación de texto e imagen, pero sin traspasar el fino velo de la simulación.
Nada, en la superficie de las relaciones que se despliegan, es esperado. Ningún acontecimiento vendrá a insertarse y crear otro poco más de sustrato informacional. Ningún espacio por el que pueda desplegarse algo mas que no sea la claustrofóbica densidad de un enmarañarse, una vez más, en el bombardeo mediático se deja ver en el lienzo. Ya nada escapa. El punto de fugo, al consistir en la virtualidad de lo real, es tan plano que nos damos de bruces queriendo ir un poco más allá.
Quizá ocurra que es lo que toca y nosotros sin saberlo. O, más bien, deseando no saberlo. Después de todo un discurrir posmoderno en la estratificación genealógica de imágenes hasta su vaciado abyecto, quizá no nos queda más que eso, imágenes-simulacro y texto-información, con lo que llenar y poblar nuestro mundo. El arte entonces se situaría a mitad de camino entre la cercanía de lo obsceno y el tomar distancia para poder ejercitarnos como voyeur de una realidad escenificada de la pornografía.
El no querer plegarnos tan de inmediato, o por lo menos de una manera no tan obvia y manida, a lo planteado por el artista, encontramos la necesaria grieta que toda práctica artística debe de llevar en sí misma y por donde poder escaparnos.
Que tengamos esa necesidad no significa, ni mucho menos, que estemos en lo cierto. Pero un lugar por donde respirar no es necesario. Si no, incluso nuestra propia contemplación formaría parte de la red de simulacros que la propia realidad despliega: obra y espectador, dos realidades fagocitadas en el carácter simulacional de su acontecer.
Si es eso, el artista lo ha conseguido.

viernes, 6 de febrero de 2009

EL ARTISTA EN EL ALAMBRE

JACOBO CASTELLANO. ‘SIN PÚBLICO’
GALERÍA FÚCARES (17/01/ 09- 28/02/09)

Si de alguna manera podemos definir este nuestro tiempo de hoy es recurriendo a la paradoja explicativa del equilibrio inestable. Ese estado de cosas tan recurrente al que nos vemos las mas de las veces lanzado sin saber muy bien que terreno pisamos, si el de la seguridad del orden predicado por determinadas esferas, o si la del caos mas absoluto con el que no dudaríamos de calificar nuestros ritmos y costumbres. Dudamos, pero no es que dudemos, es que hasta la duda es, al mismo tiempo, apariencia e inestabilidad real. Y, como siempre, entre medias, la sucesión de hechos, de esperas, de paseos en el alambre en el que nuestras vidas discurren. Un pie mas acá y el otro en un más allá deslizante y también (¿a quién queremos engañar?) deseado.



Nada, por tanto, que juegue a favor de nuestras seguridades salvo el saber que el siguiente paso puede ser el desencadenante de la catástrofe. Pero, aún así, sabedores que vivimos en la catástrofe perpetua de la instantaneidad cibernética, poco nos importa. Si resbalamos, alguien habrá que lo documente, lo testifique y de fe; incluso nosotros, ensayándonos como una simulación mas, podríamos dejarnos caer sin ningún esfuerzo. Despertaría una sana envidia trasportable en megapixeles digna de que cualquier medio propagandístico se hiciese eco.
Claro está que jugamos con red. Nada es tan real que tenga un efecto tan decisivo. Y, de tenerlo, apenas toparíamos con él, el dato en sí desaparecería en el fantasmal mundo circundante. Que mayor deleitación que proponerse uno mismo un riesgo que se sabe hipermediado y asegurado como salto de malabarista en el circo posmoderno.
Así, el ejercicio que nos propone Jacobo Castellano es el de desentrañar ciertos códigos de la inestabilidad, tan perpetua como virtual, de nuestras vivencias. Quizá esperemos a alguien en casa, en nuestra propia casa; quizá seamos nosotros mismos los que experimentemos nuestra propia casa como un desequilibrio constante. Pero la cuestión es que el problema no está en si vendrá finalmente Godot o no. El problema es que ni sabemos si vendrá o si ha venido ya, pero sobre todo si, en caso de venir, soportaría la hospitalidad que nosotros, enfermos súbditos de un mundo desintegrado en el quantum de información, seríamos capaces de otorgarle. Sillas que apenas soportarían el peso de un niño, cuerdas en equilibrio y que dificultan nuestra estancia, lugares construidos para no quedarse mas que el tiempo necesario. Todo tan contagiosamente frágil, que no tenemos ninguna otra sensación que la de habitar el despropósito en una especia de herrancia sedentaria.
El hecho de construir nuestro habitar se convierte en lo mas problemático debido a que es precisamente en ese lugar del hospedar y el albergar donde nuestras disposiciones internas quedan patentes del modo mas claro. ¿A qué poder dar cobijo si la estancia es tan fría e incómoda como inestable y fantasmal? No, decididamente no vino Godot pero es que además nuestro esperar es ya el esperar en el alambre.
A este respecto, la instalación por él llevada a cabo nos lo hace mas patente aún. Una cuerda, extendida a dos metros de altura y uniendo dos pilotes, hace las veces de ese equilibrio inestable al que antes aludíamos. Unas botas colgadas en el extremo de uno de los pilotes nos da la idea de que alguien pasó…o pasará. Y debajo, la red. Por si finalmente se decide ha pasar, o no.


En eso nos hemos convertidos hoy: en acróbatas circenses prestos para dejarnos llevar por el espectáculo de unas vivencias tan desequilibradamente estables que buscan, con impulsos de esquizofrénico, un paso, el siguiente, con el que poder seguir jugando y con el que, sobre todo, poder dejarnos caer en esa magnífica red: la red que nos permitirá volver a lo mismo siempre, a reiniciarnos y repetirnos en una fluctuación constante de intentos que ya no son nada. Ni siquiera el peligro nos hace humanos. Tachado, deformado en pura apariencia, pudiendo reiniciar el sistema de continuo en un game-over siempre especulativo, esperpéntico y, sobre todo, espectacular, el riesgo de caer en un siguiente paso es asumido por los puestos fronterizos de control y de consumo que no permitirán que ni uno solo de los enanos del circo quede tullido.

PENETRACIONES A PIE DE CALLE



SANTIAGO SIERRA: ‘PENETRADOS’
HELGA DE ALVERAR: 15/01/09-28/02/09

Si algo les gusta a los medios de comunicación, ese conglomerado de obtusidades que nos alimenta y nos da forma día tras día, no es otra cosa que el morbo de lo desconocido. Y si además, eso que se desconoce viene marcado con el halo inmisericorde con que el mundo del arte suele enmarcar a sus productos, el morbo se da entonces por partida doble.
Incluso, para poder digerirlo con facilidad y sin que produzca miasmas, los mismos medios de comunicación ya tienen una larga trayectoria y saben como hacer para limar asperezas. El escándalo no, por favor. Eso es de mal gusto y, además, entorpece la vorágine necesaria para que la información siga su particular camino del sinsentido. Mejor el morbo. Esa pública indiferencia teñida de desconocimiento, ambigüedad y fascinación que hace que las miradas de todos aquellos que estén conectados al canal en el momento preciso obtengan su pequeño placer de verse atrapado en la más alta cosificación tecnológica. Desposeído de todo prurito de comprensión, asido únicamente de un morbo nacido de su propia vorágine consumista, la masa se regocija en el exhibicionismo miserable de sus pautas paleolíticas de comportamiento.
Los mass media lo saben. Es mas, lo han provocado. Saben que mostrándoles un pequeño vértice de aquello que desconocen satisfacen las necesidades de trascendentalidad necesarias para que se siga enchufado a la máquina y al bombardeo mediático. Sublimados los deseos, aquellos que pese a todo no se dejan domesticar a primera vista por la fetichización bulímica propuesta por el mercado, ya uno está en condiciones de ser sometido a otra rutinaria y machacona dosis de sobrexposición informativa sin rechistar.
Que esa sea la única razón de ser del arte en este mundo actual es algo que, en sí mismo, y tratado con cuidado y maestría, puede ser también considerado un material de trabajo de primera categoría. Digo razón de ser del arte porque, si solo existe aquello que es emitido, es patente que el arte, para seguir existiendo ha de ser puesto en circulación por esos mismos dispositivos que lo registran, como mucho, como objeto mórbido.
El abismo, el precipicio por el que el arte camina, con un pie puesto en su ser objetuado como carne de información, y el otro puesto todavía, al menos eso queremos creer, en su mas específica negatividad, es ahora la senda que el arte, a veces bastante torpemente, recorre en busca de tiempos mejores.
Claro está que existe cierta simbiosis arte/información, una manera de retroalimentación estipulada según los baremos del incrementar la circulación del objeto-mercancía a cambio de dar cuenta de una información más elitista, si se quiere, pero que no consigue tampoco traspasar el espectáculo circense de los mass media. En este sentido, a la hora de ser cínicos, el arte, por supuesto, el primero.
Pero quizá haya que ir pensando en que no todo puede quedar resumido en lo bien que lo hacemos a la hora de servirnos de unos canales de información que a la vez sabemos están cerca, en muchos casos, de significar la renuncia del arte a sí mismo. Pero esto nos llevaría por derroteros demasiado lejanos.
Santiago Sierra, quizá desde la Bienal de Venecia del año 2003, es uno de los fijos a la hora de dar carnaza a las ávidas garras de lo mediático. Transita por tanto esa senda que antes hemos caracterizado en su doble carácter simbiótico de buscar el efectismo pero también de plantear una contradicción en el sistema. Unas veces con mayor clarividencia y otras con menos, su obra trata de desenmascarar esos procesos de asimilación del arte que lo mediático lleva a cabo mediante la asignación de calificativos como pudieran ser lo mórbido, lo interesante, lo espectacular, o lo meramente consumible.
Antes que nada hay que decir que sus operaciones se agradecen, mas allá de si lo logra de una manera mas o menos efectista, ya que pone en danza la maquinaria mediática para su exclusivo servicio haciendo patente lo absurdo de todo el proceso mediático. A este respecto, todavía se oyen las atronadoras carcajadas que causaron las especulaciones realizadas por el mainstream mediático acerca de lo conveniente que era mantener una obra en el pabellón español de la Bienal de Venecia que solo dejase el paso…a los españoles (previa identificación personal con DNI en mano, por supuesto).
Con esta nueva acción Santiago Sierra vuelve a reunir todos los condicionantes para despertar el interés mórbido de los medios. Antes que nada, hemos de decir que lo logra de una forma un tanto banal, sin los sutiles mecanismos de denuncia otras veces desplegados por él. Aunque, también es verdad, que pudiera ser que no todo fuese imputable al proceder del artista: pocas sutilezas se pueden acometer cuando el poder se ha desplegado de una forma ya tan obscena que poco queda ya si no es irrumpir de lleno y como sea en la dinámica de sus estructuras y hacerlo, al menos idealmente, saltar por los aires.
Como bien reza el título de su acción, ‘Penetrados’, de lo que se trata es de desplegar toda una serie de relaciones puestas en marcha en el engranaje sexo/poder/falo. Grupos de ocho parejas realizan sexo anal de manera que los grupos de parejas son siempre diferentes y van rotando según condicionantes de sexo y raza. Blanco-blanca, negro-blanca, blanco-negra, negro-blanca, blanco-negro, blanco-blanco, negro-blanca y negro-negro son los ocho grupos de parejas.
En cada tanda no se llenan las ocho parejas, ya que por cuestiones ideológicas, religiosas o culturales, hay grupos de parejas que son difíciles de formar. En este primer nivel se comprueba que el poder no es algo colateral sino que se erige en estructurador de una serie de relaciones y acciones las cuales están mediadas íntimamente por este poder.

El poder no emana, sino que se ejecuta. Y se ejecuta primordialmente a nivel interpersonal. Lo interesante es ver como las características de sexo y raza llevan ya implícitos una serie de condicionantes que hacen lícito, o no, ese sometimiento al poder del falo y a la penetración. En este sentido, el poder, eso de lo que tanto se habla y que tan mal se comprende, no apela a condiciones de imposición llevadas a cabo por la autoridad competente, sino que consiste en las ‘tecnologías de sí’ de las que habló Foucault.
Pero lo verdaderamente interesante de la acción es llegar hasta el nivel en el que las relaciones sexo y poder se entretejen hasta llegar a la irrupción de un deseo mecanizado y mecanizante, despojado de cualquier atisbo de sensual corporalidad.
Cierto que las relaciones sexo/poder/falo tienen ya una amplia historia detrás, pero también es cierto que la forma descarnada con que Sierra lo plantea puede tener una mayor profundidad de miras y no quedarse ya en lo archiconocido. Que el sexo es el lugar privilegiado para el ejercicio del poder es algo que desde Freud no se duda. Y que, por tanto, sexo y poder están íntimamente ligados al falo es solo el corolario lógico de lo anteriormente dicho.
Ahora bien, siendo estas las bases, lo que si que cambia es la articulación de las relaciones generadas entre estos tres conceptos. Por que el falo, elemento totémico y paternal, ha devenido absoluto fetiche de una cultura decadente y autoconsumida como la nuestra. El falo es la última cosificación, la de lo simbólico que representa la tradición del padre.
Ya, con este último eslabón, cualquier cosa puede entrar en la dinámica tardocapitalista de la economía libidinal. Y, en primer lugar, el sexo. El sexo, de esta manera, se cosifica en la satisfacción mercantilizada del placer.
El poder realiza sus operaciones a nivel sublimacional, a nivel desiderativo que consiste en la satisfacción inmediata y pulsional con que logra investir aquel objeto que se desea ser consumido. El poder, por tanto, consiste en la sumisión de las estructuras decisitorias que constituyen al individuo. Este poder puede ser ejecutado de manera incisiva y poco democrática, o puede haber detrás una simulación que consiste en la sensación que se tiene de haber elegido libremente. Se elige sí, pero el poder, si es efectivo, y realmente lo es, juega con el anticiparse siempre a esa decisión a la que se guía y se educa de acuerdo a las prioridades establecidas por ese mismo poder.
Esto queda patente a las claras en el video de la acción. Tan pronto como nos sentamos en la sala, todo adquiere un rango de prohibido, de trasgresión del tabú, en resumidas cuentas, de clandestino cine porno de corte elitista. Pero una vez la mecánica de la penetración es puesta en marcha, una vez esos cuerpos empiezan a ser penetrados en un rito despojado de toda relación con lo sexual-sensual, el abotargamiento de nuestros sentidos es casi insoportable. La distancia espectador-espectáculo se elimina; la repetición machacona de la penetración maquínica se nos da sin mediación alguna. No es ya el voyeur, sino la perversidad de lo abyecto lo que se nos da delante y lo que se nos ofrece.
Por tanto, en relación a condiciones de ideología o tradición, o unido a la absoluta fetichización de lo totémico de un falo mercantilizado en el consumismo libidinal, el poder no hace sino penetrar cada vez de forma mas perfecta y sutil.
De esta manera, se quiera o no, todos somos penetrados.
Ahora solo queda que las redes informacionales quieran ver en esto algo mas que burda pornografía. Pero, y este es el tercer nivel al que Santiago Sierra nos lleva, no pueden hacerlo. Siendo la virtualidad informativa el relieve sustancial en el que este poder se despliega, es imposible que adquiera la autoconciencia de comprenderse a sí mismo y de propiciar si quiera un momento de calma en la velocidad hipertecnologizada del instante informativo y posibilitar así la crítica. Ver en el conjunto de penetraciones algo mas que la fascinación del morbo de lo incomprensible, supone que el poder, en su ejecución enfática como mass media, permite un momento de vacilación y duda.
Y esto, sin duda, no se lo puede permitir. De ahí que, al entrar en la sala, tengamos que cerrar la puerta para que nada pueda ser visto desde fuera, no sea que llegue, incluso, a escandalizar.















miércoles, 4 de febrero de 2009

EL LÍMITE FRONTERIZO DEL GESTO

TÀPIES
GALERÍA SOLEDAD LORENZO (2712/08-17/01/09)

Escribir de o sobre Tapiés se ha convertido en un lugar común de tópicos y lugares manidos, los cuales, después de mas de medio siglo, son rastreados aún en busca de ese plus que permanece todavía escondido en cada obra y que permita una nueva lectura y una nueva reflexión. Sin embargo, y a pesar de que la seguridad de lo conocido puede depararnos lugares muy poco explorados, sería una sorpresa que éstos operasen nuevas significatividades.
Por el contrario, escribir con Tapiés es un ejercicio que puede llevarnos por abismos tan paradójicos aún hoy en día, que uno siempre, a riesgo de lo que pueda pasar, se camufla en lo conocido de esas sendas ya exploradas a las que antes me he referido. No confiar en uno mismo, no soltar la mano del artista, plegarse a su labor de entomólogo es la mejor manera, si no la única, de dejarse inundar por sus obras.



Digo esto porque solo con él descubriremos, de una vez y para siempre, en qué consiste el perpetuo viaje que propone una y otra vez: el viaje del regreso al origen. Su trayecto es el del olvido, su paseo, el de la regeneración de lo olvidado pero a lo que es necesario volver como en perpetua letanía. Dejándonos solos, caeremos del lado asignificativo e idéntico de la materia redundante y cosificante
Pero, tan pronto iniciamos la senda a través de lo que él nos propone, el abismo se abre a nuestros pies. Porque su obra es un constante situarse en los límites que, re-explorados continuamente, apelan a nuestra mas específica singularidad, la de ser lanzados al límite en el que todo queda en suspenso.
Este remitirse al origen en busca del esenciante límite, tiene hoy, si cabe, más sentido que nunca. Porque, si una imagen vale mas que mil palabras, quizá sea ahora, en nuestro mundo no ya de las 24 imágenes por segundo, sino del mediático bombardeo sin fin, donde un gesto valga todavía mas que mil imágenes.
Y es que la opción que siempre ha tomado como prefiguración de este ser lanzado a la frontera del límite, no es otra que el gesto. Su gesto no es el de la trazada neoexpresionista inflada e inflamada en lo subjetivo de la experiencia. Su gesto es circunstancial y esencial al mismo tiempo, es azaroso y lleno de reflexión. Su gesto une y separa, concilia y enfrenta. Su gesto nace de la más propia individualidad, pero se entiende como respuesta a aquello que, desde su mistérica presencia, llama y apela.
Hunde sus manos, corta y junta por igual, se inserta en la herida, en la fractura de esa gestualidad, y la restaña de inmediato. La redime y la condena a postponerse una vez más. Juega, en una palabra, con la promesa del origen demiúrgico ahora entendido como límite de la presencia y del aparecer.
Un gesto se hace siempre en la mediación de un límite; un gesto es, por tanto, querer traspasar las fronteras de nuestro límite. El gesto es lo genuinamente más humano. Y ese límite, en cuanto ser nuestro, es lo más original y esenciante, lo que nos llama en cada caso a traspasarlo. Sus grafías asignificativas, su numerología vacía, sus figuras de rasgos antropomórficos, todo ello nos lleva al límite abierto en esa gestualidad.
Porque su abrir, su forma de rasgar la superficie-pantalla del lienzo, a veces con una velada tachadura, otras con pinceladas antropomórficas cargadas de fuerte densidad matérica, y otras, las mas logradas, mediante la huella concisa de un gesto por él realizado en el mismo lienzo, supone el punto de contacto con aquello que, en su mismo decir, no puede sino ser inarticulado.
Wittgenstein, otro explorador del límite, ya decía que de lo que no se puede hablar mejor es callarse. Tápies propone que, aquello que en un indecibilidad, no puede ser dicho, sea señalado con un gesto. Pero no un gesto cualquiera, sino aquel gesto que nos habite, aquel que en su huella nos lleve al lugar propio de nuestro límite.
La acción es ya algo condicionado, subjetivo, amortizado en las relaciones que la misma acción puede generar. Pero el gesto es el plegarse de la acción en sí misma, es el disponerse a ser clausurada en la mediación de la apertura que siempre está abriendo. El gesto es el primer momento de la comprensión y sin el cual todo intento de mediación queda atrofiado.
El gesto, en su abrir y separar originario, nos lanza a situarnos en ese límite al que, esencialmente, pertenecemos. Porque ese límite, abierto por lo gestual, es el ámbito del aparecer original. Así pues, la senda recorrida, nosotros con Tapies, nos lleva, a través de la contemplación de la huella del gesto, al origen, a un origen entendido como límite del aparecer.
Repetición, rito, simbología, marca, huella. Todos sus conceptos, en la sustancialidad latente de lo matérico a lo que remiten en yuxtaposición perpetua, nos llevan situarnos en esa indecibilidad de la frontera delineada por nuestro ser en cuanto ser del límite. Y si ese gesto es la alusión a lo primigenio e inaugural, no es que se trate de algo valioso en sí mismo, sino que quizá sea lo único que nos pueda ya salvar.







Otro filósofo, y también catalán como él, parece ser el compañero ideal en esta travesía del apelar al límite del aparecer a través del gesto matérico del origen. Eugenio Trías y su filosofía del límite deambulan en este recorrido mistérico. El ‘yo’, exiliado, deambulando en su éxodo, se ve apelado por un límite que lo esencia. A partir de un dato original, pura existencia en éxodo y exilio, un dato experimentado como falta que afecta al fundamento, el ser es apelado a un límite. Es, por tanto, solo en cuanto ser del límite como el ser se constituye y se conforma. Porque ese límite al que es llamado el ser constituye un ámbito donde es posible experimentar el aparecer del mundo.
Pero ese experimentar del límite por el ser fronterizo se lleva a cabo mediante el símbolo. El símbolo, irrupción de la aparición que resplandece en la frontera del ser mismo, revela a la vez que oculta el misterio de su esencia. Con este remitir del aparecer del mundo al símbolo se deja constancia de que el ser del límite halla aquello que lo esencia solo y únicamente mediante el acontecer del símbolo. El ser del límite no es otra cosa que un acontecimiento simbólico, un ser esenciado únicamente en su relación fronteriza con el símbolo.
En última instancia, habitar el límite, ser como ser de la frontera, tratar en ese habitar con símbolos, es apelar a una esencia eminentemente deudora y en falta. Porque el fundamento del ser es siempre un fundamento en quiebra que solo en su trato con el símbolo accede a la apertura del acontecer del mundo, pero también al replegarse del cerco hermenéutico propio del símbolo. Una desfundamentación, la del ser, que en su trato con el símbolo pretende trascender ese cerco hermenéutico, traspasar esa frontera del límite en un perpetuo y constante llegar a ser en relación a esa frontera que lo esencia.
Es, por tanto, ese acontecer del devenir del ser del límite en su intento de traspasar, de rasgar, de trascender el cerco de su aparecer, como el ser se esencia siempre en relación al límite que lo apela.



La sabiduría eterna de Tapiès consiste en ser capaz de representar esa trascendentalidad del límite en el que el ser se esencia, en remitir a ese gesto primigenio al que hemos catalogado como ese rasgar y traspasar lo simbólico de su acontecer siempre en el cerco de lo mistérico. La sabiduría eterna de Tapiès consiste en saber en que solo así, mediante el gesto, se nos abren las puertas de la comprensión de aquello que habita en el olvido de nuestro manufacturar técnico.

lunes, 2 de febrero de 2009

EL LUGAR DE LA UTOPÍA

CHEN CHIEH-JEN
LA FÁBRICA GALERÍA (11/12/08-24/01/09)

Voces hay, dispares pero a las que ya se les presta un oído especial, que se empeñan en desentrañar no ya lo olvidado del arte, sino lo sucumbido. Entrar en el desguace, atrincherarse, desescombrar, hacer tareas de limpieza y disponerse, de nuevo, a habitar allí de donde se nos había excluido: en la utopía.




Intentarlo nuevamente, ahora después de tanto tiempo, ahora incluso que nuestros esfuerzos de imaginación y deseo están constreñidos a la hipérbole virtual de un fluir incesante de imágenes, tiene el mérito de saberse una labor tan necesaria como condenada al fracaso.
Pero, aún así, si al arte aún le queda algo de amor propio, debe de volver a insertarse allí de donde nunca debió de salir: del sinsentido crítico que toda imagen, en cuanto representación, condensa en sus fronteras. Que se tenga éxito o se fracase en el laberinto de yuxtaposiciones por ella puesta en marcha, es algo que ni nos debería de preocupar. Condenada al abismo insondable del sinsentido al que nos lanza, el arte solo debe denodarse por hacer irrumpir esa racionalidad crítica tan denostada por unos y tan idealizada por otros.
Pero las coordenadas han cambiado. Cada intento es un fracaso pero se varía en los términos y, sobre todo, en los efectos. Nada es igual a lo anterior y menos aún el impulso utópico gestado en la concatenación de simulaciones a las que somos lanzados con el convencimiento pleno y garantizador de que somos nosotros mismos, empedernidos consumistas esquizofrénicos, los que así lo queremos.
Pensar en términos de utopía es pensar en términos de futuro, es decir, de historia. Habitar por tanto la utopía es saltarse las cadenas del eterno-presente que todo lo consume, que todo lo controla, que todo lo hipermediatiza en la cadena sin fin de informaciones que recorren el globo en tiempo real. Demasiado en estos tiempos.
Demasiado porque los desplazamientos han sido tantos, la estratificación de imágenes tan condensada, la alegoría tan ampliamente embadurnada con cualquier fantasmagoría que llevarnos a la boca y con la que jugar al glamuroso juego del fetiche-mercancía, que ya no se sabe ni donde estamos.
Y esa, precisamente, es la pregunta por la que debemos empezar: ¿dónde situarnos?, ¿desde donde intentar este autocatapultarnos utópico? Desposeído de un tiempo subjetivo, anestesiado en sus deseos consumistas, paralizado en lo rizomático de sus estructuras construidas para el rigor panóptico y la autocensura, nada que tenga que ver con la eventual identidad del sujeto puede hacer las veces de fundamento.
Aquí como allí, tanto dentro como en lo externo, la democracia hipertecnologizada del instante ahora real, debe ser la frontera de la que fajarnos y de la que partir. Solo partiendo de lo que se quiere dejar atrás se efectúa la sinrazón que toda utopía debe llevar en sí misma. Porque la utopía es eso: el fino hilo que conecta el envés y el revés de aquello a lo que se ha de hacer frente.






Y si el tiempo, condensado como siempre real en la red de redes de la comunicación, es global, el espacio es, simétricamente, en cada parte siempre el mismo.
Y de ahí parte Chieh-jen: de un no-lugar como garante de la indiscernibilidad de tiempos cronológicos y de un no-lugar como aquello de donde hacer construible la utopía. Indiferencia, por tanto, de espacios para un tiempo dogmático y dictatorial.
Allí se nos dejó, a la intemperie de la fáctica mismidad (la de cualquier tiempo y cualquier lugar) que se enarbola como necesaria para que no aflore el dolor, tan humano, del que existe y del que desea. Y si allí se nos dejó, de allí mismo habremos de salir.
Ese lugar rizomáticamente topológico e indiferencial ante ninguna otra consideración que la que todo no-lugar lleva encima como caracterización no-identitaria, la hace coincidir Chieh-jen con un Museo de los Derechos Humanos. Así, la jugada puesta en marcha por el artista es doble, incluso triple.
Porque si en la constante hipermediación informacional a las que se nos lanza sin fin no se encuentran lugares para la diferenciación, para la crítica, y para el surgimiento de lo específico y la tan temida diferencia ya también tecnificada y mercantilizada, ¿qué no se despliega como identitario en su negarse continuamente sino esos Derechos Humanos con los que la época tecnológica de posguerra quiso comenzar a modo de remiendo ilustrado?
Conceptos como igualdad o libertad son también atrofiados con el cambio de episteme del mundo cibertecnológico de la simulación, pero, en su remitir a la esencia ilustrada de aquello que era el hombre, pueden ser lo primero que haya que intentar que salvar de la quema cibernética.
Una vez encontrado el lugar, el procedimiento ya viene solo. Buscar una grieta, una sutura en el sistema al que pertenecemos y del que queremos salir. Pero el problema es otro. Toda utopía, en cuanto en tanto acción, se da de bruces con el entramado virtual con el que lo real ha devenido simulacro. ¿Cómo actuar si cada acción es inmediatamente revisitada por redes informacionales que la catalogan y la digitalizan al instante haciendo que ella misma pierda todo poder subversivo?
Esto Cheh-jan lo sabe y por eso sabe que todo lo que ocurra en ese Museo ha de ser vigilado por una cámara. Pero en eso también consiste el intento de utopía, en vérselas con el poder omnipotente y devorador al que el propio entramado de cualquier acción es adherido sin remisión alguna. Porque solo así es posible que surja la rebeldía.
El hombre, lo que queda de un hombre inexpresivo y reducido no ya a un dato burocratizado sino a carnaza abducida en su ciudadanía como consumista, desposeído de todo excepto de su rostro, recorre las estancias de la memoria de la distopía en que se ha convertido sus derechos y garantías. A mitad de camino entre la tragedia que la prometida utopía cybor ha convertido al hombre y un zombie, el grupo busca algo que lo de forma. Un rito o una acción colectiva que lo dignifique como tal. Simulando una danza, sus pequeños y torpes pasos generan el ritmo suficiente, la repetición necesaria, para que la chispa sea encendida.
A partir de ahí solo cabe construir; seguir siendo vigilado pero construir; allí mismo, en el mismo centro de la desposesión que todo no-lugar viene a significar. Grabados, existiendo todavía como meros datos relacionales con los que dar cuenta a perfectos sistemas de control, el grupo haya alguna lógica interna por la que…. Quizá no valga de mucho, quizá incluso la comodidad del cyborg o el zombie, adiestrado como nadie en el cinismo de dejarlo todo pasar, haga de la utopía un lugar tan inhóspito como indeseable. Pero también es verdad que solo de ese plus de sociabilidad ya perdida puede acontecer lo inesperado de una oposición. Las máquinas vendrán a derribar lo construido y será entonces cuando, ya sin apelar a trasnochadas ideologías ni a vanaglorias del pasado, uno pueda levantar la cabeza.


Quizá sea ahora, regresando al lugar del que todos hemos sido desplazados, un lugar que es ahora idéntico para toda la humanidad, cuando en la labor de nombrar, de identificarse cada uno como lo que es, apelando a nuestro vínculo social como lo mas esencial, y, sobre todo, dejando constancia de los demás ausentes, como podamos hallar una grieta por la que recobrar el sentido de utopía tan necesario en estos tiempos.

MEMORIA DEL DETRITUS

KRISTOFFER ARDEÑA
GALERÍA OLIVA ARAUNA (11/DIC/08-23/ENE/09)

Si hay algo con lo que los artistas de este principio de siglo trabajan denodadamente, pese a la fragilidad que se la supone, es con la memoria. Póngase cualquier obra en relación, directa o indirectamente con la memoria, y adquirirá, de inmediato, una profundidad digna de todo elogio. La operación tiene su guasa, ya que, si existe hay que sea menospreciado en esta época no es otra cosa que eso llamado memoria. De tan vacía que ha quedado, no parece otra cosa sino el receptáculo ideal para la simulación perfecta. Una vez deconstruida, tratada con cinismo e ironía, y una vez pasado el trauma, queda el molde, perfecto, para trabajar con él con la ilusión de una nueva época.
Pero quizá sea precisamente eso, su inanidad, lo que provoque su uso casi bulímico: tan vacía ha quedado, que, se llene con lo que se llene, todo parecerá suficiente y adecuado. Y, por supuesto, si es rellenada por alguien que se hace llamar, por él o por quien sea, como artista, la cosa adquiere tintes casi épicos.
Claro está que trabajar con algo tan dúctil y maleable tiene el riesgo de caer en la más absoluta de las nimiedades. De ahí que el tratamiento de esta operación deba de hacerse desde la más profunda de las ingenuidades, creo yo. Tan plano resulta el esfuerzo de hacer uso de la memoria que ni de lejos llegan, las más de las veces, a instalarse en la ironía ni, mucho menos, en el cinismo. Tanta camino se ha andado ya, que el problematizar la memoria, además de quedarse obsoleto, es algo que nadie necesita. ¿Por qué llevar consigo todavía el estigma del dolor y el trauma? No, ya se acabó esa época. Ahora toca hacer uso de la memoria como ingenuidad, como contenedor donde apilar cualquier cosa. Ya se encargarán otros de hacer el asunto exponible y cercano al espectador. Como ya hemos dicho, memoria al gusto del consumidor, exportable y simulacionista.
Pero si la ingenuidad es la característica de esta apilación memorística del arte, su antagonismo es la recuperación de la figura del artista. Porque es él el que propone, el que nos muestra trozos y retazos de una memoria, la suya, que todavía sueña, ingenuamente por supuesto, con elevarse en garantizadora de una memoria colectiva. La jugada está servida. Una vez la memoria se ha fagocitado en la implosión tecnológica, queda como sustrato, como material a gusto del consumidor, listo para preparar mediante un ‘hágalo usted mismo’, y tener aún la desfachatez de proponerse como estrategia de dignificación del arte y del artista.
¿Existe por tanto ingenuidad mayor? Y lo curioso es que, de vez en vez, se logra. El cómo sea esto posible es algo que para el mismo arte resulta misterioso. La ingenuidad, como hijo pobre del cinismo, como heredero de una ironía ya aburrida de sí misma, descansa sobre relaciones sociales y productivas tardocapitalistas que ejemplifican muy claramente el comienzo de un siglo que pretende desasirse de un pasado reciente que todavía intenta dominarle. Salida hacia delante, si se quiere, pero quizá es que no se permitió otra. De ahí su parcial triunfo.
Para no sentir el dolor traumático ya no sirve apelar al ámbito de lo simbólico ni seguir la senda de la hiperrepresentación tratando de deshacernos de él mediante la sobreexposición obscena y abyecta. Ahora solo hay que salir a la superficie de la virtualidad de las vivencias y exponerlas tan ingenua como claramente. No dolerá porque nos hemos desecho de los mecanismos que producen el dolor. ¿Cómo? Considerando el placer, sobre todo el sexual, como juguete con el que trastear y que intercambiar en la economía libidinal capitalista, el dolor no puede ser sino su correlato: un síntoma perfectamente expurgado mediante una ingenuidad delirante y apolítica.
La obra de Kristoffer Ardeña juega con esta ingenuidad memorística que tan pronto provoca la sonrisa, como luego la indiferencia y mas tarde el bostezo. Dos obras destacan de entre las cinco que componen la exposición. En una de ellas, cien toallas cuelgan de unas perchas, en grupos de cuatro toallas por perchas, que sirvieron previamente para secar el sudor de otras tantas cien personas. En las toallas, blancas impolutas, está cosido el nombre de la persona a la que pertenece, o pertenecía, el sudor. Ejercicio memorístico, por tanto, en el que se juega con la pertenencia íntima del fluido ahora hecho objeto de arte y desposeído de su valor inicial.

Un video al lado nos muestra el camino del artista con sus cien toallitas recogiendo el sudor de los cien transeúntes. Paseo artístico de la decadente ingenuidad actual, paseo del trapicheo y lo absurdo de un arte que se alimenta de estos residuos, alegres y ya venidos a menos, de lo que fue el desastre postmoderno.
La siguiente obra sigue los mismos derroteros de pánfila reconstrucción de lo memorístico mediante una apelación al detritus del ‘tempus fugit’. Casi se puede hablar de la memoria como sustrato del desperdicio. En seis o siete mesas, de cinco persona cada mesa, se han depositado restos de comidas. Coca-colas, botellas de vino, bolsas de patatas, etc; todo un despliegue de basura y desperdicio. La gracia viene al percatarnos de que lo que hace las veces de mantel son las servilletas en las que el artista ha ido apuntando día, hora, lugar y compañía con las que ha ido realizando diversas comidas a lo largo del último año.
Aquí ya la sensación de muermo es implacable. Todavía tenemos los arrestos de leer unas cuantas de esas servilletas, pero ya no podemos más. Todo es tan descorazonador, tan chapucero, tan ingenuamente digno de considerarse como algo artístico que no sabemos muy bien si irnos por donde hemos venido, camino de alguna tasca donde ejercitar, nosotros también, nuestra memoria, o bostezar ante lo descorazonador de un arte tan venido a menos que no es capaz ni de hacerse consciente de sus miserias.
Quizá sea el arte lo único que falte a la mesa de esos restos y detritus: consumido en su propia antropofagia, si lo único que le queda es esta sobrexposición del burdo exhibicionismo artístico mejor que nos apostemos en otro merendero.