domingo, 5 de julio de 2009

LA INGRÁVEDAD ESCULTÓRICA EN EL ESPACIO POSTMODERNO

MAYTE ALONSO: “CALIGRAFÍAS DEL ESPACIO”GALERÍA TRAVESÍA CUATRO: 13/05/09-29/06/09
Si tuviéramos que decantarnos por una caracterización del arte postmoderno, seguramente la referencia a la implosión espacial que las distintas artes han sufrido estaría en un lugar privilegiado. La razón estribaría en que lo común a muchas prácticas artísticas actuales es no tanto la interdisciplinariedad recurrente, como la búsqueda y generación de un espacio que surge de la amalgama de diferentes técnicas.
El ‘tour de force’ que originó el minimalismo, haciendo depender de la percepción del espectador el surgimiento de un ‘algo más de la obra’ que la cumplimentase, estaba ya dirigido a la creación, vía perceptiva, de un espacio que hasta que la mirada no se hubiese posado en la obra, no existía. Pese a lo que pudiera parecer, la amplitud de este fenómeno es mucho mayor que un simple trastocar las estructuras de la fenomenología de la recepción. Si en Kant el espacio, junto al tiempo, eran condiciones a priori de la sensación, ahora este proceso queda invertido. La escultura no ocupa un lugar, sino que lo genera. Es decir, quizá tenga razón aún Kant al deducir la trascendentalidad apriorística del espacio del hecho de que sí que se puede pensar un espacio vacío pero no se puede pensar un objeto sin espacio; pero, no obstante, existen espacios que son generados con posterioridad a la acción perceptiva.


Pero, aún habiendo hecho referencia al minimalismo, este proceso de inversión de las condiciones de la recepción estética ha transcurrido por todo el siglo XX, primero como consecuencia de las huidas hacia delante de las vanguardias, hasta haber terminado en la idea establecida por Rosalind Krauss de campo expandido.
Y es que todo, en su fuero interno, guarda una asombrosa e implacable lógica. De la inversión en la relación percepción y espacio da cuenta una lógica del monumento que, después de haber sido el eje fundamental de la escultura durante milenios, se encuentra desquiciada en una referencialidad que intenta seguir apelando, en su recurrencia al pedestal, a un significado fijo y estable. No hubo que esperar a las novedosas teorías post-estructuralistas del giro semiótico (coincidentes en el tiempo, oh milagro, con el minimalismo) para que la lógica del monumento, que ya cojeaba desde las vanguardias, se viese ya imposibilitada.
Ahora, desde la irrupción del primer arte postmoderno, el monumento no es sino una abstracción; más que lugares lo que hay son carencias de fundamentación, el deslizamiento de todo significar gracias a un nomadismo de las referencias hace que la falta de sitio, de pedestal, se convierte en la conclusión obvia.
De tal manera es esto así que la propia Rosalind Krauss concluye que “el campo expandido se genera así problematizando la serie de oposiciones entre las que está suspendida la categoría modernista de escultura”.
Pero, aún con todo, la situación actual del arte es más heredera de la apertura del pliegue de representación y que fue barroquizado hasta la recurrencia alegórica como única salida (véase años ochenta), que de esta generación de campo expandido al que hemos apelado más arriba. Porque, aún siendo cierta la importancia capital de la inversión fenomenológica que hace que la escultura se deslinde por completo de lo monumental, la otra causa hay que buscarla en la desbarroquización semiótica del representar.



Pinturas que son esculturas, esculturas que se amplían hasta ser objetos arquitectónicos, fotografías que se hacen tridimensionales, espacios públicos que se convierten en espacios de representación, etc.: el pliegue representacional amplía sus márgenes en una operación que hace gala de las querencias actuales por la fantasmagoría, por los trucos hipervisibles y por un obviar los disimulos que se suponían debían ser velados. Nada se guarda ya en la recámara.
Las esculturas de Mayte Alonso, por tanto, aún basándose en lo expandido de la escultura que roza los límites con la arquitectura y que hace surgir el espacio expandido bajo la mirada del espectador, se decanta más por ese ‘caligrafiar el espacio’ al que alude el título de la muestra.
Tensionar las formas, hacer inmaterial el peso escultórico, crear un espacio como grafía y huella del disolverse de lo material: sin trampa ni cartón, el decorado de su misma representación escultórica se diluye en los procesos ingrávidos que dan cuenta de un espacio que ya no es que no esté dado con antelación a la percepción, sino que, aún después, queda como una extraña tensión de formas desmaterializadas y amorfas.
Su escultura, en este orden de cosas, es el epílogo a la referencialidad monumental y mausolítica de la que la escultura ha hecho gala desde sus orígenes. De un significar que se insertaba, gracias a la jerarquía que imponía el pedestal, en las relaciones unívocas entre el mundo y el espacio del representar, pasando por la problematización de los discursos modernos a la hora de hacer expandir esa relación de referencialidad ya imposible, hasta un desinflarse del espacio perceptivo en una ingravedad tensional de formas que requieren de unas nuevas relaciones visuales.
Quizá el atrevimiento de su obra radique en eso, en atreverse a plantar cara a la inmaterialidad del peso en el que todo espacio representacional, ya sea este escultórico o arquitectónico, se asienta y de las nuevas formas de relaciones espaciales y perceptivas que provocan.

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