lunes, 30 de noviembre de 2009

APOLOGÍA DE LA CEGUERA


CARLOS LEÓN: 'SUPERPOSICIONES'
GALERÍA MAX ESTRELLA: 10/11/09-10/01/10


El pliegue se ha cerrado. El tiempo queda desanclado de su origen. Como dijo Canetti, la historia, desde cierto momento, desde la sutura del pliegue si no incluso antes, ha dejado de discurrir.
¿Qué queda entonces? Si como decía Brea en uno de sus ensayos sobre el efecto barroco en la postmodernidad, “el espacio de la representación deviene máquina que se autoproduce”, lo cierto es que dicha máquina ha sufrido un colapso, un fallo, un accidente debido a la hiperactividad que todo simulacro conlleva.
Tensionado hasta los límites de la semiótica barroquización del mundo, el hecho mismo de significar ha devenido fantasmagoría pura en un mundo en el que la diferencia entre espacio profano y espacio sagrado (en terminología de Boris Groys) se ha convertido en una fina y permeable membrana que hace que el ansía por lo novedoso, por la novedad, la convierta en algo tan inestable que el propio hecho de significar, de representar, haya terminado por rendirse a los dictados del oprobio tardocapitlsita.
Todo vale otra cosa, todo remite a otro lugar, todo señala el lugar vacío. ¿Y el arte entonces? El arte, como teorizó Sloterdijk, se repliega en sí mismo, como apunta Perniola, permanece en la sombra. Pero, es eso, y también mucho más. Es saber que, a estas alturas del partido, o quedan ya sólo los minutos de la basura y lo suyo es esperar momentos mejores, o todo queda aún por definirse. Así, quizá es que el arte haya hecho dejación de principios viendo lo que se le viene encima, pero también, y aquí es donde creemos no equivocarnos, permanece ahora más que nunca ensimismado con su propia negatividad, con sus excesos originales, que no son otros que hacer de lo invisible lugar para la resistencia, para, de una vez por todas, en el límite que la absoluta cosificación de la obra como mercancía propone, verse libre de la primacía de lo visual y proponerse como negatividad pura
Si como decía Benjamin los objetos se nos han venido encima, el arte sabe que su estrategia ha de ser, se quiera o no, definitiva: retirarse a ámbitos de lo invisible, extremar la negatividad inherente al concepto de arte y proponerse como resistencia en el límite de lo visible.



Quizá fue Lyotard el primero en percatarse de tal momento de gloria del arte cuando todo parecía perdido. En el prólogo al libro de escritos de Kosuth sobre la supuesta tautología conceptual sobrellevada al arte, el filósofo francés escribe: “lo perceptible no se percibe completamente; lo visual es más que lo visible”. Y continúa: “la tautología visible y legible This is a sentence, insinúa la frase antinómica necesariamente ilegible This is not a sentence, but a thing.”
Una cosa, a thing, das Ding, dice Lyotard. El arte, en su exceso, en su no-coincidencia consigo mismo es una cosa que falta siempre a su lugar. Estamos en los alrededores de lo psicoanalítico: lo siniestro es la alteración de lo que se da a la visión, lo que se supone que tendría que estar ahí; el objeto perdido pese a la promesa de que nunca faltaría a la cita. Es la mirada, la mirada de la falta del objeto, la mirada que descubre la falta genital de la madre, y que inaugura el trauma. Lo originario queda por tanto ligado a la ceguera de la mirada, la mirada que mira sin ver.
El origen del arte, ahí de donde le viene toda la negatividad que después ha ido desarrollando como producir ilustrado, coincide con la ceguera del ver, con la mirada que no mira nada salvo la falta del objeto a su lugar.
En este sentido, lo siniestro en Lacan sería la imposibilidad de lo Real, la evidencia del lugar vacío. Sería un más allá al “realismo traumático” sostenido por Hal Foster a la hora de trazar las líneas maestras de un arte que operaría “desde lo real entendido como efecto de la representación a lo real como evento del trauma”. Porque, en este sentido, la invisibilidad del arte de lo siniestro sería evidenciar ‘la falta de la falta’, darse de bruces con el hecho de que la mirada traumática de lo Real, una vez agujereada la pantalla-tamiz, no consiste en abyecciones escatológicas o hiperrealistas como pruebas del trauma, sino en la angustia del no ver nada.
Quisimos ver y, de tanto ver nos hemos quedado ciegos. No es sólo la premisa de Baudrillard de que el arte postmoderno produce imágenes donde ya no hay nada que ver, sino que hemos visto la escena primordial, el acontecimiento originario: que, tras el señuelo, no hay nada. Lo siniestro es precisamente eso: la imposibilidad de lo Real como lugar vacío y ante el cual nuestra mirada ya nunca más podrá ver.
Las pinturas de Carlos León que actualmente se pueden ver en la galería Max Estrella, parecen querer seguir esta atrofia del ver que hemos intentado delinear hasta aquí. Sus obras parecen cercanas a las representaciones románticas de bosques y paisajes, solo que hipertrofiados en la vorágine de la imagen, anuladas por las interferencias y fricciones de un representar que, una vez alcanzado el límite de su semiótica, se deshacen en borrones, en manchas, en estratificaciones procesuales como huellas de la hiperactividad libidinal capitalista. Sus obras, por tanto, parecen evidenciar que, como ya hemos dicho, ya no hay nada que ver.
Sus pinturas ejemplarizan lo siniestro del paisaje postmoderno: después de la física y de la metafísica, nos encontramos en la patafísica de los objetos y de la mercancía, en una patafísica de los signos y de lo operacional. Lo mismo que teorizó Virilio: después de que el objeto fuese masa, después también de que su esencia fuese la energía, ahora le toca el turno a la información como esencia del objeto. Así por tanto, todas las cosas quieren hoy manifestarse. Los objetos técnicos, industriales, mediáticos, todos los artefactos quieren significar, ser vistos, ser leídos, ser registrados, ser fotografiados, ser museografiados. La conclusión, una vez más, es más que obvia: la dromótica de la velocidad límite del signo-mercancía hace que, después del accidente, ya no quede nada que ver.



La realidad ha devenido lugar insoportable, lugar de la ceguera y del vacío. Lo Real se ha convertido en imposible: la angustia nos esencia porque no vemos ya más que la huella de una huella, la falta de una falta. Borrones, interferencias, fricciones, cúmulos, inestabilidad procesual. No se puede hacer más. Carlos León es pintor abstracto y sabe que, en el límite, lo abstracto ah de coincidir con el repliegue de la representación en sí misma, en el pliegue hipertrofiado en una mirada incapaz ya de ver nada. El arte se compunge ante esa doble caricatura que hace de la necedad status estético y de la frivolidad ámbito desde el que postular la completa simbiosis entre arte y vida. Es su otro, su cosificación redundante en publicidad la que ha logrado tal simulacro. Después del hiperrealismo traumático, del hiperrealismo de lo abyecto, el arte sabe bien cual es el siguiente paso: recluirse, hacerse invisible siguiendo los dictados de su original negatividad.
Sólo así el arte puede dar cuenta de su original negatividad y postularse como ámbito de resistencia. Porque, ¿cuánto tiempo soportaremos así?, ¿cuál es nuestro destino como ciegos habitantes en la superficie libidinal del simulacro hipercapitalsita? Esperamos el Accidente. La máquina fallará y todo saltará hecho añicos. Pero lo realmente siniestro es que, como siempre, la negatividad del arte irrumpe con su afilado corte: si no cabe ya nada que ver, es porque lo hemos visto todo y sabemos que, detrás de lo Real…no hay nada. Es decir, nada saltará por los aires y aún así hemos de resistir. ¿Porqué?, ¿para qué? Somos siniestros, muy siniestros…

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