miércoles, 18 de noviembre de 2009

UTOPÍAS DE HORMIGÓN


PIER STOCKHOLM
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 27/10/09-05/12/09


Si algo ha ayudado a la arquitectura a labrarse una posición dentro del campo de las artes desde luego que es el caudal de utópica reflexión que es capaz de poner en movimiento a lo que primero cabría apelar.
Tanto es así que hasta el momento en que la arquitectura no se vio liberada de su carácter de mera ‘tecné’, hasta que dejó de plantearse como un saber sobre la construcción de viviendas, la arquitectura era condenada sin ningún tapujo al último escalón dentro de las artes.
Pero lo cierto es que, callada, silenciosa en su postración, la arquitectura sólo esperaba su momento: lo descomunal, el mausoleo gigante, el lugar ideal en el que se desarrolla una ciudad o incluso un país, todo ello puede ser plasmado sobre un papel de manera que, aunque se sepa es algo imposible de llevar a cabo, plantee, dentro de esa misma capacidad utópica que hemos indicado, una nueva forma de pensar las relaciones del ser humano con el entorno que le rodea.
De esta manera, la arquitectura guarda hoy en día en su seno mayor potencial que muchas otras prácticas artísticas: la reflexión que se ha de hacer previamente a la propia construcción conlleva en sí misma una potencialidad utópica desconocida para la práctica totalidad de las demás artes.
En su faceta de pensar utopías, la arquitectura se sitúa por pleno derecho como una de las artes más específicas de cada tiempo. Y es que, a fin e cuentas, todo habitar conlleva siempre una metafísica y es en sí mismo una cuestión política. Así, de Piranesi a Virilio, la arquitectura hace gala de un poder de reflexión sobre el futuro que se acerca a veces a pura ciencia ficción pero que, al mismo tiempo, pone al ser humano en contacto con lo más primigenio de su esencia: habitar un lugar, darle forma, producir en él y desde él.

No es entonces circunstancial el punto de contacto que pudo haber rastreado Foucault en su genealogía del saber con los dibujos de cárceles de Piranesi: con la autonomía del sujeto que nace en la modernidad, el espacio pasa a ser un dato subjetivo, no algo dado ya de antemano. Es decir, el individuo, situándose en el espacio circundante, puede generar o percibir el espacio de manera exclusiva. Pero siendo como es la razón ilustrada deudora de su propia contradicción interna, ¿qué pasa si ese sustrato que es el espacio no se da o si el sujeto es imposible de tenerlo claro? A eso es a lo que da respuesta precisamente Piranesi. De acuerdo que el espacio es ahora solo posible si el sujeto lo recompone en su mente. Pero las cosas se tensan, las escaleras de sus cárceles no terminan, o terminan para comenzar de nuevo detrás de un pilar, las puertas no van a dar a ningún lugar, los puentes se entretejen entre ellos dando lugar a situaciones arquitectónicas imposibles. Conclusión: el apenas emergente sujeto emancipado es libre… ¡para perderse! O, mejor aún, es libre sólo para que alguien le indique la salida.
Quizá los últimos utópicos que hayan podido utilizar el dibujo dentro de esa vertiente utópica y metalingüística a la que nos hemos referido, puedan haber sido Rem Koolhas con su ‘Delirious New York’ y Bernard Tschumi. Una vez derruido el funcionalismo pragmático y el racionalsimo metodológico del que hacía gala la modernidad, había que sentar las bases (o quizá trascenderlas) a golpe de boceto utópico de lo que sería la nueva construcción.
La exposición que actualmente se puede ver en la galería Casado Santapau y que tiene a Pier Stockholm como protagonista, parece seguir estas mismas derivas metalingüísticas y utópicas del dibujo arquitectónico. Bajo el lema que reza en una de las paredes de la galería, “God (and L. C.) promises a safe landing, (but not a calm voyage)’, su obra parece vérselas cara a cara con el legado arquitectónico de Le Corbusier. En sus bocetos pueden verse edificios que explican por si solos una época, como puedan ser la Villa Saboya o la Cité Radieuse, alterados en escala y relación, o nadando bajo el peso ingrávido de una gravedad cero que lo hace desconectarse de su eminente carácter funcional. Otras veces se trata de un cruce de caminos entre el edificio en sí y unas columnas griegas que hacen de inusitados ejes de perspectiva.



Quizá lo común a todos los bocetos sea una extraña sensación de movimiento, de extrañamiento cinético frente a unas formas que nos son del todo conocidas. Pero hasta ahí creemos que llega todo. Sin duda alguna, el apelar al arquitecto suizo para plantear una suerte de utopía deconstructiva más que constructivista, se nos antoja un esfuerzo que, al igual que los edificios que propone, se desfondan en una modernidad que ya ha sido ampliamente superada.
Pero, aún así, quizá toda la gracia radique precisamente ahí, en vérnoslas con una sociedad, la nuestra, que sigue atrofiada en la densidad burocrática que llevó a Le Corbusier al fracaso, se mire por donde se mire, de su ciudad hindú de Chandigarh. Porque, al igual que él, nosotros también fracasamos al plantear una sociedad igualitaria y justa que, por el contrario, no hace más que crear puntos dinámicos de entropía cero donde las estructuras de control y la topología de las redes sociales se transforman en macizos de hormigón que disimulan a la hora de deslizarse por la pendiente del simulacro global.
Ver el diálogo absurdo entre la modernidad y los ornamentos griegos, descubrir aún la construcción sobre unos pilotes que se hacen puntiagudos antes de saber que no hay ya suelo que les afiance, comprobar los rudimentos del brisoleil en la época de la cibernética, quizá no tenga más que una salida airosa: crear con ellos una nueva forma de ruina para desde ahí, con toda la candorosa inocencia de la que se pueda hacer gala, plantear nuevas soluciones para unas sociedades que se periclitan en fosilizados y burdos mamotretos de hormigón.

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