domingo, 24 de febrero de 2019

LA FAVORITA: DE KANT A SADE. ATRAVESANDO FANTASÍAS



Hay una famosa frase de Lacan que dice, más o menos, que aunque quizá el loco sea loco por creerse Napoleón, mucho más loco estaría Napoleón si realmente se creyese Napoleón. Así dicho, la cosa puede resultarse un tanto enigmática o quedarse en el lacónico “ni yo mismo sé quien soy”. Pero, sin negar en parte la verdad de ambas tesis, lo que la cita lacaniana trataba de decir es que toda decantación subjetiva está sostenida en una fantasía concreta: aquella que le da soporte, aquella que no solo viene a llenar el vacío constitutivo de toda subjetividad sino que le da forma y estructura. Dicho de otra manera, por muy Napoleón que sea Napoleón, Napoleón solo será la identidad sostenida por una fantasía concreta.
Para ver qué fantasía es esta habrá que irse a quien más ha aportado a la teoría lacaniana en las últimas décadas: Zizek. Según él, en el origen hay siempre un exceso –un exceso de vida, un exceso de razón– que hace descabalar toda idealidad, toda armoniosa ilación de enunciado y enunciación, de significado y significante, de placer y goce, y que hace que en el núcleo opere un fallo, un lapsus, un error fundacional capaz de desintegrar toda formación conceptual. Siendo esto así, la fantasía es una construcción inconsciente llamada a frenar el desbarre de negatividad a la que la pulsión de muerte (nombre para ese exceso) somete a todo conato de identidad.
Pero la paradoja está en que dicha fantasía no solo detiene el avance de ese exceso traumático sino que lo sostiene manteniéndolo a la distancia precisa. Ambas cosas se dan, al mismo tiempo, en el andamiaje simbólico que la propia fantasía construye. Nótese como apunte que, contra la opinión común en temas lacanianos, lo Real (ese exceso que como pulsión de muerte rodea de negatividad a todo ejercicio de simbolización) no es algo que advenga una vez se da la simbolización –como un resto imposible de construir– sino que es inherente a la simbolización: es condición intrínseca de ese orden simbólico ya que éste se construye a través de una fantasía que, precisamente, trata de sostener y estructurar dicho exceso.    


En definitiva, si algo somos no es un “yo” centrado, con nombre y apellidos, con unas características determinadas, sino una fantasía andante, apunto siempre de restañar los puntos por donde lo Real amenaza con desintegrar nuestra subjetividad, un ‘je ne sais quoi’ que hace lo que hace sin saber realmente porqué, siguiendo un mandato traumático que desconoce. Así, si por una parte Napoleón era Napoleón (aquel que nació en un espacio/tiempo determinado y cuya biografía es precisamente la de Napoleón), Napoleón es también la fantasía ya no solo que le otorga identidad subjetiva concreta sino que también mantiene su exceso constitutivo a la distancia precisa para que el ejercicio de subjetividad sea constantemente amenazado/sostenido por ella.  
Y, claro está en todo este desarrollo, quien dice Napoleón dice la Reina Ana Estuardo (1665-1714): toda la película La Favorita no es otra cosa que las relaciones de la propia reina con su fantasía, aquella construcción simbólica que por una parte la coloca en un emplazamiento concreto, dentro de unas coordenadas determinadas a las que debe de obedecer para seguir siendo quien se dice ser –la Reina–, pero que por otra parte también le amenaza continuamente con fragmentarla, con hacer implosionar su decantación subjetiva merced a ese exceso (error, lapsus, pulsión de muerte) que la propia fantasía estructura.
            Y si hablamos de relaciones con la fantasía de lo que estamos hablando es de ver a qué orden está obedeciendo. Y es que si la Reina “consiente” en ser la Reina –igual que cada uno de nosotros en nuestra propia fantasía, avenimos a ser quienes somos– es porque obedece una orden: un mandato traumático y sin sentido encaminado a satisfacer el deseo de un Gran Otro pero que, a decir verdad, no sabemos qué es lo que desea. Es decir: la fantasía no se construye como una aparato especular que bajo determinada perspectiva logra que el yo simbólico coincida con el yo imaginario sino como una máquina libidinal llamada a secretar placer capaz de satisfacer las demandas de ese Otro, unas demandas –esto es lo importante– que al no saber cuales son las construimos a través precisamente de la fantasía, resultando entonces que la fantasía no es solo quien pone freno a nuestro deseo sino que lo estructura.   
            Es así entonces que la Reina Ana, como todos nosotros, se pasa la vida obedeciendo aún cuando pareciera ordenar: buscando algún deseo al que poderse plegar para alimentar a su fantasía y así no toparse con ese exceso que amenaza disolverla. Obedeciendo a cualquier sustituto que tome la forma de ese Gran Otro, obedeciendo de cualquier manera pero, eso sí, secretando al cantidad de placer como para que la fantasía no se venga abajo. En eso se basa sus relaciones con cada una de las favoritas: primero con Sarah Churchill, Duquesa de Marlborough y después con Abigail Masham, Baronesa Masham. El placer que encuentra en brazos de cada una de ellas son intentos de responder a esa pregunta que le lanza el Gran Otro y para la que nunca hay respuesta: ¿por qué soy lo que soy?, ¿porqué ocupo este lugar en la red simbólica? Dichos encuentros, en lo furtivo que tienen, se adecúan mejor si cabe a esa obediencia sin paliativos que la fantasía requiere: simulan una desobediencia, simulan un dejarse sumir en los propios deseos y caprichos del sujeto cuando no son sino el intento cada vez despótico de una fantasía que, para su sostenimiento, la exige cada vez más cantidades de libido.  


            Ese placer consumado sería algo parecido a la noción lacaniana de ‘point de capiton’ (punto de acolchado): cierra sobre sí mismo todo antagonismo creando un campo subjetivo completo, el punto que da significado a todos los demás. Pero no en el sentido que pudiera derivarse de comprender su “ser lesbiana” como de mayor saturación de significado que, como cabría esperar, el “ser Reina”, sino en el sentido de la capacidad de respuesta que el placer conseguido tiene para responder a su propia fantasía.
Y es que, en la base de toda la película, está que la Reina no termina por soportar a su propio fantasma, no termina por darse por satisfecha con ese placer capaz de dotarla de identidad plena. En el límite es que no le basta con “interpretar” sino que tiene que “atravesar”: no le basta con basar su fantasma en un desplazamiento básico por el cual su sexualidad lésbica sería la forma manifiesta de una sexualidad cuya forma latente sería la frustración de los 17 hijos muertos –el placer lésbico sería la fuente de goce necesaria para alimentar una fantasía que requiere mucho montante libidinal para sostenerse en la totalidad subjetiva de creerse la Reina– sino que, superando esta interpretación, su goce le hace ir más allá…más allá de su identidad, de ese fantasma que le dice ser la Reina Ana, más allá de su propia fantasía.
Para ello, para atravesar su fantasía, la Reina tiene que transformar ese placer en goce: debe transformar la sensualidad caprichosa de una Reina por el goce absoluto. Debe dejar de perseguir un placer como mandato superyoico para, no cediendo en ese deseo, apostar por el carácter incondicionalmente absoluto del acto. Debe de hacer de su placer algo que no se reconozca como respuesta al deseo del Otro. Es decir: debe pasar de Kant a Sade. Debe apostar por lo excesivo que hay en la dimensión fantasmática de su placer, por ese plus que hace que el deseo no cuadre ya en ninguna interpretación. Explicando esto brevemente, si la moral autónoma de Kant, en su ruptura absoluta con la cadena del ser, supone que en último término se sigue la ley moral simplemente porque es ley y que ello, lejos de provocar una sensación de alienación, provoca un goce suplementario, un cierto plus-de-goce, el paso a Sade –el ejercicio que hace la Reisa y que conlleva el atravesar la fantasía–  sería obedecer la ley pero de modo absolutamente incondicionado, lejos de la paradoja ley/superyó, lejos de cualquier condicionante.


Debería, en último término, revertir la situación en que se produce su placer para que no sea empleado por la fantasía para su sostenimiento/amenaza sino que, reconvirtiéndolo en jouissance imposible, en puro goce, no sea interpretado como respuesta a ningún Gran Otro, a ningún mandato. Semejante momento solo sucedería cuando la Reina deje de creer que es la Reina –cuando Napoleón deje de creer que es Napoleón. Es decir: cuando logre desenchufarse de la máquina simbólica a la que se reduce toda fantasía. Si crees, dice la fantasía, llegarás a ser alguien, llegarás a ser quien dices ser; haz como que crees, como te crees la Reina, y llegarás a ser la Reina. Ese ser alguien estará colocado en lo Real de la propia fantasía, y toda obediencia estaría dirigida a quedar encuadrado bajo la promesa de la fantasía: algún día alcanzarás definitivamente ese punto Real en el que serás definitivamente quien dices ser.   
Y, claro está, hay un punto de increencia, un punto en el que la Reina deja de creer en quien es, un momento en el que, por fin, deja de alimentar con su placer a la máquina simbólica que la tiene sometida, de dejar de inconscientemente plegarse a los dictados de una interpretación con la que soportar el andamiaje simbólico que la dice ser quien es. Ese momento es la escena final: el momento definitivo de atravesar la fantasía, el momento del paso de un pasage à l‘act –acto falso en la medida en que se lleva a cabo para evitar un callejón sin salida traumático, evitar confrontación con entidad fantasmática– a un acto auténtico, un acto incondicional. El momento de máximo riesgo en donde se atreve a lo imposible: a comprobar que detrás de su fantasía –de esa fantasía por la cual obedece a ese mandato que le dice ser quien cree ser– no hay nada.
El crujido de los huesecillos de uno de sus conejos bajo el zapato de  le hace despertarse del sueño dogmático: de ese sueño que nos dice que siempre hay una razón, una identidad subjetiva y un placer para todo y por todo. Que siempre hay una interpretación para todo y algo, por lo tanto, que saber aunque a primera vista esté oculto. Descubre, con ese crujido –aunque descubrir es ya usar ese lenguaje del saber– que no hay ninguna razón para sus placeres, su identidad, su ser Reina… 

En definitiva, lo que se constata a lo largo de la película es que la Reina no deja de ceñir sus actos al imperativo moral kantiano, a una ética del deber por el deber que en el fondo no es sino una tiranía superyoica. Igual que decidía los destinos de la patria se enrollaba con una favorita o con otra según la dinámica de sus caprichos, de una voluntad que no es sino la obscenidad de obedecer a Otro con la ganancia de un plus de placer que la mantenga sumida en su fantasía. Porque, dentro de una moral plenamente autónoma, debía, debía incluso dejarse llevar por sus placeres. Pero el acto final de la película supone el empujón que le faltaba: seguir sus caprichos de forma absoluta, no ceder a su dimensión superyoica, abrir la esfera autónoma de la moral kantiana a Sade. La Reina salta, en esa última escena, fuera de la pareja ley/superyó, atraviesa el mandato obsceno y traumático de seguir sus placeres llegando al absoluto incondicional. ¿Y qué descubre?  Descubre que no hay nada que saber, que de lo que se trata no es de dar una explicación a la perversidad de su sexualidad debido a traumas adquiridos –sobre todo por esa maternidad frustrada 17 veces y que toma forma en los 17 conejos que cohabitan con ella– sino de violentar la lógica de su placer alterando la homeostasis del principio del placer y su prolongación, el principio de realidad.
La Reina Ana va en busca de su designante rígido: aquel núcleo imposible, aquella característica más allá de todo mundo posible. No acolcha la realidad bajo los parámetros de un par de características que dicen quién es ella sino que va más allá: aquella característica que hará de ella la Reina Ana bajo cualquier circunstancia y bajo cualquier acontecimiento. Ese algo más en ella –ese exceso, ese objet petit a-, ese algo inalcanzable que por otra parte hace que sea quien es: el significante que mantiene su identidad a través de todas las variaciones de su significado. Para ello tiene que vérselas con el placer/goce que estructura su fantasía: tiene que ir más allá del placer que encuentra en dejarse llevar por el capricho de una relación lésbica con su favorita que oculte/sostenga la brecha que anida en su formación subjetiva –el exceso o fallo con el que, ya indicamos al principio, queda marcada cada decantación conceptual.
El último restregón es un placer absolutamente desinteresado, que no viene a cerrar de ninguna manera la cadena del ser para otorgar identidad a una Reina fragmentada en mil pedazos. El último restregón está más allá del principio del placer, es un ACONTECIMIENTO, un acto autónomo abismal que se fundamenta en sí mismo y que no puede derivarse ni reducirse a ningún orden del ser.


Para acabar solo un apunte. Si la democracia es uno de los problemas más acuciantes a los que nos hemos enfrentado en las últimas décadas, esta película nos da una respuesta que aquí solo dejamos indicada. Igual que la Reina tiene su propia fantasía que la incita a creer que es la Reina, la democracia es la fantasía soportada por la sociedad para crear comunalmente una fantasía: aquella que nos dice que el poder está detentado –sostenido y evitado– por la propia ciudadanía. Como tal, e igual que en lo que refiere a la reina, tiene sus propios resortes traumáticos –la obscenidad de un plus de goce al obedecer la ley democrática, ley plenamente autónoma y que tiene, como la kantiana, su fundamento en ella misma. La democracia dota de identidad no ya a una persona concreta sino a la sociedad en el sentido de que es ella la que ocupa el lugar vacío dejado por el soberano real.
Desde este punto de vista quizá sea más fácil comprender muchas de las derivas democráticas de los últimos tiempos: la democracia no es solo otorgar la voz al pueblo; es ocultar el exceso constitutivo de la sociedad de una determinada manera, siguiendo precisamente los dictados de la fantasía democrática. Para ello, y como toda fantasía, la democracia evita pero también sostiene ese exceso, quedado enmarcado cada partido político en la respuesta a ese Gran Otro que sostiene la fantasía democrática: acercándose o alejándose de su núcleo traumático, de su exceso, de ese plus que viene a decir que la sociedad no existe.
 Quizá, en definitiva, la película sea de época. Pero absolutamente contemporánea al tratar temas que nos ocupan como individuos y como sociedad: cuál es nuestra fantasía, a quien no podemos dejar de obedecer, quienes son nuestras favoritas y nuestros caprichos, y, sobre todo, ¿estamos en condiciones de ejercer la violencia necesaria –en primer lugar contra nosotros mismos– para atravesar nuestra fantasía?

miércoles, 20 de febrero de 2019

MAÍLLO: LIVING TOGETHER

MAÍLLO: LIVING TOGETHER
GALERÍA PONCE+ROBLES



Pintar, hoy, bien entrado el siglo XXI, ¿para qué?, ¿por qué? Podríamos dar razones pero al final todo se queda en una cháchara vacía si no toca el nervio neurálgico del arte: para cambiar el mundo. Pero esto y nada es lo mismo: cada uno tiene no solo su mundo ideal sino su idea de cómo llevarlo a cabo. Pero aún así, pese a tratarse de una tarea inasumible, no queda otra, no hay camino alternativo. ¿La dificultad? Mantenerse únicamente de la fe que uno pueda poner en el arte. En este caso, en la pintura.
En este sentido, si algo puede caracterizar no solo la pintura de Maíllo sino también y sobre todo su toma de posición frente al mundo es el caudal inagotable de fe en la pintura que destila. Una fe que le lleva, como en esta exposición, a acercarse lo máximo posible al núcleo expansivo de la pintura: ¿qué es la pintura?, ¿qué mediación guarda con el mundo?, ¿cuál es el poder demiúrgico que posee? Y si cupiese resumir todas estas cuestiones en la más original: ¿cuál es la relación entre la pintura y el coleccionista, con aquel que contempla el cuadro día tras día?
Pregunta esta última un tanto defenestrada y que trata de evitarse apelando a una generalidad más amplia de público: la sociedad, una totalidad abstracta a la que el arte contemporáneo reclama en vano a través de técnicas más novedosas que permiten, supuestamente, una mejor comunicación con el espectador. Más aún para la pintura, dicha cuestión suscita bastante recelo: su absoluta objetualidad, su vis decorativa y representacional, parece ir en detrimento de su poder transformador. 

Es en esta tesitura que Maíllo se juega el presente de la pintura y su tarea como pintor lanzándose un órdago: si la pintura tiene alguna función social ésta debe de inferirse de su contemplación directa, de la capacidad del espectador –más aún del coleccionista– de entablar una relación disruptiva con el mundo a través de ella. Ni más ni menos. Sin ambages de ningún tipo, sin interpretosis ni victimismo alguno, Maíllo ha llegado a la madurez suficiente como para no hacerse trampas al solitario: todo se gana o todo se pierde, pero merece la pena saber hasta dónde llega aquello en lo estamos poniendo la vida.
Para contestar(se) Maíllo no encuentra otra vía que desplegar su pintura comprendiéndose a sí mismo como un catalizador de inputs, como un traductor de impulsos iconográficos. La mímica gestual que rige su lenguaje es una traducción fisiológica de la voluntad que rige el mundo: una voluntad de verlo todo. Así, Maíllo mira pantallas compulsivamente, ejerciendo una subjetividad sometida a la dromótica que exige semejante voluntad, tejiendo en sus lienzos un mapa de fragmentos, residuos de una temporalidad límite semejante a la del mundo exterior.
En definitiva, Maíllo no hace sino poner a prueba tanto a la pintura como a sí mismo. De haber una salida, de servir para algo, la utilidad de la pintura ha de basarse en la transferencia que la mímica gestual del artista, la deriva impulsiva y explosiva de sus mapas, provoca en aquel que lo contempla.
La experiencia no debe de andar lejos de aquella que Rancière da como ejemplo para la elucidación del “espectador emancipado”: en un número de Le Tocsin des travailleurs, un diario revolucionario obrero publicado en 1848, se lee la descripción de la jornada de un obrero carpintero, ocupado en el entarimado de la habitación perteneciente al patrón: “creyéndose en casa, aunque no ha terminado la habitación que está entarimando, aprecia la disposición: si la ventana da a un jardín o domina un horizonte pintoresco, por un momento detiene sus brazos y planea mentalmente hacia la espaciosa perspectiva para gozar de ella mejor que los poseedores de las habitaciones vecinas”[1].


De lo que se trata es de cuestionar la oposición entre mirar y actuar, comprendiendo que el camino hacia la emancipación del espectador se inicia con la certeza de que mirar es ya una acción que confirma o que trasforma. No se trata de proponer un saber determinado, no es cuestión de conocimientos; tampoco hay ninguna verdad que descubrir bajo las apariencias. Es más bien una cuestión de sensibilidades, de crear un espacio para el encuentro sin medida previa, un espacio libre de actividad donde se masculle en silencio un “vamos” premonitorio. Las reflexiones del propio Maíllo no son muy diferentes: “la pintura crea, así, un asidero material, un espacio donde ya no se trata de comunicar nada sino de transmitir la hospitalidad y calidez propia de un hogar que se hubiese llenado involuntariamente de bártulos”.
Cuerpos por tanto en vibración: el del pintor y el de quien, llegando cansado a casa, contempla el lienzo. Sometidos ambos a la vorágine de un mundo-imagen en constante eclosión. Miradas en busca de una (des)conexión; no una catarsis sino más bien todo lo contrario: una renegociación de los asideros donde descansa la realidad, un desplazamiento mínimo del nudo de posibilidades en el que estamos sujetos. Y, sobre todo, un encuentro entre ambos, entre cuerpos y miradas, entre sensibilidades que capaciten para, de alguna manera, proponer otra canalización del montante de imágenes al que somos sometidos.
            ¿Es ahí donde está la pintura contemporánea?, ¿tiene la pintura una comprensión semejante de sí misma? Pero no solo la pintura: ¿está el coleccionista –aquel que está día y noche sometido a la tensión disyuntiva de sus trazos– al corriente de la potencia de la pintura? Y quien dice el coleccionista: ¿estamos nosotros, está el espectador, a la altura de semejante reto?


[1] Gauny, G. “Le travail à la journée”, en Le philosophe plébéin, p. 45-46, citado en Rancière, J. El espectador emancipado, p 65

domingo, 23 de diciembre de 2018

BANKSY: ALGO EN LO QUE CREER (O NO)



No, no va de la penúltima boutade para mantener a las vanguardias con vida. En ese sentido no –un rotundo no– en contra de toda interpretación basada en la provocación o el escándalo. No, tampoco, se trata del enésimo capítulo de una estética de la destrucción que tiene ya una larga historia detrás. Menos aún una reflexión acerca de lo frágil del objeto artístico. Podríamos dar razones pero María Minera ha enarbolado las suficientes en su texto “La destrucción de la destrucción de la destrucción o el falso suicidio de la obra” como para pasar a otra cosa dejando más que claro que nosotros no lo hubiésemos hecho mejor. Dicho texto acaba dando las suficientes razones como para dejar a Banksy y sus desmanes a la altura del betún: Banksy ni por un momento es el primer artista que destruye su obra. Ni siquiera antecede a otros en el acto de llevar a cabo semejante acción delante del mundo del arte. Tampoco es el puntero cuando se piensa en un subrepticio pintor urbano vuelto artista comercial (antes lo hizo, y mucho mejor, Jean-Michel Basquiat). Y para nada tiene la primacía de poner en duda la capacidad de los coleccionistas para darse cuenta de que están siendo timados”.
Pero entonces, dicho todo lo que no es, ¿de qué fue el asunto? Como punto de apoyo, una escena de la película Roma, de Fellini: en ella unos obreros que estaban realizando las obras para el metro encuentran restos de edificios romanos. Una vez avisados los arqueólogos entran todos juntos topándose ante una vista maravillosa: paredes llenas de frescos bellísimos pero que en cuanto entran en contacto con el aire comienzan a desintegrarse de lo frágiles que eran. De este modo, la propia contemplación de la obra supuso la razón de su destrucción. Este punto de apoyo para al menos disponer de algunas coordenadas clave: estamos en las antípodas de esta experiencia sublime de los operarios y arqueólogos romanos, pero también excesivamente cerca de ellos.
Pero avancemos con otro punto de apoyo para volver, más tarde y para concluir, a esta escena romana. En mi último libro Escenografías del secreto (disculpen la autocita) se deja patente como, al hilo de la ideología imperante –esta ideología invertida que nos deja ver sin cortapisa de ningún tipo la verdad de su secreto: que todo saber es ideológico–, el mercado del arte tiene una función y un sentido muy claro: “quizá el único sentido para todo esto es que el coleccionista encuentre la adrenalina necesaria en el hecho de que cuanto más sinsentido haya en una compra más se evidencia que se posee el único saber validado por la ideología: que uno está engañado… y lo sabe. Así, contrariamente a todo lo que ha ido funcionando desde que el hombre es hombre, ahora el poder es directamente proporcional a la dosis de “ser engañado” que uno puede, libre y gratuitamente, exponer ante los demás. Es decir, el rey no ha de coaccionar a nadie para que jure que va desnudo: el propio rey sabe que lo suyo es el poder permitirse ir desnudo”.
En una realidad sociopolítica cortada por el patrón ideológico por el cual hemos de hacernos constantemente los suecos y no dejar nunca claro lo que sabemos –que sabemos que todo saber es ideológico y que todo conato de aducir un poso de realidad es un simulacro hipermediático–, el arte permite seleccionar a los mejores: aquellos que no temen entrar en una ámbito de indecibilidad donde, a las claras, se deja patente que saben lo que ha de saberse, que estamos, total y absolutamente, engañados: “son los grandes coleccionistas de arte, las grandes organizaciones volcadas en invertir en arte, las únicas a las que la ideología permite decir el secreto: que todo es pura simulación, que en nuestro régimen de realidad llamado capitalismo esa relación entre valores sobre la que aparentemente se construye no es ya algo solo aleatorio sino puramente fantasmático”.
Dicho de otra manera, el mercado del arte permite conocer el síntoma no ya solo del arte sino de la realidad capitalista global. El mercado del arte opera construyendo una fantasía estética a imagen y semejanza de la ideología actual: aquella que invertida sitúa su falsedad no ya en el “saber” sino en el “hacer”. Su fórmula sería más o menos como sigue: yo sé que es solo una pintura, incluso una mala pintura; yo sé que el arte está feneciendo de impotencia ante el régimen iconográfico que se despliega como realidad; yo sé que no hay razón ninguna ni para llamar a algo arte ni, mucho menos, para pagar la friolera de 1,04 millones de libras (1,180 millones de euros) por una pintura mural. Pero aún así… ¡hago como que no lo sé! ¿Para qué? Unos para indignarse por la situación en la que ha quedado ese ámbito privilegiado del arte, antaño lugar que permitía la producción de excepcionalidades llamadas a subvertir el estado de lo dado desde el que operaban, y otros para beatíficamente cantar y glosar el despliegue del espíritu objetivo en una historia del arte que es necesariamente la que es.


Y otros, unos terceros, los coleccionistas de arte, los coleccionistas de arte capaces de estas “heroicidades”, para cerrar sobre sí mismo el campo antagónico desde el que trabaja la ideología estética, para gozar sus síntomas y, con ello, atravesar la propia fantasía. ¿Cómo y de qué manera? Sabiéndose, como hemos dicho antes, engañados; colocando este saber en primera línea, dando esta contestación al Gran Otro de la ideología: no ya un sí o un no sino un “haz conmigo lo que quieras”. Es decir, superar el saber que la propia ideologa nos ofrece como respuesta ideológica clara y hacer el ejercicio de “saberse” engañado para, con ello, llevar a cabo un trabajo ideológico fundamental: clausurar el campo, encontrar el elemento paradójico que atraviesa toda formación ideológica. Es decir, el síntoma, para gozar del síntoma.
De este modo, y en tanto en cuanto identificarse con el síntoma no es otra cosa que atravesar la fantasía, el coleccionista de arte –el coleccionista de arte de este nivel de empaque, claro está– encarna el síntoma de esta sociedad ya que hace que la sociedad funcione al tiempo que señala su punto de fractura: es decir, clausura el campo antagónico al tiempo que lo hace operativo. ¿De qué manera? Situándose en el centro mismo, entre aquellos que creen en las imágenes y quienes no, quienes creen en su verdad y quienes creen en su falsedad, quienes creen incluso en el arte y quienes no creen. El gran coleccionista de arte se sitúa en el centro mismo de la fantasía ideológica para, gozando de sus síntomas, no dejándose atrapar ni por un “sí” ni por un “no” –acerca de las imágenes, acerca del arte-, atraviesa la fantasía que da forma a la realidad ya que, haciendo obvio que es engañado, patentiza el no haber nada detrás de la fantasía ideológica.
El coleccionista de arte niega y encarna, al mismo tiempo, la imposibilidad de la sociedad plena. Es decir, el coleccionista de arte cierra el propio sistema, clausura la ideología estética: si por una parte tanto para unos –los indignados– como para otros –los beatos–, la figura del coleccionista de arte representa la imposibilidad de la sociedad plena –la existencia de un afuera, de un objeto a, de un exceso–, por otra parte la figura del coleccionista permite la modulación de un antagonismo sobre el que la ideología construye la realidad y la sociedad. Es en esta situación que la importancia del arte en la actuales sociedades es la de servir de termostato ideológico, creando un ámbito pseudo-autónomo de producción de imágenes las cuales siempre y en cada caso estarán o muy cerca de su producción mediática (la vanguardista toma de posición a favor de la fusión arte/vida) o muy lejos (el devenir del arte como ámbito de metareflexión o la vertiente exclusiva del l’art pour l’art), o muy cerca de ser creídas o muy cerca de ser vilipendiadas.
Bajo esta interpretación, ¿qué es la “destrucción” de Banksy sino un tensar la ideología estética? Tensarla para que nosotros –pobres ufanos que aún necesitamos “hacer como si”– nos indignemos un poco más o nos las ingeniemos para ofrecer una interpretación artística a la altura del despliegue histórico del espíritu. Pero, sobre todo –y una cosa tiene que ir pareja a la otra, ya que no se puede ofrecer carnaza ideológica sin que al mismo tiempo alguien encarne más perfectamente el síntoma ideológico que la nueva situación necesita–, para que el coleccionista goce mejor de sus síntomas, para que responda al Gran Otro, de manera más plena y rotunda. En este sentido, la obra de Banksy es un mandato ideológico dirigido a aquel que está en condiciones de atravesar la ideología, de obedecer hasta lo imposible. Y si no, comprueben la obediencia ciega de la coleccionista al confesar que "cuando el martillo bajó la semana pasada y el trabajo se hizo trizas, al principio me sorprendí, pero poco a poco comencé a darme cuenta de que terminaría con mi propia pieza de historia del arte". Es decir: sea lo que sea con tal de que el engaño sea colosal, de que la obediencia sea ciega, de que el goce del síntoma sea absoluto, de que la fantasía –una fantasía tensionada como acabamos de decir– sea atravesada sin duda ninguna.


Así por lo tanto, bien podemos concluir que el coleccionista de arte es lo Real del arte contemporáneo: el significante puro que permite que el arte opere simbólicamente. El coleccionista de arte permite que los demás nos situemos simbólicamente. La respuesta del coleccionista al Gran Otro permite que también nosotros respondamos ideológicamente, que nos inscribamos. El coleccionista de arte permite que construyamos la fantasía, que tapemos con ella el vacío donde, precisamente el coleccionista, se sitúa. El coleccionista no contesta al Gran Otro según el antagonismo vertebrado por la propia ideología sino a través de una respuesta que va más allá…del principio del placer. Responde con una pregunta que no puede simbolizarse ya que su propia respuesta construye el antagonismo donde se sitúan las demás respuestas.
Llegados a este punto bien podemos ya concluir nuestras pesquisas. La obra de Banksy consiste en señalar lo Real de la ideología estética actual al tiempo que la tensa un poco más: ese punto de imposibilidad donde ni sí ni no, ni se cree ni se deja de creer, quizá el movimiento elíptico del significante “arte” en pos de un significado que nunca acude a la cita. La encarnación, por tanto, de la falta en el orden simbólico sobre la que se modula la ideología, construyendo para ello una fantasía que tape el vacío. A su alrededor, como siempre, unos y otros a través de un antagonismo fundacional al tiempo que algo o alguien que selle la fuga, que se sitúe en su misma (im)posibilidad.
 La obra de Banksy, por lo tanto, toma la forma de esos frescos romanos que hemos dejado en suspenso al principio del texto. De igual manera a lo sucedido con los frescos, la pieza de Bansky articula con su mecanismo de autodestrucción la distancia ideológica óptima para que el sistema no se desmorone, una distancia que a partir del instante en que la coleccionista dijo “así sea” es capaz de mayor engaño y falsedad, de someter más óptimamente a todos los que seguimos necesitando una red sobre la que hacer pie apostando por un “sí” o por un “no”.
¿Qué esta situación nos deja a los demás en meras marionetas de una realidad ideológica? Claro está. Para nosotros solo queda el fracaso: el no poder nunca estar a la altura de miras de la pregunta que nos lanza el Otro. Para nosotros solo queda el aclimatarnos con rapidez a la nueva distancia ideológica-estética y acceder a un punto de simbolización a través del cual seguir optando por una creencia en el arte y en las imágenes o por su absoluta falsedad.  

lunes, 10 de diciembre de 2018

FRANÇOISE VANNERAUD: PAISAJES INTERIORES

FRANÇOISE VANNERAUD: UNA PARTE DEL MURMULLO DEL MUNDO SE DESLIZÓ CONMIGO
GALERIA PONCE+ROBLES: 17/11/18-11/06/19


Corren malos tiempos, dicen. ¿Y cuándo no? En todo caso es de tal magnitud el arsenal de derrotas que quizá ha llegado el momento de mantenerse a flote como una boya en mitad del oleaje. Es decir: de mirar hacia dentro, sin atisbo alguno de romanticismo, pero con la aprendida seguridad de que solo en nosotros cabe la posibilidad. Construidos de tiempo, si en algún sitio habita el instante que nos catapulte a otras orillas es en nuestro interior.
Teniendo en cuenta esto yerran aquellos que tildan esta exposición de Françoise Vanneraud de menos política que de costumbre: la relación entre mapa y territorio –clave en su trabajo, entendiendo el primero como una reproducción consensuada y el segundo como un ejercicio de poder y domesticación sobre el primero– queda desplazada ahora hacia el interior del sujeto, hacia esa basto mundo de ensoñaciones para configurar, no ya mapas ni territorios, sino paisajes.
Paisajes, eso sí, recreados como sueños latentes de esta realidad nuestra: distópicos, hechos de fragmentos sueltos, con un siniestro parecido tanto al después de la catástrofe como al origen inmemorial anterior a aquel que dio el primer nombre. En este sentido, me gusta la adjetivación de Virginia Torrente en la hoja de sala: “psicogeografía de un paisaje fracturado”. Una fractura que, en el caso de estas piezas, no son sino el cosido de dos paisajes queridos para la propia artista: uno, el de su Bretaña natal, y dos, el del desierto de Acatama donde estuvo el pasado verano en una residencia.
Paisajes, por tanto, fracturados para, de igual modo, unas vidas fracturadas como las nuestras: nómadas, espectrales, zombificadas. Pero también planos, sin ninguna profundidad, sumidos en una orografía sin pliegues que de hacer un corte trasversal nos ofrecería ese decorado lunar –que no lunático– que es la pieza más importe de la exposición: Es preciso aprender a contemplar el abismo sin la menor emoción. Un desierto calcinado y fosilizado. En suma, unos paisajes antagónicos a aquellos parajes decimonónicos donde paseaba el ilustrado sujeto burgués.
Pero no nos dejemos llevar por las recreaciones facilonas: lo interesante no es tanto desvelar la conexión que pudiera haber entre el contenido latente y el texto manifiesto, dotarnos de unas claves con el que ver debajo de lo mostrado para concretar un significado que poder llevarnos a la boca, sino percatarse de que, si es cierto que el deseo toma la forma del sueño, ¿qué deseos son estos que se desprenden de estas imágenes?, ¿de qué deseos “es capaz” la artista para forjar unos sueños como los representados en estas imágenes?
Por mucha labor de desplazamiento, condensación o sublimación que haya detrás, la desnudez heladora de estas imágenes apuntan a una única respuestas: los deseos que, sin duda, nos han dejado una vez desposeídos de todo lo demás. Deseos ya de apenas nada, ¿de que acontezca la catástrofe? Quizá por ello adopten estos paisajes una extraña cercanía con los decorados de la ciencia-ficción: porque para encontrar alguna fuente de la que pueda brotar algún deseo a la altura de las circunstancias de lo que, intuimos, deben ser nuestras vidas, hay que irse ya a otra dimensión, quizá incluso muy dentro de uno mismo.   
¿Extraño entonces que, a pesar de tener otras vivencias, de no haber nacido en Bretaña ni haber pasado una temporada en el desierto de Acatama, intuyamos que nuestros paisajes interiores no distan mucho de estos que nos ofrece Françoise Vanneraud? Yo diría que no tanto.

domingo, 2 de diciembre de 2018

FARRÉS DURAN: EMPEZAR POR EL MEDIO

ENRIC FARRÉS DURAN: EMPEZAR POR EL MEDIO 
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: 17/11/18-26/01/19


Que cierto arte esté literalmente fenecido, que los objetos-bomba creados por toda una retahíla de vanguardias no hayan dinamitado absolutamente nada, que todavía estemos a la espera del primer espectador que haya logrado un mínimo de emancipación no significa en modo alguno que hagamos de la necesidad virtud y demos al arte por decapitado. Pero para ello, claro está, hacen falta consignas, (no tan) nuevas consignas. Entre ellas, la principal: el arte no ya como sistema de apariencias opuesto a una realidad a la que hay que o bien hacer mejor o bien ayudar a destruir, sino como estrategia de mixtificación de los diferentes estratos de ficción en los que se ha transformado la realidad. 
Así pues lo que le toca al arte es resurgir contra todo pronóstico y afianzarse ahí justo donde aparentemente ha sido derrotado: no solo ya en la lucha acerca de las imágenes sino, más importante aún, trabajando especularmente como dispositivo de remultiplicación de los diverso estratos ficcionales en los que ha devenido toda realidad. Y es que ya no toca mirar bajo las apariencias, ya no toca servir de guía para arribar a no sabemos aún qué playa: lo que toca es tensar la cuerda de la que pende todo el engranaje de ficcionalización del mundo, sumarse inteligentemente y sin inocencia alguna a la falsedad del mundo. 


 Todo esto para decir que si por una parte la cita aquella de Heráclito según la cual nadie se puede bañar dos veces en el mismo rio parece, en estos tiempos que corren, bastante fácil de aceptar, por otra parte lo que no sigue estando demasiado claro es la apostilla que Crátilo ponía siempre: ni siquiera es posible bañarse una sola vez en el mismo río. La razón es que estamos tan bien adiestrados en nuestra fantasía ideológica que, “haciendo como si”, dejamos nuestro saber de la realidad –de su falsedad– a un lado y nos lanzamos de cabeza a la conquista de un mundo que es mero espejismo. Porque la cuestión no es solo que la realidad esté sujeta a devenir, sino que el devenir está preso de otro devenir: el diferir de la diferencia, los simulacros locos, las copias sin originales, un juego de las imitaciones donde es la diferencia lo que hace de modelo. Es decir, un acontecimiento desdoblándose continuamente hacia delante y hacia atrás: o, siguiendo el ejemplo del efesio, un río que no solo fluye, sino que en cada punto fluye hacia atrás y hacia delante. Cada río es dos veces ese río, dos veces, además, en una variada serie: temporales y espaciales, potenciales y virtuales. La cuestión es la misma que se hizo en su día Deleuze: “pero, ¿es preciso decir dos veces, ya que es siempre a la vez, ya que son las dos caras simultáneas de una misma superficie cuyo interior y exterior, la ‘insistencia’ y el ‘extra-ser’, el pasado y el futuro, están en continuidad siempre reversible?” Pudiera ser que, ciertamente, no haga falta decirlo, pero de no hacerlo una de las series quedaría olvidada, sepultada en nuestra fantasía, sometiéndonos al rigor consensuado de solo una serie: aquella que modula el espectro de lo posible, lo decible y lo pensable en pos de agarradero al que llamar “realidad”.
Es aquí donde, pensamos, se sitúa el trabajo de Enric Farrés Duran (Palafrugell, 1983): en el intersticio donde algo sucede, en el epicentro hueco donde el Acontecimiento se despliega para, como una suerte de tahúr, ir colocando espejos que repotencien la vis espectral de la realidad. Su trabajo no se sitúa de frente a la realidad sino que escarba entre los diferentes estratos de ficción que la componen, a veces para descentrar ese consenso de olvidos llamada realidad, a veces para dar una última vuelta de tuerca rescatando de más abajo si cabe algún último simulacro que hacer emerger a la superficie.


Quizá pueda servirnos su trabajo Bibliotecas insólitas como carta de presentación: con el simple gesto de colocar los libros de una biblioteca al revés Enric Farrés nos ofrece la cara invertida, lo que ni se ve ni se le espera, de una realidad que fácilmente pudiera ser otra bien diferente. Aunque más interesante su obra Los papeles del siglo: trabajando en una librería de segunda mano, Farrés recopila esos papeles que siempre se quedan traspapelados entre las páginas de los libros para crear primero una colección –Una exposición de dibujos (EtHALL, 2016), luego un archivo (Generaciones 2016) y, finalmente, triturarlos para crear una masa que terminó siendo un pisapapeles –Cualquier objeto excepto un papel (Nogueras Blanchard, 2016). Nada es lo que parece pero no se trata de ni ningún juego de manos: se trata de tensar el juego de las ficciones hasta el límite.
En esta ocasión su labor de alquimista especular, de nigromante de las ficciones ocultas, tiene como base su propia película El viaje frustrado (2015). En ella se narra el viaje que el propio artista hizo junto a un coleccionista repitiendo la travesía que Josep Pla narró en su libro El viaje frustrado. En dicho libro el autor se embarcaba junto a su amigo Hermós en un viaje que les llevaría de Calella a Francia con el propósito de visitar a unos familiares de este último. Sin embargo, la presencia lejana de un buque de guerra les hace dar media vuelta.
Tomando como premisa y excusa esta obra y este viaje de Pla, Farrés repite el viaje introduciendo ciertas novedades para reflexionar sobre el sesgo ficcional no solo de la realidad sino del propio entramado ficcional y, sobre todo, del propio arte. Pero en todo caso, sin el mínimo ápice de épica, sin añoranza ninguna por el romanticismo de todo viaje, artista y coleccionistas repiten la gesta frustrada de Pla y Hermés no para continuarla, remendarla o simplemente copiarla sino para, como venimos diciendo, servir de espejo con el que la lógica ficcional avance o se detenga, vaya hacia atrás o hacia delante.  


En este sentido, son dos los planos en los que la pieza funciona. En primer lugar obviamente que, al servirse de un coleccionista, los ecos con el mundo del arte son más que obvios: fracaso y éxito remiten no ya al logro de la singladura sino de modo metainstitucional a la relación del artista con su propio hábitat: un artista llamado en tiempos de penuria y escasez a ejercer la crítica de modo silencioso, casi invisible, a no tener más remedio que estar atrapado y a remolque de aquel que lleva la voz cantante. En segundo lugar, como no, enfrentándose a una narración, llámese realidad, llámese novela, llámese viaje, que siempre guarda un as en la manga –una diferencia– de más, y con la que no se puede contar en absoluto como guía de nada. ¿La prueba? El propio artista, estudiando los diarios de Pla, se percata de que aquel viaje original nunca existió. Y es que ya lo hemos dicho: ni siquiera una vez puede uno bañarse en el río. Siempre, éste, el río, no es más que una decantación de ríos pasados y futuros, de ríos virtuales y posibles.  
Es a partir de este viaje –cuya película se puede ver en la propia exposición- que el artista trabajó en el verano con ciertas ideas modulares de este trabajo para ofrecernos seis piezas que jugando a lo mismo que el viaje subrayan el carácter paradójico de toda realidad. Libros que no se pueden abrir ni leer (Un ruido secreto de Duchamp), epitafios que son transformados en juegos de palabras, globos que están sujetados por un peso que a su vez en sujetado por el globo, un pez que muerde un anzuelo casi invisible y que a su vez, ese mismo anzuelo, recorre toda la exposición hasta la planta baja “haciendo como si” toda la exposición estuviera sujeta con hilo de pescar. Ejemplos todos de lo inestable de toda ficción, llámese “realidad” o llámese “arte”, de lo precario de todo consenso acerca de qué es cada cosa.
En definitiva un estupendo trabajo el de este artista que se asienta, insistimos, y aludiendo al título de la muestra, en el medio del acontecimiento, en su (im)posible representación, en el centro donde o bien se va en una dirección o bien se va en otra. Que se opte por una u otra es lo de menos: es a eso a lo que estamos acostumbrados. Lo difícil, a lo que se presta el trabajo de Enric Farrés, es a pensar cómo poder avanzar en ambas direcciones. Y es que el problema es que estamos asentados en una paradoja: “Nuestro problema –dice Safranski en su biografía de Nietzsche- se cifra en que nosotros miramos al punto que se mueve y no al punto permanente del contacto de la tangente, aunque solo podamos notar este movimiento en contraste con el punto que permanece. Como seres en el tiempo somos la rueda que da vueltas, pero como presencia de espíritu y acto de atención somos el sol y el mediodía eterno”.

jueves, 22 de febrero de 2018

SIERRA, ARCO Y LA CENSURA: PANTALLA DE MÁXIMA SINCERIDAD



Si hacemos caso a uno de los textos más interesante de Boris Groys, lo que tocaría después de lo visto ayer en ARCO sería corregirle levemente y atrevernos a acabar la cita. Porque si en dicho texto señala que “la exhibición pública se ha convertido en el lugar donde emergen las preguntas más interesante y relevantes, concernientes a la relación entre arte y dinero”[1], el summum de esta amplia noción de “exhibición pública” no puede ser otro que la feria de arte.
Y lo es, precisamente, por lo que apunta el renombrado filósofo: porque es ahí donde surgen las verdaderas cuestiones estéticas de nuestro tiempo. Cuestiones que si bien en un primer momento aluden a lo archirecurrente de plantear qué es el arte y cuál es su misión, en seguida se ven aupadas a una serie de paradojas y contradicciones que señalan con claridad el momento histórico de su despliegue.
Y es que aunque toda alusión a hegelianismo sea recibido con recelo por todos los agentes artísticos –desde el artista hasta el crítico, pasando por galeristas, comisarios y público en general– lo cierto es que si lo sucedido ayer con la obra de Santiago Sierra llega a ser revelador lo es solo porque remite a la esencia del momento actual del arte, un momento como decimos paradójico y sumamente complejo.     
Pero dicho todo esto una cosa tiene que quedar clara para comprender el calado de lo sucedido: que nada de lo que pasó tiene que ver con Santiago Sierra ni con su obra. Fue simplemente una tirada de dados, una tirada eminentemente mediática. Una casualidad que, eso sí, necesitaba de todos los condicionantes para provocar semejante seísmo.
Porque, además, juzgarle por acercarse demasiado y en demasiadas ocasiones el núcleo duro del arte contemporáneo es entrar dentro de unas calificaciones que si bien pueden tener algo de verdad, por otra parte olvidan que lo más propio de su trabajo es el más colosal de los fracasos. Y es que ese sesgo mediático que decimos ha concurrido en este caso no es en absoluto algo denigrante sino que es la razón propia del régimen de exhibición en el que el arte, desde su devenir desacralizado, opera. Hace falta, para desvelar la lógica interna del arte contemporáneo, una carambola maestra, un ser filtrado por los regímenes mediáticos, un ser ofrecido por los canales mass-mediáticos. 


Si por lo que más se le conoce a Greenberg es por acuñar el concepto de superficialidad como término con el que comprender las vanguardias, el devenir histórico del arte en el último medio siglo ha venido a dar en otra superficialidad, no ya la del lienzo sin la superficie mediática: ahí donde se desvelan el núcleo de contradicciones desde donde emerge lo más interesante del arte contemporáneo. Una superficie que tuvo su fiel reflejo cuando, una vez descolgada la obra, los medios de comunicación se hacían eco de una verdadera obra de arte: la que entre todos habían conseguido, la pared blanca del stand de Helga de Alvear.
Pero mojémonos un poco más. La obra de Santiago Sierra pudiera parecer ya desde el título –Presos Políticos– mala, bastante mala. Y no porque los allí “representados” lo sean o dejen de serlo sino por la eliminación de la indecibilidad estética que toda obra, sobre todo si es política, debe de sostener. Mala porque el tipo de saber por el que el arte contemporáneo debe abogar es de otro tipo, no aquel que separe creencias y competencias, no aquel que quede sedimentado en la verdad o falsedad de las imágenes.
Y sin embargo, y pese a las declaraciones del propio Sierra que nos reafirman en nuestra primera opinión, ese pixelado, ese dejar al espectador que saque sus propias conclusiones, ¿no es la prueba de que se trataba de una trampa?, ¿de un dispositivo con el que desvelar el sesgo dictatorial de las élites políticas? Porque eso ha sido en resumidas cuentas lo que ha pasado: que un gerifalte cayó en la trampa. Y es que nadie, a estas alturas del partido, puede pensar que de tal o cual representación artística se puede desencadenar movilización política alguna. Salvo, claro está, que alguien piense que sí: salvo que alguien se crea a pies juntillas las representaciones del arte, salvo que alguien continúe creyendo que todo es cuestión de decir una verdad o de callar una mentira. La obra de Sierra era totalmente naif salvo que alguien se creyese que lo propio del arte es continuar afanado en desvelar una verdad bajo las apariencias –en este caso bajo los pixeles.
Y justo ese que se lo creyó, ese que cayó en la trampa –parece ser que Clemente González Soler, presidente del Comité Ejecutivo del recinto ferial–, nos dice todo lo que de ningún otro modo podría saberse: que realmente las altas esferas continúan afanados en una verdad que sostener, en una historia que relatar, que continúan comprendiendo su tarea como una labor de ocultar/desvelar partes de la realidad.
Pudieran muy bien dejar de hacerlo. De hecho, vaticinamos, mejor les iría. Porque de dejar las cosas, nunca mejor dicho, en su sitio, se reforzaría la nihilidad en que el arte parece continuamente caer, se reforzaría una libertad de expresión que, al ser proferida en el régimen de excepcionalidad en que concurre toda obra de arte, rozaría en su impotencia. Y, además, provocaría la necesidad del arte de repensar sus fronteras y sus estrategias de emancipación. Pero, encallando continua y torpemente en los mismos fangos, el poder político revela el acerbo despótico de sus acciones al tiempo que da al arte la suficiente carnaza con la que seguir viviendo sin despeinarse.


Pero la pregunta, llegados a este punto, solo puede ser una. El caer en la trama, ¿lo hacen por torpeza o porque algo les va en el juego?, ¿lo hacen por ineptitud o porque lo tienen más fácil manteniéndose en el anterior régimen de verdad, porque les es más cómodo seguir fraccionando la esfera pública en unos y otros, en ámbitos de verdad y de falsedad? Dicho de otra manera, ¿la obra de Sierra desvela la verdadera impronta del poder político o no es sino una posibilidad del propio poder de seguir cómodamente enclaustrado en su estrategia de proponer fáciles antagonismos de andar por casa? De ser lo primero el artista es un héroe, de ser lo segundo es un incauto advenedizo.
En definitiva, y tanto sea una cosa como sea la otra, esta obra ha conseguido, vía encarnación de muchas de las paradojas desde las que se construye el arte contemporáneo, erigirse en, parafraseando también al bueno de Groys, en zona de máxima sinceridad: justo la zona de sinceridad que, como panel blanco, exhibían los medios de comunicación. Pero claro está, una zona de sinceridad donde cada uno puede proyectar sus saberes, creencias y opiniones, una zona de sinceridad, eminentemente mediático-estética donde Arte y Política –así, con mayúsculas– se confraternizan en la elaboración de una verdad a medida exacta de cada uno: decir que ‘sí’ o decir que ‘no’, decir que es un fraude o decir que es la gota que colmaba el vaso del devenir dictatorial del poder político actual.
Es decir: la representación enfática de la post-verdad. ¿Justo lo que el arte necesita? Pensamos que no, pero el arte, en ese despliegue hegeliano en el que vive, tendrá sus razones.  


[1] GROYS, G. Revista e-flux, No. 24.  http://artecontempo.blogspot.com.es/2011/04/boris-groys.html