domingo, 5 de julio de 2009

LA MELANCOLÍA COMO SÍNTOMA


JERÓNIMO ELESPE: ‘LAS TRES VIDAS’
GALERÍA SOLEDAD LORENZO: 16/06/09-23/07/09

Entrando en esta exposición, a uno le atrapa de inmediato una liviandad extraña, una ingravedad etérea propia de otros tiempos. Una desacostumbrada rareza es la que se siente al recorrer, uno por uno, los pequeños cuadros que conforman la muestra. Rostros baudelairianos, rimbaudescos, propios de ensoñaciones románticas, son el tema principal de estas obras de pequeño formato.
Ese rostro, repetido como recurrente en la muestra, mira con unos ojos desacostumbrados, unos ojos renacidos de las cenizas de esta época maquinal y artificiosa. Su mirada, la ejecución completa del retrato, guarda parentescos evidentes con la pintura romántica más sombría, con la capa telúrica de imposible sublimado de Friedrich, con la espesura romántica lordbyriana. Pero al mismo tiempo, es algo más. Mucho más.
Como a medio hacer o a medio camino de su esfumatto definitivo, recortándose la figura contra un fondo azul-noche que lo sepulta o que le da existencia, el cuadro se mantiene como en un equilibrio perfecto. En definitiva, dialogando con una tradición que lo hace ya imposible e inviable, o que aún se esfuerza por mantener la luz necesaria para un último y encomiable esfuerzo, es como la obra adquiere su profundidad propia. ¿Serán esas dos de las posibles vidas de las que habla el título de la exposición?



Y, en el intersticio de esa posibilidad de la pintura que se debate entre diluirse o emerger, surge el asunto propio de su exclusiva representación. Porque si de algo es reflejo ese rostro es de la nostalgia por el peso de las cosas, por la opaca densidad que cubría cuerpos, materias y estratos. Si el romanticismo ha de ser algo, es precisamente esa desesperación por la infinita pesadez poética que cubría el mundo hasta en sus ensoñaciones más nocturnas.
Humano, infinitamente humano. Tan humano que en su límite con el insondable abismo de lo nocturno es donde esa pesadez se vuelve nueva mitología, nuevo poetizar y nuevo sentir. Así es como hemos visto siempre esos retratos: fascinados en el despliegue de su intrínseco poder como aglutinantes de todo el dolor que tanta novedad había producido en ellos.
Novalis desesperado en la noche ante la tumba de su amada, la turbia mirada de Baudelaire anestesiada de opio, Hölderlin esperando, en su locura, el regreso de los dioses, Poe desangrándose cuento a cuento en un diálogo alcolépsico con los poderes emergentes de la noche; y, por último Rimbaud, para quien ya no había otro lado y, después de pasar su temporada en el infierno, no vio más salida posible que convertirse en mercader de esclavos.




Humano, demasiado humano. Tan humano que estas pequeñas miniaturas no dan fe sino de esa imposibilidad ya de mantener la utopía de la fuga. Melancolía por tanto, la melancolía que es incluso demasiado para un hombre, el posmoderno, que ha hecho del cinismo su pathos existencial. ¿No será entonces esa tercera vida la nuestra propia, la de quien se sabe mecido en una melancolía tan profunda que la confunde con su propia síntoma?
En definitiva, se trata de una pintura que se explica por si sola, sin recurrir a nada más que a su característico desfondamiento en su misma imposibilidad, que se configura como la ensoñación que ya no se puede mantener, y que, al mismo tiempo, se enfrenta con los fantasmas que rigen lo específico humano: la tragedia de su dolor nocturno como principio de heroica subjetividad.

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